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Glinda estaba en la habitación, saboreando su triunfo.Un brillo malicioso iluminaba su rostro mientras miraba su reflejo en el espejo.«¡Al fin me deshice de Yolanda!», pensó con una sonrisa triunfal.«Y fue tan fácil… ni siquiera tuve que intervenir directamente. Ella misma cavó su propia tumba. Ahora solo me queda un asunto que resolver: Eduardo. Si no es un Aragón de sangre, toda esta victoria podría desmoronarse».La puerta de la habitación se abrió, interrumpiendo sus pensamientos.Eduardo entró, pero su semblante estaba irreconocible.Su postura, antes altiva, estaba encorvada, y su mirada, que solía ser fría y calculadora, ahora estaba perdida.Parecía un hombre derrotado, una imagen que Glinda nunca había asociado con él.—¿Qué pasa, querido? —preguntó con fingida dulzura al notar cómo Eduardo evitaba su mirada.Él no respondió de inmediato. Pasaron unos segundos, cargados de tensión, antes de que finalmente hablara:—Pasa que no soy un Aragón, Glinda —dijo con un tono amargo—
Máximo estaba en el balcón del lujoso departamento que, a pesar de su opulencia, ahora se sentía vacío y frío.Fumaba un cigarrillo con movimientos nerviosos, mientras su mano temblorosa sostenía un vaso de whisky que apenas disimulaba su rabia.Miraba hacia la nada, hacia el abismo de sus pensamientos, que lo atormentaban con una verdad que no podía aceptar: Eduardo no era su hijo.Apuró el último sorbo de su trago, sintiendo cómo el ardor del licor apenas raspaba la superficie de su dolor.Un odio oscuro le crecía en el pecho.—¡Yolanda! —masculló entre dientes—. Si tan solo estuvieras muerta…La imagen de Dylan apareció en su mente, tan vívida que casi pudo escuchar su voz reprochándole.El recuerdo lo consumió.«Dylan es mi único hijo, pero… no es suficiente. Todo esto es culpa de Miranda. Ella lo llenó de odio hacia mí, lo convirtió en un rebelde. ¡Esa mujer envenenó su corazón contra su propio padre! No tengo la culpa de amar a Eduardo. Puede que no sea mi hijo de sangre, pero lo
La presencia de Eduardo y Máximo eran como una sombra que se extendía por el salón, cargando el ambiente de tensión.Los murmullos de los asistentes aumentaron al notar su llegada, pero Dylan permaneció inmóvil, decidido a no crear un espectáculo en una noche que debía ser de respeto.Máximo, sin embargo, parecía realmente afectado.Caminó hacia el féretro con pasos lentos y pesados, como si cada uno le costara un mundo.Al llegar, sus ojos se llenaron de lágrimas al ver el rostro inerte de su padre. Bajó la mirada y, en silencio, comenzó a sollozar.Su dolor era innegable, pero no lograba conmover a Dylan, quien observaba desde la distancia con una mezcla de desconfianza y tristeza.Eduardo, en cambio, mantuvo una expresión fría.Miró el ataúd con cierta distancia emocional. Aunque había un destello de dolor en sus ojos, Dylan no podía evitar pensar que Eduardo estaba más interesado en lo que la muerte de Santiago significaba para su futuro que en la pérdida misma.Glinda, fiel a su c
Al salir del salón de velatorio, Máximo lanzó una mirada cargada de rabia hacia Yolanda, su rostro endurecido por el dolor y la furia.—¡Vete ahora mismo de aquí! —bramó, su voz resonando como un trueno en el pasillo.Yolanda, con el rostro empapado en lágrimas, intentó acercarse a Eduardo en busca de consuelo, pero él dio un paso atrás, alejándose de ella como si su proximidad quemara.—¡Ya escuchaste a mi padre! —dijo Eduardo, su tono frío y cortante—. ¡Lárgate, madre!Los sollozos de Yolanda llenaron el vacío. Su mirada recorrió los rostros de ambos hombres, buscando un vestigio de compasión que no encontró.—¿Cómo pueden hacerme esto? —imploró, su voz quebrándose—. ¿Olvidan todo lo que he hecho por ustedes? ¡Siempre he estado ahí, ayudándolos!Máximo se acercó, dejando que el desprecio impregnara cada palabra.—¡Lo único que has hecho es destruir nuestras vidas! Ahora lárgate y no vuelvas jamás.Yolanda retrocedió, como si cada palabra fuera un golpe físico. Sus ojos, empañados de
