36.- Perdida de cordura.

Caminaba por la pradera que recordaba de niña, mi abuela me esperaba sentada en el suelo con sus piernas cruzadas. Me acerque a ella con algo de pavor, ¿Por qué estaba sentada en el borde del precipicio? ¡Podía caerse al acantilado! La altura en la que estamos no la dejaría con vida, además del agitante mar y rocas que amortiguarían su caída. Cuando estuve lo suficientemente cerca suyo, noté como sus ojos estaban cerrados. ¿Acaso estaba meditando? Nos enseño a hacerlo desde niñas para escuchar nuestra voz interior. ¿O acaso de esa manera podíamos conectar con nuestra loba?

—Mi niña, el momento ha llegado—respondió con una sonrisa sin abrir los ojos. ¿Cómo sabia que era yo y no Hannah? —, Mia, sabes lo que debes hacer.

—Abuela, tu no eres real…Tu estas muerta, esto debe ser un sueñ

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