Los vientos de una iracunda tormenta amenazaban con tirar las diminutas casas de la costa de Gisborne, Nueva Zelanda. Serían casi las tres de la mañana y la pequeña niña de los rizos caoba aún no estaba lista. Tendría que estarlo, pues la embarcación saldría a las tres y cuarto. Hizo las cuentas mentalmente: veinte minutos para empacar y recorrer el kilómetro que la separaba del puerto. Los libros de la escuela estaban desparramados por el suelo mientras ella metía ropa frenéticamente a su mochila. Sabía que tenía que obedecer a su madre, tenía que obedecer aquella última orden que le había dado por teléfono, pero no comprendía porqué, cómo, cuándo, no comprendía nada en realidad. Las lágrimas salían a borbotones. ¿Qué había pasado? Su madre sonaba tan fuera de sí, tan preocupada, tan desesperada...
Su cerebro infantil intentaba entender con todas sus fuerzas qué estaba pasando, sin éxito. Sus padres habían ido a una plaza, sabía a cuál. ¿Y si iba para allá? Desobedecería a su madre, pero quería verlos.
Finalmente, terminó de acomodar sus cosas y cerró la mochila. Salió del cuarto, se dirigió al de sus padres, y abrió uno de los cajones de ropa de su madre. Sacó la llave allí escondida y abrió la pequeña portezuela oculta debajo de la cama. De ahí extrajo un maletín café, tal como su madre le había indicado, y bajó corriendo las escaleras. El nudo en su garganta no hacía más que crecer ante cualquier cosa que le recordara a sus padres. No tenía ni idea de qué les había ocurrido para haber llamado así y pedir algo tan extraño. Ahora más que nunca los necesitaba. Se asomó por la ventana antes de salir por la puerta principal, temerosa de que alguien la esperara o algo así.
Un pensamiento golpeó su mente como un rayo.
Su madre le había dicho pocos días atrás que no se acercara mucho a su tío Albert. ¿Y si él les había hecho algo? A pesar de que la tormenta y las lágrimas le nublaban la vista, tomó la bicicleta que recién había aprendido a manejar y se dirigió hacia donde creía estaba el centro comercial, pero una vez este apareció en su vista, un miedo inexplicable se apoderó de ella y se acobardó. Se dio la vuelta y pedaleó aún más rápido hacia el puerto, el cual sí tenía claro por donde estaba.
Vislumbró la luz del faro una vez que llegó al puerto. Estaba Jasmine ahí para recibirla. La mejor amiga de su madre la tomó en sus brazos y la llevó al interior, aún sollozando aterrada.
El maletín resbaló de sus manos, que le temblaban violentamente. No podía concentrarse en lo absoluto. Jasmine se inclinó para levantarla. Su cabeza no dejaba de dar vueltas. Estaba mareada. Jasmine le hablaba, ella no escuchaba pero le veía mover los labios. Quiso volver a llorar pero las lágrimas no salían más. Entonces, como si la pequeña fuese una radio cuya antena acabara de encontrar un canal que sintonizar escuchó las palabras de Jasmine, aunque estas se atropellaban en su cabeza y no tenían sentido alguno "Mi niña, qué bueno que estás bien... ¿Por qué te sucedió esto a ti?... Eres tan inocente... estás a salvo conmigo..." Su mente no podía asimilar lo que había pasado. No podía asimilar nada. El shock no la dejaba formular ideas concretas. Y las preguntas que posiblemente jamás respondería la abrumaban: ¿Albert le había hecho algo malo a sus padres? ¿Por qué se tenía que alejar de él? ¿Se había vuelto malo?
Pocos minutos después, el barco salió hacia su destino.
Jasmine, quien estaba devastada, se quedó con ella para consolarla, inútilmente, pues la niña no paraba de repetir mentalmente las últimas palabras de su madre por teléfono:
–Cielo, empaca todo lo que puedas– había dicho frenéticamente. Se oía agitada, como si estuviera corriendo, y en ocasiones susurraba, mientras le daba las instrucciones para sacar el dichoso maletín. –Ve al puerto, ahí estará Jasmine. ¡Ve con ella! ¡Sálvate! ¡Tienes toda una vida por vivir! Te amamos, mi vida.
Y luego el tan recordado disparo que cortó la llamada.
