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Marella y Dylan entraron tomados de la mano, como si una fuerza interna y poderosa les guiara, como si su unión fuera la última salvación en un mundo que se desmoronaba a su alrededor. El brillo en sus ojos decía más de lo que sus palabras podrían jamás expresar.Ella, con su vestido hermoso y elegante, había logrado restaurarlo tras el desastre de la jornada. Aunque su peinado ya no era perfecto, su cabello largo y rizado caía con una gracia salvaje, adornado por su tocado.Ella caminaba como si ninguna calumnia pudiera tocarla, su porte erguido como una reina.Dylan, a su lado, con el ceño fruncido y una mirada fulgurante de rabia contenida, parecía estar a punto de estallar.Cada paso que daba hacia el altar era un desafío, una amenaza invisible para todos aquellos que se habían atrevido a menospreciar su amor.—¿Es esto suficiente espectáculo para ti, hermano? —la voz de Dylan resonó, fuerte y retumbante, como un trueno que sacudía las paredes del templo.Glinda apenas pudo tomar l
Dylan llegó al altar, se paró en su lugar, acompañado por Franco, su padrino de bodas.Con una mirada, encontró al abuelo sentado en el lugar de honor, al lado de su madre. Su sonrisa se amplió, y la marcha nupcial comenzó, resonando como una señal de que todo lo que había sucedido los había llevado a ese preciso momento.La novia apareció, con paso firme y majestuoso, del brazo de su padre.La sala se levantó en un suspiro colectivo. Marella, luciendo como una princesa, caminaba hacia su destino con el corazón acelerado, sin poder creer que horas antes estaba al borde de una pesadilla, y ahora caminaba hacia el hombre que le había salvado de tantas formas.El amor brillaba en sus ojos, y cuando sus miradas se encontraron, el mundo desapareció.Marella recordó todo: el hombre que la había salvado, su primer beso, la paz que solo él le ofrecía. En medio del caos, había encontrado un refugio. Y ese refugio, se llamaba Dylan Aragón.Dylan la observaba, con una mirada que ya no estaba llen
Santiago se giró lentamente hacia su nieto, Eduardo. En su rostro no había más que una mezcla abrasadora de decepción y rabia. Sus ojos, normalmente cálidos, ahora eran dos pozos oscuros que reflejaban su decisión irrevocable. Dio un paso adelante, su figura imponiendo silencio en el salón lleno de invitados. Eduardo retrocedió instintivamente.—¡No es verdad, abuelo! —gritó Eduardo, su voz quebrándose—. ¡Son mentiras! ¡Quieren incriminarme! ¡Esto es una conspiración!El eco de sus palabras apenas se apagó cuando Santiago, sin más advertencia, levantó la mano y abofeteó a su nieto con fuerza. Eduardo cayó al suelo, aturdido no solo por el golpe, sino por la humillación.Un murmullo de estupor se propagó entre los invitados. Nadie podía creer lo que acababa de ocurrir. El poderoso Santiago Aragón, siempre estoico y reservado, había perdido el control ante todos.Yolanda corrió hacia su hijo, abrazándolo como si pudiera protegerlo del juicio implacable de su abuelo.—¡Eres una bestia, Sa
Los guardias se miraron entre sí, inseguros de cómo proceder.La orden de Santiago había sido clara, pero enfrentarse directamente al nieto del gran señor Aragón era otra cosa.Eduardo soltó una carcajada amarga, llena de desprecio.—¿Qué pasa? ¿Tienen miedo? —los fulminó con la mirada, avanzando hacia ellos como un animal acorralado dispuesto a atacar—. ¡Vayan y díganselo! ¡Que tenga el valor de mirarme a los ojos mientras destruye a su propia sangre!La tensión en el ambiente era casi insoportable.Uno de los guardias dio un paso hacia adelante, titubeando.—Señor Eduardo, nuestras órdenes son claras. Debemos escoltarlo para que recoja sus pertenencias y abandonar la propiedad...Eduardo lo interrumpió con un rugido.—¡No necesito que me escolten! ¡Esta es mi casa! —sus puños se cerraron con fuerza, temblando por la rabia contenida—. ¡Soy un Aragón! ¡Ustedes no son nadie para decirme qué hacer!Subió las escaleras con pasos pesados, como si quisiera desafiar al mundo entero con cada
