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Darrel acunaba a Dalia con cuidado, tarareando una suave melodía que parecía calmar no solo a la pequeña, sino también a su propio corazón.A unos pasos de él, Mora amamantaba a Dana, quien bebía con voracidad.Sus ojos cansados, pero llenos de ternura, se alzaron hacia Darrel, y durante un instante compartieron una mirada que decía más de lo que cualquier palabra podría expresar.Sus vidas habían cambiado radicalmente. No era sencillo acostumbrarse al caos de pañales, llantos y noches sin dormir, pero en medio de todo eso había momentos como este: instantes de serenidad que les recordaban lo afortunados que eran.—¿Crees que fue lo correcto? —preguntó Darrel de repente, rompiendo el silencio con un susurro cargado de duda—. ¿Que mi padre fuese con Máximo?Mora se tomó un segundo para procesar la pregunta.Sus pensamientos viajaron al rostro de su padrino, a la sombra de los errores que los habían llevado hasta aquí.Finalmente, asintió.—Es lo mejor, Darrel —respondió, su voz firme pe
La camioneta se detuvo en un camino que parecía perdido en el tiempo.Dylan bajó primero, sus zapatos hundiéndose ligeramente en la tierra húmeda.Frente a él, la cabaña junto al río parecía intacta, como si estuviera esperando su regreso.A madera, aunque desgastada, mantenía ese aire acogedor que siempre recordaba de su niñez.Máximo descendió del vehículo con paso lento, mirando a su alrededor con una mezcla de nostalgia y culpa.—¿Alguna vez volviste? —preguntó Dylan mientras recogía las cañas de pescar.Máximo negó, hundiendo las manos en los bolsillos como un niño regañado.—No sin ti.El silencio se coló entre ellos mientras tomaban las herramientas y caminaban hacia el bote.Las aguas del río reflejaban el cielo despejado, y el sonido de los remos rompía la calma casi sagrada del lugar.Dylan remaba con fuerza, sus movimientos firmes y constantes, mientras su padre miraba el horizonte perdido en sus pensamientos.Una vez anclados en un punto tranquilo, comenzaron a pescar.Al p
Los meses avanzaron con una mezcla de nervios y expectación en el hogar de Alma y Salvador.Florecita, llena de entusiasmo infantil, se encargaba de acompañar a Alma en los preparativos para la llegada del bebé.Esa tarde, madre e hija estaban en el cuarto del pequeño, rodeadas de juguetes nuevos y decoraciones tiernas que llenaban el espacio de calidez.—Cuidaré mucho a mi hermanito, mamita, no te preocupes por nada —aseguró Florecita mientras colocaba un peluche en la cuna.Alma sonrió con ternura y acarició el cabello de la pequeña.Sin embargo, pronto su rostro se contrajo en un gesto de dolor.—¿Te duele, mamita? —preguntó Florecita, alarmada.—Un poquito —respondió Alma, frotando suavemente su vientre—. Es que tu hermanito está moviéndose mucho.Florecita, curiosa como siempre, ladeó la cabeza mientras se sentaba junto a su madre.—Mami, ¿cómo llegó mi hermanito hasta aquí?La pregunta pilló a Alma desprevenida. Abrió la boca para responder, pero las palabras no salieron.Levantó
Pronto, todos visitaron al nuevo bebé y a la hermosa mamá.La habitación del hospital estaba llena de risas, susurros emocionados y miradas de ternura.Suzy abrazó a su hija con lágrimas en los ojos mientras Franco sujetaba a Florecita para que pudiera besar la frente de su hermanito.Más tarde, en los cuneros, Franco y Dylan observaban al pequeño a través del cristal. La cálida luz bañaba al recién nacido, destacando su fragilidad y perfección.—Es un pequeño hermoso —comentó Franco, con una sonrisa orgullosa—. Igual que tu esposa e hija. Porque si saliera a ti, sería feo.Dylan soltó una carcajada.—Eres un bobo. —Sacudió la cabeza, pero sus ojos no podían despegarse del bebé. La escena lo llenaba de una paz que hacía tiempo no sentía—. Soy feliz, ¿y cómo va todo con Máximo?Dylan tomó aire, su sonrisa adquirió un matiz más suave.Sus ojos, llenos de emociones encontradas, brillaron con una mezcla de esperanza y melancolía.—No lo sé —admitió, con sinceridad—. Pero soy feliz de tener
