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Cuando sus labios se separaron, ambos quedaron inmóviles, aturdidos por lo que acababa de ocurrir. Salvador y Alma intercambiaron miradas llenas de asombro y confusión, como si el mundo se hubiese detenido por un instante.—¿Por qué me besaste? —preguntó Alma con un susurro, tratando de procesar lo que había pasado. Su voz tenía un matiz de reproche, pero también de vulnerabilidad.Él desvió la mirada por un momento, luego la enfrentó con algo de nerviosismo.—Tú también me besaste… —murmuró con una pequeña sonrisa, como intentando suavizar el momento.Alma sintió que el calor le subía al rostro. Era cierto, lo había hecho. No podía negarlo.Sus manos temblaban mientras apretaba el borde de su vestido, incapaz de encontrar las palabras.Ambos bajaron las miradas, evitando enfrentarse al torrente de emociones que comenzaba a desbordarse.—Feliz cumpleaños, Salvador… —dijo Alma, rompiendo el incómodo silencio, aunque su voz temblaba ligeramente.Él la miró con ternura, una calidez que no
Al día siguienteTina apenas había terminado de limpiar el pequeño departamento cuando un golpe en la puerta resonó con fuerza. Al abrir, quedó helada al encontrarse cara a cara con Bernardo.—¿Tú? —su voz apenas fue un susurro, cargado de incredulidad.Él respondió con una sonrisa llena de sorna, metiendo las manos en los bolsillos de su abrigo, como si no fuera extraño plantarse frente a ella después de tanto tiempo.—¿Has escuchado esa frase que dice “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”?Tina frunció el ceño, confundida, mientras Bernardo ingresaba al departamento sin esperar invitación.—¿Qué estás haciendo aquí, Bernardo? ¿Qué es lo que quieres?Él se giró hacia ella, su expresión se volvió seria, casi fría.—Fácil. Quiero destruir a Darrel Aragón y su matrimonio.Tina parpadeó, atónita.—¿Qué?—Así como lo escuchaste. Quiero que deje libre a Mora, y tú vas a ayudarme.Por un instante, Tina no supo si reírse o golpearlo.—¿Dejaste a una rica heredera por una simple bastarda? —es
El aroma dulce de un pastel recién horneado llenaba la cafetería, envolviendo el ambiente en un aire de calidez hogareña. Alma revolvía un recipiente de crema mientras la pequeña Florecita, sentada sobre un taburete, observaba atentamente el video instructivo en su tableta.—¡Quiero muchas chispas de chocolate, Alma! —pidió la niña con ojos brillantes, apuntando al pastel, enfriándose sobre la mesa.—Claro, pequeña chef. Tú mandas hoy —respondió Alma con una sonrisa mientras le pasaba un tazón lleno de chispas.Las risas y el bullicio se interrumpieron cuando Salvador entró por la puerta.—¡No, hermanito! —gritó Flor, levantando las manos para cubrir sus ojos—. ¡No puedes ver tu pastel hasta que soples la velita!Él rio, obediente, y se dio la vuelta, fingiendo no haber visto nada.—Como tú digas, princesa.Sin embargo, justo cuando estaba a punto de volver a la cocina, sonaron golpes en la puerta principal. Salvador frunció el ceño.—Yo me encargo —dijo, caminando hacia la entrada.Cu
Alma sintió que su corazón latía con una fuerza arrolladora mientras se acercaba a la ventana.El reflejo de la luna llena iluminaba apenas su silueta, pero lo que la mantenía en vilo era la presencia de Salvador detrás de ella.Él dio un paso hacia adelante, rompiendo el silencio.—¡Alma, lo siento! —Su voz tembló, cargada de una mezcla de desesperación y arrepentimiento.Cuando sus miradas se encontraron, los ojos de Alma estaban llenos de dolor y decepción, tan profundos que Salvador sintió que lo atravesaban como un cuchillo.—¿La amas? —preguntó ella con un tono frío, distante, como si temiera la respuesta que estaba a punto de recibir.Salvador negó con un leve movimiento de cabeza, pero antes de poder hablar, Alma dejó escapar una risa amarga.—¡Dijiste su nombre, Salvador! —gritó, tratando de contener las lágrimas.Él pasó una mano por su cabello, agitado, con el rostro cargado de culpa.—A veces, los recuerdos matan, Alma. A veces, hieren tanto que dejan cicatrices imposibles