En la fiestaSuzy y Franco se movían al ritmo lento de la música, sus pasos sincronizados de forma casi involuntaria. La cercanía entre ambos era palpable, como si un hilo invisible los uniera más allá de la pista de baile.—¿No te sientes mal? —preguntó ella, su voz apenas un susurro.Franco negó con una leve sonrisa. —Estoy bien, Suzy... —Su tono era bajo, casi íntimo, y sus palabras dejaron en el aire un peso que ella sintió directamente en el pecho.Ella levantó la mirada, buscando en sus ojos algo que explicara esa respuesta.Lo encontró en la intensidad de su mirada, en el leve temblor de sus manos que sujetaban las suyas con fuerza, como si temiera que ella pudiera escapar.—Franco… —comenzó a decir, pero él la interrumpió suavemente, inclinándose apenas para hablar más cerca de su oído.—Suzy, acabo de presentar los papeles de divorcio. —Las palabras salieron de sus labios con una mezcla de liberación y determinación. Suzy lo miró sorprendida, el aliento atrapado en su gargan
Cecilia sollozaba en silencio, observando la boda desde lejos, una ceremonia que reflejaba el futuro que ella siempre soñó compartir con Dylan, pero que jamás sería suyo. Las lágrimas caían por sus mejillas, cada una un recordatorio de lo que había perdido. «¡Dylan, siempre serás mi amor!», pensó, las palabras sonando en su mente como un eco distante, tan doloroso como la realidad misma.Fue entonces cuando sintió una mano en su hombro. La agarraron con firmeza y la arrastraron hacia fuera del lugar. Era Miranda.—¡Miranda…! —exclamó Cecilia entre sollozos, intentando librarse de su agarre.Sin previo aviso, Miranda levantó la mano y le dio una bofetada tan fuerte que Cecilia casi cayó al suelo.—¡Cállate, mujerzuela! —gritó Miranda, su voz llena de furia y desprecio—. ¡Lárgate de aquí! Ya le arruinaste la vida una vez, ¡y no lo harás de nuevo! ¡Te juro que antes te mato!Cecilia tembló, las palabras de Miranda la perforaron como puñales, pero la necesidad de defender su amor por Dylan
Santiago retrocedió con un desdén absoluto.—Los quiero fuera, ¡ya! —dijo, su voz llena de desdén, mientras los guardias arrastraban a los tres de la sala.Eduardo, con lágrimas de rabia, se levantó y juró venganza.—¡Te arrepentirás, lo juro! —gritó antes de que lo arrastraran hacia la puerta.Santiago observó el tumulto en silencio, su rostro endurecido por la angustia. Las palabras de su nieto lo perforaron, pero se obligó a no mostrar su dolor.—¡Padre! —gritó Máximo, mirando a su progenitor con ojos llenos de tristeza y reproche—. ¿Qué haré ahora? Ya no tengo dinero. ¿Dónde iré?Santiago soltó una risa amarga, casi burlona.—¿No has desviado suficiente dinero de mis cuentas? —respondió, la dureza de su voz resonando en las paredes—. ¡Sé un hombre por una vez!Él, derrotado, se retiró sin una palabra más, pero en su corazón, la rabia seguía hirviendo.Santiago se quedó allí, solo, su rostro cubierto por las manos, mientras un dolor profundo lo envolvía. La imagen de su familia desm
Máximo guio a su familia hacia su antiguo departamento de soltero, un lugar que parecía tan ajeno a la opulencia que habían disfrutado hasta ahora. Las paredes desgastadas y la falta de lujos eran un recordatorio cruel de su caída. Nadie estaba feliz de estar allí, y el silencio pesado entre ellos lo hacía aún más evidente.En una de las habitaciones, Glinda se sentó en la cama, rígida como una estatua. No pronunció ni una sola palabra, pero su mirada estaba llena de rabia. Cada vez que recordaba las palabras de Eduardo, un torrente de furia volvía a encenderse en su pecho.Eduardo, por su parte, comenzó a vaciar una botella de vino con ojos severos y amargos. Su semblante era el de un hombre derrotado, un reflejo de sus pensamientos oscuros.—Tranquilo, mi amor —murmuró Glinda, tratando de calmar la tensión—. Pronto, en cuanto nazca nuestro bebé, el abuelo aplacará su ira.Pero Eduardo no respondió. Su rostro permaneció impasible, como si sus palabras no hubieran atravesado la barrera