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Al día siguienteFranco se levantó con determinación. Llevaba días recopilando pruebas contra María Ochoa, y finalmente tenía todo lo necesario.Se dirigió a la comisaría con los documentos en mano, dispuesto a presentar una demanda formal. Cada paso que daba resonaba en su mente como un eco de justicia que no podía ser ignorado.Al llegar, habló con varios conocidos en el departamento de servicios infantiles y la policía, buscando apoyo para asegurar que la pequeña Flor regresara a un entorno seguro.Mientras tanto, en casa de Salvador, Alma intentaba mantener la calma. Había preparado un desayuno especial: panqueques dulces, huevos revueltos y fruta fresca.El aroma llenaba la cocina, buscando reconfortar los corazones destrozados de Salvador y Flor.—¡Mami Alma, me encanta esta comida! —exclamó Florecita, con una sonrisa que iluminaba el ambiente.Salvador sonrió débilmente, tratando de ocultar su angustia mientras mordía un trozo de panqueque.De pronto, un golpe en la puerta rompi
Alma salió de esa casa con el corazón hecho pedazos, cada paso que daba parecía alejarla más de cualquier esperanza.Subió al taxi sin mirar atrás, con los ojos empañados por las lágrimas que caían sin cesar.El dolor era tan profundo que apenas pudo articular la dirección a donde debía ir, su mente nublada por la tormenta de emociones que la invadían.En cuanto se sentó en el asiento del taxi, sacó su teléfono con manos temblorosas y marcó el número de Mora.Sabía que necesitaba hablar con ella, necesitaba que alguien entendiera lo que estaba viviendo, aunque ni ella misma pudiera comprenderlo.—Mora... —dijo, su voz quebrada, cargada de angustia y desesperación—. Te necesito... te necesito tanto. No sé qué hacer.Al otro lado de la línea, Mora respondió rápidamente, notando el tono roto de su amiga. Algo estaba terriblemente mal.—¡Alma, por favor! Tienes que volver a casa, no cometas una locura. ¿Qué estás pensando?Alma sollozó, luchando por calmarse, pero las palabras salían atrop
—¡Salvador! ¡Es por el bien de Florecita! —Alma gritó, con la voz quebrada por la desesperación—. Si no me quedo con Bernardo, él hará que tu madre no desista de quedarse con la custodia de Florecita. No quiero que ella sufra por mi culpa… No quiero que crezca lejos de ti, con una madre malvada, sin amor, por mi error —dijo entre sollozos, su cuerpo temblando, atrapado entre la culpa y el miedo.Salvador, con el rostro retorcido por la ira, negó con violencia.Su pecho subía y bajaba con fuerza, como si luchara por calmar la tormenta que le invadía.—¡Alma, basta de estupideces! —gritó Bernardo, su voz llena de frustración y dolor—. ¿De verdad crees que eso va a salvarla? Deja a este imbécil. ¿O prefieres que lo peor los arruine? ¿Quieres que esa niña sufra?Salvador miró a ese hombre con rabia, dio un paso hacia ella, empujándola ligeramente hacia atrás, poniéndola detrás de él como un escudo protector.Su mirada fulminó a Bernardo, lleno de odio, una furia que ardía en su pecho.—¡Al
Mora llegó al edificio con el corazón en un puño. El miedo la consumía, y una furia ciega llenaba su ser.Alma, no respondía a las llamadas, ni ella ni Salvador.Había algo en el aire que le decía que algo no estaba bien. No podía esperar más; tenía que ir ella misma a buscarla. No permitiría que Bernardo siguiera atormentando a Alma, ni a su familia. Nadie tenía derecho a hacerles tanto daño.Llegó al edificio. Pronto, fue hasta el departamento y llamó a la puerta, pronto la puerta se abrió de golpe, y Mora se encontró frente a Bernardo, ese hombre al que antes consideró un amigo, ahora le resultaba un extraño que ya no conocía.Su rostro mostraba una sonrisa calculadora, como si ya supiera lo que Mora iba a decir.—Mora, pasa. —Su voz sonaba tan falsa como siempre.Ella lo miró con gran rabia, sin mover un músculo. Sentía cómo su cuerpo vibraba de ira, pero su voz salió firme, decidida.—No. ¡Deja en paz a Alma! ¡Deja en paz a mi familia! Eres un hombre cruel, Bernardo, y da tristeza
