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La confabulación de los necios

Los jugadores rugían al obtener un premio y se regocijaban en su victoria; este hecho también se hace mención en un relato de Sebastián Ramos, donde relata la vida de varios visitadores del casino. Pueden leerlo en la Antología de Relatos Urbanos del 2000 publicada en la Editorial 400 Elefantes. Pero la historia del coreano Han, y el gringo, son otra cosa, nadie las cuenta por el temor de despertar esos demonios. Sin embargo, conozco la historia porque alguna vez los vi en pleno apogeo de victorias y derrotas, noche tras noche. Aquellos hombres tomaban cervezas y permanecían alerta ante el premio añorado.   

            Han era el dueño de una maquila donde explotaba a miles de nicaragüenses, y con su cuentas bancarias llenas de dinero, jugaba en las máquinas ruidosas de aquel casino. Recuerdo verlo sentado durante horas presionando los botones, y aquel escándalo que producían las máquinas. Aquellas máquinas algo de hechizante tenían, no sé si eran los colores y las luces, debo suponer por mera obviedad que era la mejor manera de atraer a los jugadores. Yo llegué como empleado de limpieza, me aseguraba de dejar nítidos los baños, luego ascendí a mesero, y el trabajo era mejor, aunque me angustiaba estar despierto a altar horas de la noche.

            Lo que nunca esperé fue que aquel coreano falleció en un accidente automovilístico, sin embargo, a veces, y esto es lo que me atormentaba, podía ver su sombra, no solo su sombra, también escuchaba escupir maldiciones en su idioma. No sé por qué, pero su aparición en el casino hizo que los demás se alarmaran, siempre a las diez de la noche se escuchaba una máquina solitaria, como dije, a veces también los rugidos del asiático. El encargado de reparar la máquina decía que tenía un desperfecto y por eso se activaba el juego aunque nadie accionara los botones. Pronto colocaron un letrero en aquella máquina: desperfecto mecánico.

            Me hice amigo del gerente, y le dije que todas las noches, de aquel asiento frente a la máquina se expedía un olor distinto al nuestro, un olor a comida asiática, como ajo y jengibre. Y, esa era le esencia de Han, las veces que logré acercarme a él para llevarle una cajetilla de cigarro pude sentir ese olor particular. El gerente me dijo que deliraba, y que me encargara de lo mío. Temí que alguna fuerza superior estuviera presente en el casino. En cuanto al gringo, así le decíamos aunque era escocés, también falleció de una manera extraña; —Boy, bring me another beer— me decía. Era algo viejo y tomaba píldoras para lograr una erección, bueno eso dijo la prostituta que llamó a la policía para avisar que el gringo murió luego de tomarse la pastilla. Otro muerto, otro jugador que dejó un vacío en el casino.

            La historia se repitió, siempre que pasaba por la zona de apuestas deportivas escuchaba ese acento entre erres acentuadas, como todo anglosajón; podía escuchar sus peticiones, que le llevara una cerveza o un trago de ron. Otra vez le conté al gerente de esas apariciones, ahora no solo se trataba de la máquina solitaria, sino del sofá en la casa de apuestas deportivas, donde escuchaba las solicitudes del gringo.

            Los rumores se esparcieron y algunos de los visitantes confirmaron escuchar la voz del gringo cuando antes se enfurecía por ver perder a los Dodgers, era un rugido como alguien que pierde mucho dinero y sin importar las consecuencias, pero al mismo tiempo, un dolor profundo por amor al equipo. El gerente decidió cerrar el salón de la casa de apuestas deportivas para evitar que los jugadores creyeran mis locuras.

            En el relato de Sebastián Ramos dice que Han solía visitarlo para comer y tomar licor toda la noche, contrataban algunas mujeres para divertirse, y luego de emborracharse, Ramos se iba de la casa, en realidad el cuento solo se refiere al derroche y la confabulación entre el gringo, Han y el escritor. Es demás decir, que Ramos también falleció, es decir, los tres murieron, pueden buscar en los archivos del Nuevo Diario acerca de la muerte de Ramos, el escritor de treinta años que se suicidó debido a un mal amor.

             Pero lo más importante son los datos del relato; se habla de la vida del gringo como un aventurero que se hizo millonario en las minas del Triángulo minero, ubicado en el norte de Nicaragua. Él tenía una corporativa de minerales, y descubrió allá en las montañas que podía extraer oro con mano de obra barata. Se decía que en la caja entregaba lingotes de oro para hacer apuestas deportivas, y el dueño aceptaba este intercambio del mineral, sin embargo, poco a poco, lo fue perdiendo todo, y sus hijas se hicieron cargo del negocio, hasta que murió en el cuarto de un motel, como dije, por la pastilla que le provocó un paro cardiaco.

            Los guardias de seguridad decían ver los espectros de ambos, el de Han y el gringo, las puertas del casino se abrían, a pesar de cierta fuerza que se necesitaba para abrirlas, se escuchaban sus voces y ese olor particular del asiático siempre estaba presente en el lugar donde solía sentarse durante horas frente a la máquina. Los asiduos jugadores dejaron de visitar el casino, y el dueño no tuvo más opción que cerrar. Nadie quiere comprar el terreno ni las instalaciones, dicen que está maldito. A mí y al igual que los demás empleados del lugar nos despidieron y sin pagarnos nuestras prestaciones sociales. Interpusimos demandas, aunque recuperamos lo que nos pertenecía, siempre pienso en aquellos jugadores que deambulaban a pesar de haber muerto.

            Quisiera pensar que todo es parte de mi imaginación, pero hay testigos, demasiados que dicen lo mismo que yo, a veces evito hablar del tema, porque me acuerdo del rostro de Han; en pesadillas es un rostro descarnado con un cigarrillo en la mandíbula, y el gringo, también se aparece de esa manera, sentado en el sofá con un vaso de cerveza en la mano esquelética volviéndome a ver para pedirme otra ronda —come on boy, another beer—. Temo que me atormenten de por vida, temo que me sigan por siempre aquellas miradas enfurecidas de los jugadores.

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