Mora salió del baño como si el aire dentro de casa fuera tóxico. Sus manos temblaban, el teléfono aún ardía en su palma, y sus ojos se llenaban de lágrimas contenidas, luchando por no romperse.Su corazón latía con fuerza, golpeando contra su pecho con una mezcla de miedo, frustración y rabia.Intentó llamar a Darrel. Una vez. Dos veces. Tres. Cada vez que la llamada era desviada, la desesperación crecía como una tormenta en su interior. Mientras tanto, Tina seguía enviando mensajes y fotografías, cada uno más hiriente que el anterior.Uno de los textos finalmente la hizo derrumbarse.«¿Todavía crees en su fidelidad? Pobrecita, tan ingenua como siempre»Mora apretó los dientes, su mirada fija en la pantalla, mientras una lágrima solitaria rodaba por su mejilla.—¡Debo saber si eres un traidor infiel, Darrel! —gritó, lanzando el teléfono a la cama como si quisiera alejar el dolor que la consumía.Tomó su cartera y salió de casa, su mente repitiendo una y otra vez las mismas preguntas. ¿
Mora titubeó, sintiendo que las palabras se atoraban en su garganta mientras bajaba la mirada, incapaz de sostener la intensidad en los ojos de Darrel.El peso de la culpa se apoderó de ella, una mezcla de vergüenza y desconfianza que la oprimía como una cadena invisible.Darrel, sin decir nada, tomó su mano con suavidad, pero firmeza, llevándola hacia su auto.El trayecto a casa se sumió en un silencio que parecía más un campo de batalla que un respiro. Ninguno habló; el eco de sus propios pensamientos era ensordecedor. Mora apretaba los labios, luchando contra el nudo en su garganta, mientras Darrel mantenía los ojos fijos en la carretera, sus manos tensas en el volante.Al llegar, Mora salió rápidamente, casi corriendo hacia la habitación como si el hogar que compartían pudiera ofrecerle refugio de su propio dolor.Cerró la puerta tras de sí, caminando directamente hacia la ventana, donde la oscuridad de la noche parecía reflejar su propio caos interior. Lágrimas silenciosas caían p
Al día siguiente.La cafetería estaba llena de murmullos y el aroma del café recién hecho.Alma había invitado a Marella, ella atendía la cafetería porque estaba encantada con todo esto, le gustaba atender a la gente, hacer el café como Salvador le había enseñado.Alma, ya estaba sentada en una de las mesas del fondo, su cabello recogido en un moño relajado mientras removía el azúcar de su taza.Al ver entrar a Mora, su rostro se iluminó, y ambas corrieron a abrazarse como dos hermanas que no se habían visto en años, aunque se hubiesen visto hace poco.—¿Cómo estás? —preguntó Mora, dejando su bolso a un lado. Su sonrisa estaba cargada de curiosidad—. ¿Qué tal la vida de recién casada?Alma soltó una pequeña risa nerviosa, bajando la mirada al café.—Bueno… ahí voy —respondió, con un aire de tranquilidad que no convenció del todo a Mora.—Alma, —Mora tomó su mano con suavidad y sus ojos se tornaron serios—. ¿Estás segura de que hiciste lo correcto?Alma suspiró y, con un movimiento lent
—¿Cuándo le contarás a Darrel? Seguro se pondrá muy feliz —dijo Alma con una sonrisa cálida, intentando transmitirle confianza a su amiga.Mora se mordió el labio, incapaz de ocultar sus nervios. Sus manos temblaban ligeramente, pero su rostro mostraba una mezcla de emoción y miedo.—¡Ahora mismo! —exclamó de repente, poniéndose de pie con una determinación que Alma no esperaba.—¡Esa es mi Mora! —río Alma, levantándose para abrazarla nuevamente con fuerza—. Estoy tan feliz por ti, amiga. Estoy segura de que Darrel se pondrá a llorar de felicidad.Mora, con los ojos brillantes por las lágrimas de emoción, susurró:—Alma, quiero pedirte algo muy importante… quiero que seas la madrina de mi bebé. Nadie más tiene ese lugar en mi corazón.Alma quedó sorprendida, pero en seguida una cálida sonrisa se dibujó en su rostro.—¡Claro que sí! Y tú serás la madrina de mis hijos. Es una promesa, Mora.—Entonces, ¡date prisa! —bromeó Mora con una risa nerviosa mientras recogía sus cosas—. Necesito s