Mora no podía controlar los temblores en sus manos mientras esperaba la ambulancia.Su respiración era errática, y aunque trataba de mantenerse firme, el miedo y la tensión parecían devorarla por dentro. Cada segundo que pasaba sentía que algo terrible estaba por ocurrir.Cuando finalmente escuchó las sirenas a lo lejos, un peso se levantó de su pecho, aunque su preocupación seguía latente.Tomó el teléfono con manos temblorosas y llamó a Darrel.—Amor, por favor, ven. Te necesito. —Su voz quebrada lo decía todo.Del otro lado, Darrel no lo dudó ni un instante.—Voy para allá ahora mismo, Mora. Aguanta, estoy en camino —pronto Mora le indicó donde estaba.***En el hospital, Mora no podía permanecer sentada.Caminaba de un lado a otro, abrazándose el vientre como si eso pudiera proteger al bebé de todo el caos que la rodeaba.Cuando vio a Darrel entrar por las puertas del hospital, sus emociones explotaron. Corrió hacia él y se lanzó a sus brazos, buscando refugio en el único lugar don
La cabaña se alzaba solitaria entre las montañas, rodeada por la quietud de la noche. El canto de los grillos y el murmullo del viento nocturno eran los únicos testigos de su llegada. Alma y Salvador detuvieron el auto frente a la pequeña construcción de madera.Las luces del interior estaban apagadas, y el frío de la altura se colaba bajo sus abrigos.Alma miró a Salvador con curiosidad, frunciendo ligeramente el ceño.—¿Por qué vinimos aquí?Él sonrió, una de esas sonrisas que siempre lograban desarmarla.—Bueno, fue idea de tu papá.La sorpresa se reflejó en los ojos de Alma.—¿Qué? ¿De verdad?Salvador asintió, divertido por su reacción.—Claro. Tu papá te adora. Quiere que seas feliz… y, al parecer, cree que yo puedo ayudarte a lograrlo.Alma no pudo evitar sonreír.Su padre siempre tenía una forma peculiar de demostrar su amor, y aunque a veces lo desafiaba, sabía que en el fondo solo buscaba lo mejor para ella.Cuando entraron a la cabaña, un aire frío les dio la bienvenida.Sal
Bernardo apretaba los puños mientras miraba el cuerpo inerte de su abuela en la morgue. El frío del lugar parecía traspasar su piel, pero no era el frío lo que lo hacía temblar.Era la rabia, el dolor encapsulado en su pecho, acumulado durante años.Las luces blancas y frías iluminaban el rostro de la mujer que lo había cuidado de niño. Ahora, se había ido para siempre.—Abuela, te juro que los Aragón pagarán —murmuró con los dientes apretados—. Pagarán por todo el daño que nos hicieron, por todas las vidas que destrozaron.Sus palabras resonaban en su mente como un mantra, un juramento. Se giró con brusquedad y salió de allí, su corazón rugiendo con ira contenida. Pero apenas cruzó la puerta, su paso se detuvo en seco. Allí estaba Máximo Aragón.El anciano lo miró con una calma que parecía diseñada para ocultar una tormenta interna.—Vendrás conmigo, Bernardo —ordenó Máximo con voz grave.El joven lo miró con desconfianza, pero no opuso resistencia. Lo siguió en silencio, sus pensami
Dylan dio un paso dentro del apartamento de Bernardo, pero lo que encontró lo dejó helado. Su padre, Máximo, estaba ahí, sentado con la espalda recta, como si estuviera esperando algo.—¿Qué haces tú aquí? —exclamó Dylan, su voz cargada de incredulidad y furia.Máximo levantó la vista, y en su mirada había un destello de temor, aunque intentaba mantener la compostura. Temía, más que nada, que su hijo volviera a pensar lo peor de él.—Dylan, estoy aquí por lo mismo que tú —dijo, con voz serena, pero su pecho parecía apretarse bajo la presión del momento.Bernardo, que estaba de pie junto a la ventana, observó la escena con una sonrisa ladeada, como un depredador que disfruta el espectáculo.—Mi abuelo está de mi lado —intervino Bernardo con una fría suficiencia—. Siempre preferirá a Eduardo, tío. Incluso muerto, Eduardo será más importante que tú.Las palabras golpearon a Dylan como un puñetazo. Sus ojos se oscurecieron con una mezcla de rabia y desprecio mientras avanzaba hacia Bernard