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Santiago retrocedió con un desdén absoluto.—Los quiero fuera, ¡ya! —dijo, su voz llena de desdén, mientras los guardias arrastraban a los tres de la sala.Eduardo, con lágrimas de rabia, se levantó y juró venganza.—¡Te arrepentirás, lo juro! —gritó antes de que lo arrastraran hacia la puerta.Santiago observó el tumulto en silencio, su rostro endurecido por la angustia. Las palabras de su nieto lo perforaron, pero se obligó a no mostrar su dolor.—¡Padre! —gritó Máximo, mirando a su progenitor con ojos llenos de tristeza y reproche—. ¿Qué haré ahora? Ya no tengo dinero. ¿Dónde iré?Santiago soltó una risa amarga, casi burlona.—¿No has desviado suficiente dinero de mis cuentas? —respondió, la dureza de su voz resonando en las paredes—. ¡Sé un hombre por una vez!Él, derrotado, se retiró sin una palabra más, pero en su corazón, la rabia seguía hirviendo.Santiago se quedó allí, solo, su rostro cubierto por las manos, mientras un dolor profundo lo envolvía. La imagen de su familia desm
Máximo guio a su familia hacia su antiguo departamento de soltero, un lugar que parecía tan ajeno a la opulencia que habían disfrutado hasta ahora. Las paredes desgastadas y la falta de lujos eran un recordatorio cruel de su caída. Nadie estaba feliz de estar allí, y el silencio pesado entre ellos lo hacía aún más evidente.En una de las habitaciones, Glinda se sentó en la cama, rígida como una estatua. No pronunció ni una sola palabra, pero su mirada estaba llena de rabia. Cada vez que recordaba las palabras de Eduardo, un torrente de furia volvía a encenderse en su pecho.Eduardo, por su parte, comenzó a vaciar una botella de vino con ojos severos y amargos. Su semblante era el de un hombre derrotado, un reflejo de sus pensamientos oscuros.—Tranquilo, mi amor —murmuró Glinda, tratando de calmar la tensión—. Pronto, en cuanto nazca nuestro bebé, el abuelo aplacará su ira.Pero Eduardo no respondió. Su rostro permaneció impasible, como si sus palabras no hubieran atravesado la barrera
Cuando Marella abrió los ojos, una cálida sensación la envolvió. Allí estaba él, su esposo, durmiendo plácidamente a su lado. Observó la calma en su rostro y, por un instante, deseó que cada despertar en su vida fuera así, tan lleno de paz. Pero una pregunta rondó en su mente, una que siempre volvía en los momentos de quietud: ¿Por qué no lo conocí antes? ¿Por qué no pude amarlo desde el principio y evitarme tanto dolor?Sin embargo, había aprendido a confiar en los designios de la vida.Creía que todo tenía un propósito, que las cicatrices de su pasado eran lecciones que la habían moldeado para valorar lo que ahora tenía. Marella extendió la mano y, con delicadeza, acarició el rostro de Dylan. Sus dedos trazaron el contorno de sus pómulos, la ligera sombra de su barba y la curva de sus labios.Él abrió los ojos lentamente, y una sonrisa ladeada iluminó su rostro.—¿Acaso estás comprobando lo guapo que soy? —preguntó con un deje de humor en su tono.Marella sonrió, sintiendo cómo su co
Dylan reaccionó con rapidez, aprovechando el vaivén repentino del yate al virar. Con una patada bien dirigida, hizo que el capitán perdiera el equilibrio y cayera al suelo. En un movimiento calculado, Dylan le arrebató el arma, su respiración agitada mientras lo apuntaba con decisión.—¡¿Quién te envió a hacer esto?! —rugió, su voz llena de furia.El hombre temblaba, apenas capaz de sostener la mirada. El terror lo obligó a hablar.—¡Alejandro…! ¡Fue Alejandro! —gritó desesperado.El nombre no significaba nada para Dylan, pero no tuvo tiempo de indagar. Un vistazo al horizonte le mostró el peligro inminente: el yate avanzaba directo hacia un risco. Con el arma aún en la mano, tomó a Marella por el brazo.—¡Salta conmigo! —le ordenó.—¡Dylan, no puedo! —Su voz estaba cargada de pánico, sus piernas temblaban.Dylan la miró con intensidad, sujetándola con fuerza.—¡Recuerda lo que nos prometimos, Marella! ¡Yo salto, tú saltas! —su tono fue firme, una promesa grabada en sus palabras.Con u