La jeringa cayó de sus manos, rodando hasta detenerse junto a la pata de la cama.Bernardo la miró desde su posición, incapaz de estirarse lo suficiente para alcanzarla.La voz de la joven que había irrumpido en su habitación seguía resonando en sus oídos, como una campana que rompía la muralla de apatía y desesperanza que había construido a su alrededor.—¡No te matarás! —gritó Emma, sus ojos encendidos de furia y tristeza mientras se apresuraba a recoger la jeringa.Bernardo apretó los dientes y la observó con una mezcla de enojo y sorpresa.¿Quién era esa mujer que se atrevía a entrometerse? ¿Qué sabía ella de su dolor?—¡Entrometida! —espetó, con la voz quebrada—. Busca tus propios asuntos y déjame en paz.Emma no se inmutó. Sujetó la jeringa con fuerza y la arrojó al otro lado de la habitación, donde se deslizó hasta quedar fuera de su vista.—No puedo hacer eso —respondió ella con firmeza, aunque su voz temblaba ligeramente—. No puedo dejarte destruirte. Tu vida vale más de lo qu
Dylan observó a Cecilia, quien parecía a punto de quebrarse. Su desesperación llenaba la sala con un peso insoportable.—Cecilia, no puedes rendirte. —La voz de Dylan era firme, pero suave, como una promesa que no pensaba romper—. Haremos todo lo posible para que Bernardo encuentre un motivo para vivir. Te lo prometo.Emma, de pie a un lado, se alejó de ellos, pero se mantuvo cerca de Cecilia, estaba angustiada por Bernardo, quizás lo conocía muy poco, ella era voluntaria en el hospital con niños enfermos, pero quería ayudar a ese hombre.El abogado salió poco después, con su rostro inexpresivo, ajeno al sufrimiento de la familia.—Es decisión del paciente —dijo en tono frío—, y está en su derecho legal de solicitar la eutanasia.Cecilia sintió que el suelo bajo sus pies se desmoronaba.—¡Pero él no quiere morir! —gritó, la voz desgarrada por la angustia—. ¡Es solo la depresión, no lo entiende!El abogado apenas movió un hombro en un gesto de indiferencia antes de marcharse. El esposo
Los días transcurrían con una lentitud abrumadora, y la cirugía de Bernardo se acercaba como un presagio inevitable.La tensión en el ambiente era palpable, pero nada comparado con el peso que llevaba en el pecho. El miedo lo asfixiaba, y aunque se había acostumbrado al dolor físico después de tantas operaciones, este era diferente.Este era el temor al fracaso, a un resultado que lo dejara atrapado para siempre en esa prisión que era su cuerpo.En el silencio de la habitación, su mente lo traicionaba con pensamientos oscuros.«No quiero morir… pero tampoco sé cómo vivir así» pensó con una resignación que lo desesperaba.De repente, la puerta se abrió con un chirrido que lo sacó de sus pensamientos.Cuando alzó la mirada, ahí estaba ella. La joven que había irrumpido en su vida como una tormenta inesperada, arrebatándole la única certeza que había tenido: su decisión de terminar con todo.Cerró los ojos, como si al ignorarla pudiera hacerla desaparecer, pero no fue así.Sintió su prese
Al día siguienteCecilia apenas había dormido.Las lágrimas caían incesantes por su rostro, como si cada gota fuera un pedazo de la angustia que consumía su alma.Sentada en la fría sala de espera, se aferraba al rosario que llevaba entre las manos, susurrando oraciones entre sollozos.De repente, sintió la calidez de una mano sobre la suya. Al alzar la vista, encontró los ojos serenos y llenos de determinación de Emma.Sin pensarlo, la abrazó.—¡Emma! —sollozó—. Gracias… gracias por estar aquí.Emma sonrió con una dulzura que parecía iluminar la penumbra del momento.—He rezado mucho, señora Cecilia. Su hijo va a estar bien, lo prometo. Dios no abandonará a Bernardo.Cecilia suspiró profundamente, queriendo creer en esas palabras con todo su corazón, pero el miedo era un monstruo que no la soltaba.Su esposo, que había estado en silencio hasta entonces, tomó su mano con fuerza.—Confía en ella, amor. Emma tiene razón. Bernardo saldrá bien de la operación.Pero Cecilia no podía ignorar