Marella se soltó de su agarre con fuerza, el eco de su respiración agitada resonando en el pasillo silencioso.—¡Sí, voy a tener un hijo de Dylan! —dijo, su tono firme, aunque sus manos temblaron cuando tocó su vientre con delicadeza—. Y me siento la mujer más bendecida de la tierra. —Su sonrisa desbordaba orgullo, pero en sus ojos brillaba una chispa desafiante—. Gracias, Eduardo, por dejarme por Glinda. ¡Me hiciste el mejor favor de mi vida, perdedor!Eduardo dio un paso hacia ella, con las manos crispadas por la frustración, pero Marella lo empujó con fuerza.—¡Te vas a arrepentir de esto, Marella! —vociferó él, su voz cargada de rabia contenida—. Tu boda por venganza se volverá en tu contra, y juro que no tendré piedad de ustedes.Ella se giró lentamente, lanzándole una mirada burlona. Luego, levantó el dedo medio, sonriendo con malicia.—¡Adiós, bastardo! —soltó una carcajada que retumbó en el aire, golpeando los nervios de Eduardo como una tormenta que se desata sin aviso.Eduard
Al día siguienteEl sonido insistente del teléfono despertó a Dylan, quien, todavía somnoliento, extendió la mano hacia la mesita de noche.Al contestar, una voz grave y profesional le habló al otro lado de la línea.—Señor Aragón, soy el abogado de su abuelo. Como dejó estipulado en su testamento, un día después de su entierro debemos proceder a la lectura del documento. Le esperamos en nuestro despacho en una hora.Dylan permaneció en silencio por unos segundos, asimilando las palabras.—Entendido. Allí estaré. Gracias por avisar.Al colgar, un extraño nudo se formó en su estómago. Se incorporó lentamente, pasando una mano por su cabello.Apenas había empezado a procesar la pérdida de su abuelo, y ahora debía enfrentar la lectura de su voluntad.La puerta del baño se abrió, y Marella salió envuelta en un elegante vestido azul. Al ver la expresión seria de su esposo, frunció el ceño con preocupación.—Dylan, ¿todo está bien?—Es la lectura del testamento. —Suspiró profundamente y la m
Cuando Dylan y Marella regresaron a casa, sintieron que el peso de todo lo vivido aún pendía sobre ellos.Recordaron que su luna de miel había sido un completo fracaso, plagada de tensiones, conflictos. Decidieron, sin necesidad de muchas palabras, que necesitaban un respiro.Alejarse de todo aquello que los había mantenido al borde del abismo.—Nos hace falta empezar de nuevo, lejos de todo esto —dijo Dylan una noche, mientras acariciaba las manos de Marella.Ella asintió, refugiándose en su abrazo, buscando el consuelo que él siempre lograba darle, aunque el pasado reciente aún doliera.—¿Y si nos vamos mañana mismo? Por la madrugada… Así nadie lo sabrá.Dylan asintió. Después de lo que había pasado en su último viaje, eran más precavidos. Solo Miranda y Agustín sabrían de su partida, y ambos prometieron guardar el secreto con absoluta discreción.***Al día siguiente, Máximo Aragón visitó a un abogado en un lujoso despacho de la ciudad.Estaba furioso, su semblante descompuesto y su
Eduardo movía los dedos desesperados sobre la mesa, mirando con furia a su madre, Yolanda.Habían pasado días desde la lectura del testamento, pero su rabia seguía hirviendo como lava.—¿Cómo puedes ayudarme? —preguntó con un tono cortante, como si cada palabra estuviera impregnada de reproche.Yolanda, aunque altiva por fuera, sentía la presión en su pecho. No podía permitir que su hijo, su único hijo, se hundiera. Apretó su taza de café, incapaz de sostener la mirada inquisitiva de Eduardo.—¡Maldito sea Santiago Aragón! —escupió, sin importarle si alguien más la escuchaba—. Espero que arda en el infierno. ¿Cómo pudo dejar solo cinco millones de euros para tu padre?Eduardo golpeó la mesa con el puño, su rabia finalmente explotando.—¡¿Padre?! ¡Ni siquiera lo llames así! Él no es mi padre, y tú lo sabes muy bien, todo es tu culpa —sentenció rencoroso.Yolanda tragó saliva, pero no retrocedió.Extendió una mano para intentar calmarlo, pero Eduardo la rechazó con un gesto brusco.—Hij