Faltaban quince minutos para las tres de la tarde. A pesar del sol en la mitad del cielo, el frío clima no se había aplacado ni un poco. Mis amigos y yo estábamos sentados en nuestro lugar de siempre: un espacio amplio entre dos enormes robles junto al edificio del gimnasio. Llevaban molestándome un largo rato con la pregunta de si me atraía alguien. Ante mis negativas, habían sacado conclusiones y asumido que el motivo de mis sonrojos era Scarlett, una chica de intercambio con la que compartía varias clases. En aquel momento, la situación se parecía más a un interrogatorio policial que a una plática casual. —Acéptalo. No hay nada de malo en que te guste. No todas son como Alison. Al menos ella no.— dijo uno de mis amigos, Jorge, después de numerosos comentarios poco serios. Alison, un nombre que conocían todos l
Tuve que entrecerrar los ojos para ver quien era, pues no traía puestos mis lentes, sin los que estaba prácticamente ciego. Y al igual que si me hubiera caído y estampado contra el suelo mojado, mi estómago dio un vuelco cuando vi quién era. Al levantar la mirada me encontré con el rostro de Scarlett a centímetros del mío. Sus cabellos pelirrojos de un tono casi anaranjado, inconfundible, me hacían cosquillas en las mejillas. Inmediatamente sentí que toda la sangre me llegaba a la cara. ¿Qué hacía ahí? No recordaba haberla visto antes en los entrenamientos y vaya que la habría notado entre la multitud. —Ya sabes que no hay que correr en la alberca.— me soltó en un tono travieso. Su pronunciación del español era buena, pero dejaba ver que no era su lengua natal. Me pareció gracioso como pronunciaba la 'r'. ✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲ Seis días habían pasado. La pequeña de los rizos caoba miraba por una de las incontables ventanas del crucero. El mar parecía infinito, sus olas calmadas y cuyo movimiento era relajante constituían todo el paisaje. Estaba a punto de atardecer y los últimos rayos del sol le daban las clásicas pinceladas anaranjadas a la superficie reflejante del océano, que tantos artistas disfrutaban plasmar en pinturas. El cielo estaba despejado, a excepción quizá de una parvada de gaviotas que pasaba por ahí. Tal vista resultaría en un deleite para cualquiera, que habría olvidado todos sus problemas y simplemente se hubiera dejado llevar por la belleza de la vista. Pero la pequeña no. Ella no veía a las gaviotas, ni al mar, ni al cielo. Ella seguía viendo la lluvia, seguía sintiendo el nudo en la garganta, la enorme angustia de no saberIII. Helio
Unos días transcurrieron con relativa normalidad. Marco y yo no habíamos cruzado mirada ni palabra, hasta parecía que el asunto se había olvidado. Parecía que la queja no iba a ser necesaria, pese a que mis amigos insistían en que la hiciese. Había hablado unas cuantas veces con Scarlett, pero habían sido pocas, para mi frustración. Cuando llegaba a casa, mi madre hablaba con mi padre sobre su dichoso caso, pero siempre cortaban el tema cuando me aproximaba. Había invertido unas horas pensando en cómo podría mirar la computadora de mi madre sin que se percatara, mientras miraba por la ventana del autobús o flotaba en el agua de la alberca con fuerte olor a cloro. Pero hasta ese momento, no había hecho nada con respecto a ello.Hablé un par de veces más con Andrea, quien me impresionó actua
✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲✲ Sydney era una ciudad hermosa. Jasmine había conseguido rentar un minúsculo departamento y un trabajo decente. La pequeña había dejado de repetir en su mente los eventos de aquella noche, pero su antigua personalidad no volvió. Ya no se reía de todo, ni le apetecía tanto jugar con sus muñecas. Ni siquiera los paseos en la playa, que tanto le entusiasmaban antes, lograban sacarle una verdadera sonrisa. Había vuelto a la escuela, pero no se esforzaba por jugar con los otros niños. Sólo se centraba en estar en silencio en sus clases y hacer todo lo que le pidieran. Únicamente hubo una ocasión en la que entabló una conversación con alguien. No recordaba su nombre, pero era una niña rubia y parlanchina. Había dejado caer un lindo cuaderno rosado con brillos. La pequeña de los rizos caoba lo levantó y le tocó el hombro para avi
—¿Qué pasó después?— preguntó Scarlett cuando terminé de contarle. Me esforcé por espantar la tristeza que el relato causó y suspiré. —Lo que tenía que pasar. Miguel y ella eran pareja pocos días después. Recuerdo que la fiesta de graduación la pasé muy mal porque los habían asignado en la misma mesa que yo.— hice una pausa. —Durante mucho tiempo creí que todo aquello había sido mi culpa, que yo era el que nunca fue suficiente para ella. En su momento la odiaba, y a Miguel. Más a Miguel. La mera mención de su nombre me hacía sentir malestar físico. Pensé muchas veces en conseguir otra pareja, para demostrarles que yo también tenía mi botón que hacía que olvidara todo de la noche a la mañana, pero era demasiado tímido e inseguro como para llevarlo a cabo. Me preguntaba si realmente Alison me había querido de verdad. Muchas noches mi subconsciente recreaba esce
Probablemente así se sentía la muerte. Infinita. Oscura. Vacía. Pudieron haber pasado siglos, décadas, años, meses, días, horas o minutos hasta que volví a la vida. Desperté en un lugar en el que jamás había estado. Me encontraba recostado en una cama. Las paredes del cuarto eran de un amarillo brillante. Todo estaba ordenado y limpio. Había un tocador con numerosos objetos encima. Miré las colchas que me cubrían, verde limón. También había una lámpara con estampado de flores junto a mí, en una mesita de noche con un reloj digital en él, que marcaba las 11:34 de la mañana. Mis lentes descansaban, perfectamente limpios, sobre una toalla facial roja. No habían sufrido ningún daño, por algún milagro. Estiré uno de mis brazo
—Y pues hoy decidí no ir a clases para… cuidarte, porque mis papás tenían que trabajar, y mi hermana tiene ocho años.— dijo por último, finalizando su relato. Me tomé un par de segundos para que mi adolorido cerebro procesara todo lo que me había dicho. No me salía palabra de la boca, y sólo podía mirar sus oscuras pupilas con los labios entreabiertos. Nunca nadie había hecho tanto por mí. Era abrumador el halago que sentía. Puse toda mi maquinaria mental a descifrar qué responder. Un simple gracias resultaba en un insulto para alguien que prácticamente me había salvado la vida. Mis labios se curvaron en una sonrisa inconsciente. Tartamudeé antes de intentar hablar. —Yo… yo no sabría cómo agradecerte… dime cuánto tiempo quieres que haga tu tarea, por favor Es más, si quieres yo me encargo de que te gradúes...— co