—¡¿Qué pasa, Santiago?! ¿Qué le pasó a mi hijo? —exclamó Miranda, su voz temblaba con una mezcla de desesperación y temor.Agustín apretó los puños a su lado, su mente nublada por la preocupación. No dejaba de pensar en Marella, su hija. El silencio de Santiago era un presagio, una sombra que caía sobre todos en la habitación.Santiago finalmente se dejó caer en una silla, como si su cuerpo ya no pudiera soportar el peso de la noticia que llevaba. Miranda, con las manos temblorosas, le ofreció un vaso de agua. Él lo tomó, pero no bebió. Sus ojos, rojos y vidriosos, se alzaron hacia ella, y en ese momento, el corazón de Miranda supo la verdad antes de que las palabras fueran pronunciadas.Lágrimas comenzaron a correr por el rostro de Santiago, sus manos temblaban, apretando el vaso con fuerza. Su garganta se cerraba, y cada palabra era como una daga que debía sacar lentamente.—¡Santiago, habla, por favor! —rogó Miranda, la angustia en su voz desgarrando el aire—. ¿Le pasó algo a mi hij
Yolanda colgó la llamada, su pecho subiendo y bajando de emoción contenida. Apenas tuvo tiempo de controlar la expresión de triunfo en su rostro cuando escuchó el sonido de otro teléfono. Sabía exactamente de quién era.Corrió hacia la sala y encontró a Máximo ya con el móvil en mano, atendiendo la llamada con una expresión de creciente alarma. Su voz, habitualmente fuerte y autoritaria, se quebró con un susurro.—¿Qué dijiste? —preguntó, su tono incrédulo. Un segundo después, el teléfono resbaló de sus manos, golpeando el suelo con un ruido seco.Yolanda se acercó rápidamente, fingiendo preocupación.—¡Mi amor! ¿Qué te pasa? ¿Estás bien? —preguntó, tomándolo del brazo.Pero Máximo no respondió. Cayó desplomado en el sillón más cercano, como si su cuerpo no pudiera soportar el peso de la noticia. Sus hombros temblaban, y su rostro, normalmente severo, estaba pálido y cubierto de un sudor frío.—¡Dylan! ¡No, mi Dylan! —gritó de pronto, llevando las manos al rostro mientras un sollozo de
Al amanecerEl aroma salado del mar impregnaba el aire fresco de la mañana mientras Dylan observaba a Marella desde la distancia. Ella estaba inclinada sobre una olla, ayudando a la anciana a preparar el almuerzo, sus movimientos meticulosos y concentrados, como si cada pequeña acción la anclara a la realidad después de tanto caos. Dylan no pudo evitar sentir un nudo en el pecho. Esa mujer había enfrentado todo con una fortaleza que él apenas podía comprender.Con un suspiro, se giró hacia Pedro, el anciano que había accedido a ayudarlo.—Venga conmigo —le dijo Pedro con una sonrisa amistosa—. Vamos a ver si alguien tiene un barco o lancha disponible. Somos un pueblo pequeño, ¿sabe? Aquí nadie quiere irse. Es un lugar pacífico, incluso si estamos lejos del mundo. Dylan asintió, tratando de captar el significado detrás de esas palabras.—Debe ser especial —respondió, mirando a su alrededor el paisaje sereno—. Porque, a pesar de estar aislados, no parece necesitar de nada.Después de ca
—¡Todos piensan que han muerto! —exclamó Agustín, su rostro reflejaba el horror de la noticia.Marella y Dylan intercambiaron miradas, sus expresiones cargadas de asombro y desconcierto. La posibilidad de que los dieran por muertos no había cruzado por sus mentes.—¡Debemos avisarles! —insistió Marella con urgencia, poniéndose de pie de inmediato. Pero Dylan levantó una mano, deteniéndola. Una idea comenzaba a formarse en su mente.—Espera... —dijo, sus ojos mostrando una mezcla de cálculo y preocupación—. No les digas nada todavía, Agustín. Hay algo que necesitamos hacer primero.Agustín frunció el ceño, visiblemente incómodo con la decisión, pero después de unos momentos de duda, asintió con un suspiro resignado.—Confío en ustedes, pero esto... no me parece correcto —murmuró, su voz cargada de preocupación.Antes de partir, Marella y Dylan se despidieron de los ancianos que los habían salvado. Franco, conmovido, les ofreció una recompensa monetaria, pero ellos la rechazaron humild