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Eduardo permanecía inmóvil, observando el cuerpo en el suelo, la figura de Glinda enredada en un charco de sangre que parecía expandirse como un testimonio silencioso de tragedia.Sus manos temblaron al llevarse los dedos al rostro, intentando cubrirse los ojos, pero no podía apartar la vista.Sus piernas vacilaron, y un escalofrío intenso recorrió su cuerpo, erizando cada fibra de su ser.De repente, sus pupilas dilatadas revelaron un terror visceral, y un llanto silencioso brotó de lo más profundo de su alma.Retrocedió torpemente hacia el interior del departamento, alejándose del balcón como si el suelo pudiera devorarlo en cualquier momento.Un espantoso remolino de risas resonó en su mente, atormentándolo.—¡Callen! —susurró primero, luego gritó con desesperación—. ¡Callen, malditos!El llanto de la pequeña Mora perforó el aire, un grito desgarrador que parecía estar en sintonía con el caos que lo rodeaba.Eduardo se dirigió hacia la habitación, sus pasos eran inseguros y su respi
Eduardo llegó a la mansión Aragón, deteniéndose un momento mientras sus pulmones se esforzaban por contener el aliento que parecía escapársele.Su corazón latía frenéticamente, cada palpitar cargado de rabia, celos y un abrumador sentimiento de derrota. Miró hacia la imponente mansión, la fachada iluminada que proyectaba un aire de estabilidad y felicidad... algo que sentía perdido para siempre.Sus pensamientos se centraron en Marella. Imaginó su rostro, sereno, y su risa mientras estaba junto a Dylan.Esa imagen lo quemaba por dentro como un hierro al rojo vivo. Era su peor pesadilla hecha realidad: ver cómo ella había encontrado paz lejos de él.De pronto, sus ojos captaron movimiento. Un auto estaba saliendo por el portón principal, su marcha lenta e impecable. Eduardo entrecerró los ojos y reconoció las figuras en el interior: Dylan y Marella, juntos. Su pecho se contrajo con un dolor punzante. Era como si una soga invisible lo estuviera asfixiando.Sin pensarlo dos veces, Eduar
Marella abrió los ojos, su respiración agitada mezclándose con el eco del disparo que aún resonaba en su mente.La pistola cayó al suelo con un sonido metálico, y un estremecimiento recorrió el lugar.Era un milagro: Eduardo estaba ileso, y Máximo había logrado desviar el disparo hacia el cielo en el último instante.Pero el aire se sentía cargado, como si la tragedia solo hubiese cambiado de forma.Máximo miró a Eduardo, sus ojos cargados de un dolor indescriptible.Ambos estaban rotos, pero de maneras distintas, profundas, irreparables.—¿Por qué lo hiciste, hijo? —susurró Máximo, su voz quebrada.Eduardo alzó la mirada, con una furia que parecía teñida de vergüenza y desesperación.—¡No es mi hija! Mora no es mi hija, ¡me mintieron, padre! —gritó, su voz estaba desgarrada por la frustración—. Me mintieron, como te mintieron a ti. ¡Glinda debía pagar!Máximo dejó que sus lágrimas cayeran sin resistencia.Dylan, a un lado, observaba la escena, incapaz de procesar lo que veía.Eduardo,
Dylan y el médico lograron convencer a Máximo de que debía descansar. Su nivel de glucosa estaba peligrosamente elevado, y el doctor, con un tono grave, sugirió que internarlo sería lo mejor. Explicó los riesgos con detalle, mencionando incluso la posibilidad de una coma diabético. Las palabras golpearon a Dylan como un mazazo. Aunque solía afirmar que Máximo no le importaba, un nudo de angustia se formó en su pecho al imaginarlo tan frágil.Esa sensación lo llevó a tomar el teléfono, reuniendo el valor necesario para llamar a Franco y pedir su ayuda, algo que no hacía con frecuencia.Cuando Franco llegó, su rostro serio reflejaba el peso de la situación. Sin embargo, antes de salir hacia la estación de policía, decidió buscar a Marella. La encontró en su habitación, con su hijo en brazos, alimentándolo con paciencia. A su lado, Mora dormía profundamente, su pequeña figura acurrucada como un ángel.Al verlos, algo dentro de Franco pareció calmarse. Se acercó a Marella con pasos medidos
Dylan se reflejó en las grandes pupilas de Eduardo, pero lo que vio lo llenó de inquietud. Frente a él no estaba el hombre altivo y arrogante que había conocido durante toda su vida.Tras las rejas, Eduardo era la sombra de sí mismo, un cascarón vacío consumido por el odio y el rencor.Dylan negó con la cabeza, manteniendo la voz lo más serena posible.—No he venido a contemplar a un hombre en ruinas. No soy tan miserable, Eduardo. He venido a decirte que contraté a un abogado para que te defienda. Además, tu hija será cuidada.Eduardo torció el rostro en una mueca de desprecio, sus ojos enrojecidos brillando con un odio que parecía arder desde lo más profundo de su ser.—¿Esa bastarda? —espetó con una voz cargada de veneno—. ¡Mátenla! Tiene la m*****a sangre de Glinda. ¡Es una traidora! ¡Debe morir, igual que su madre!El corazón de Dylan dio un vuelco. Retrocedió un paso, helado por la crueldad de esas palabras.—¡No digas locuras! —replicó con fuerza, tratando de contener su horror—
Cuando Franco y Dylan regresaron a la mansión, el ambiente era denso, cargado de una tensión que parecía envolver cada rincón.Apenas cruzaron la puerta, Máximo apareció desde el salón, con el rostro desencajado y los ojos enrojecidos por el llanto.Corrió hacia ellos, su desesperación palpable.—¡Díganme! —exclamó, con la voz quebrada—. ¿Mi hijo tiene una oportunidad de salvarse?Dylan tragó saliva, desviando la mirada hacia el suelo, incapaz de sostener la intensidad de los ojos de Máximo.—Lo siento mucho, Máximo —dijo con un tono grave—. El caso de Eduardo es muy grave. Está acusado de feminicidio, y hay un video irrefutable como prueba. Tal vez podamos evitar la cadena perpetua… pero incluso así, la condena será severa.Las palabras de Dylan cayeron como una sentencia. Máximo tambaleó hacia atrás, su rostro perdiendo el color, hasta que finalmente rompió en un llanto desgarrador.—¡No puede ser! —gritó, cubriéndose el rostro con las manos—. ¡Esto no puede estar pasando!Dylan cerr
Más tarde, Dylan subió a la alcoba.La habitación estaba tranquila, solo interrumpida por la suave melodía que Marella cantaba a su hijo en sus brazos. El canto de cuna era casi un susurro, una canción suave que resonaba como una promesa de protección.Dylan se detuvo en el umbral, observando con ternura cómo Marella acunaba a su hijo.Su rostro se iluminó con una sonrisa cuando vio la escena, pero también la tristeza lo envolvió de nuevo, sabiendo que nada podía cambiar la situación.Cuando su bebé se quedó dormido, Marella se recostó sobre la cama, agotada.Dylan se acostó a su lado, su cuerpo buscando el contacto con ella, como si solo así pudiera encontrar algo de consuelo.—¿Estás molesta? —preguntó él, su voz suave, pero cargada de preocupación.Marella negó con la cabeza, pero sus ojos reflejaban una tristeza profunda.—No estoy molesta, Dylan. Estoy triste. Me duele ver a la bebé tan vulnerable... no tiene culpa de nada.Dylan suspiró y la abrazó, su cuerpo transmitiendo una vu
Dylan y Franco emergieron del juzgado como dos sombras envueltas en un torbellino de flashes y preguntas.Los reporteros se agolpaban a su alrededor, ansiosos por arrancarles cualquier palabra que pudiera convertirse en titular. Pero ambos permanecieron en un silencio impenetrable, subieron al auto y dejaron atrás el bullicio.—Vamos rumbo a esa casa —indicó Dylan con voz firme.El chofer arrancó, dirigiéndolos hacia las exclusivas residencias al norte de la ciudad.El trayecto transcurrió en un pesado silencio, roto solo por el murmullo del motor. Dylan tamborileaba los dedos contra su muslo, una mezcla de tensión y determinación reflejándose en sus ojos. Franco, sentado a su lado, observaba preocupado.Cuando llegaron, las puertas de la residencia se abrieron con una frialdad casi ceremoniosa.Unos cuantos empleados los recibieron, desconcertados al ver al líder de los Aragón allí. Fueron guiados hacia un amplio salón decorado con muebles de estilo clásico y cuadros de paisajes nostá