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3. Las palabras precisas

Thiago

Me despierto cuando muevo mi mano sobre la raída superficie del viejo sofá y siento que me falta algo… pero ¿qué…?

— ¡Layla…! — me siento de golpe y miro a todos lados mientras mis ojos se adaptan a la semipenunbra.

Sigo desnudo, y ella no está por ningún lado. Se ha ido y no sé por qué, pero lo imagino. Después de todo lo que ha pasado en la noche, mis labios se curvan en una sonrisa. Me siento con los codos en las rodillas y las manos en la cabeza, tratando de acomodar un poco el cabello que ella ha despeinando a voluntad, y pensando que es imposible estar más impresionado de lo que estoy en este momento.

Mi reloj marca las cinco en punto de la mañana. Me visto, me arreglo lo mejor que puedo y miro alrededor buscando no sé qué, pareciera como si me costara salir de este salón donde conocí a Layla... en todos los sentidos.

Ella se quedó con mi pañuelo y yo… bueno yo me quedé con el envoltorio del condón. ¡Mierda, eso no es un recuerdo decente! Y entonces mi mente me traiciona: ¿Y por qué debería ser un recuerdo? Soy lo bastante inteligente para reconocer cuando una mujer me interesa en serio, y lo bastante estúpido para hacer cualquier cosa por conseguirla, así que obviamente voy con ventaja.

La cuestión ahora es dar con ella.

No me molesto en ponerme demasiado presentable, salgo por uno de los ventanales del ala oeste y rodeo la residencia hasta llegar al estacionamiento. Por suerte llegué tarde y el servicio de valet no estaba por ningún lado, así que todavía conservo las llaves de mi auto. Creo que las estrellas se alinearon esta noche para que yo encontrara a Layla.

Mi coche abandona la propiedad silenciosamente y el amanecer me sorprende en la carretera, más exaltado que un niño en navidad y con una sonrisa estúpida que no se me despega de la cara.

Llego a mi casa, y mientras lanzo las llaves sobre la encimera tengo de nuevo esta extraña sensación de que algo me falta. Algo falta en mi vida desde que mi madre murió, por eso me he esforzado tanto en hacer feliz a mi padre, por eso no puse los gritos en el cielo cuando me dijo que quería que me casara.

Aunque bueno, veremos cómo reacciona mi padre cuando le digo que ya no pienso casarme con la hija del Duque de Richmond. Eso queda descartado, al menos por ahora, al menos hasta que encuentre a Layla y conozca su… estado. Después de todo es probable que sea una mujer casada y entonces…

Decido dejar de elucubrar. Me doy una ducha a regañadientes porque me gusta el olor a sexo que traigo encima, el olor que hicimos juntos.

Cuando salgo de nuevo el desayuno está listo y el café humeante en la terraza. Lucrecia, la acomodadora de mi vida (asistente no alcanza para describir todo lo que esta mujer hace por mí) sabe que me gusta tomarlo al aire libre, y usualmente me acompaña.

— Buenos días mi muchacho. — me saluda con un beso en la frente y doy gracias a la vida por Lucrecia.

Ella decidió asumir el rol de mi madre desde el día que la contraté. Se divorció hace muchos años y nunca tuvo hijos, así que supongo que los dos necesitábamos compañía y cariño. Eventualmente le dí las llaves de mi casa y ya hace y deshace en mi hogar y mi vida sin pedirme permiso.

— Tienes cara de trasnochado. — se sienta a mi lado y saborea su café mientras se acomoda el cabello gris tras las orejas — ¿Te estuviste divirtiendo?

— Anoche acompañé a mi padre a una “velada” en la villa Rochester. — le recuerdo haciendo comillas con mis dedos.

— ¡Ah, sí! Entonces no.

— No ¿qué?

— No te divertiste. — asegura soltando una carcajada. Es tan portuguesa como yo, y tiene la sangre demasiado caliente como para soportar las estiradas maneras de la aristocracia inglesa.

— Bueno… eso no es del todo cierto.

Lucrecia entrecierra los ojos, sospechosa, porque ya conoce mi tono de “tuve sexo anoche” y sé que se preocupa por mi bienestar. Digamos que es la segunda conciencia femenina que me tira de las orejas para que me mantenga en el camino del bien.

— ¡Aaaahhhh! — empieza a gritar de repente hasta que se tapa la boca con ambas manos — ¿Te gusta una inglesita estirada?

Dejo ir la carcajada que amerita. Si hay algo que Layla definitivamente no es, es estirada. Le cuento a Lucrecia sobre nuestra noche, hasta donde la decencia lo permite, por supuesto, y a sus sesenta y cinco años parece una niña en un cine por la forma en que mira.

— ¿Y la vas a buscar? — pregunta con una sonrisa disimulada.

— Si. Quiero buscarla. — soy sincero.

— Antes de hacerlo deberías pensar en por qué quieres hacerlo. — dice con tono de preocupación — Parece una chica en problemas y hay una gran diferencia entre que te guste una mujer y que quieras rescatarla. Si es lo primero yo misma te voy a ayudar, pero si es lo segundo, es probable que hagas más mal que bien metiéndote en su vida.

Bebo un poco de café, pero no hay nada que pensar. Lucrecia no puede entenderlo porque no tengo palabras para describirle lo que fue hacer el amor con Layla. La pasión, la fuerza, el morbo, la honestidad que hubo entre los dos fue algo que no pasa muy seguido entre dos personas. Lo sé porque lo tuve alguna vez… o al menos eso creo.

Aparto la imagen de mi mente porque no estoy ahora para recuerdos dolorosos. Quiero pensar sólo en el futuro, y en ese futuro el nombre de Layla se dibuja perfectamente.

— Me gusta mucho esa mujer, Lu. — admito — No sé qué tiene que me gusta, pero voy a hacer todo lo posible por descubrir qué es.

— Muy bien. ¿Cómo la encontramos? — deja a un lado su taza y cruza los brazos mirando al vacío.

— ¿Nosotros? — rio internamente porque no puede evitar sumarse a cada uno de mis proyectos por más locos que sean.

— Sí, nosotros, no te pongas chistosito. Sabes que sin mí no te atarías ni los cordones de los zapatos. — aclara levantando las cejas.

— No uso zapatos de cordones, Lu. — me burlo y me gano un pescozón bastante liviano.

— ¡No me contradigas! — me regaña — Ahora, ¿exactamente qué sabes de Layla?

Aprieto los labios con gesto pensativo y digo lo único de lo que estoy realmente seguro:

— Se llama Layla.

Lucrecia me rueda los ojos, impaciente.

— Otra vez. ¿Qué puedes inferir de Layla? — insiste.

— No es feliz. — respondo y siento un extraño vacío en el estómago. Pero antes de seguirle el hilo a ese pensamiento otro me asalta — Estaba en la fiesta. Participando, quiero decir. No era una camarera ni estaba en el servicio, su vestido era bastante lujoso, así que debió ser una invitada.

— Eso ya es algo. Layla, de la aristocracia inglesa. — sonríe como si todo estuviera ya resuelto y yo intento descubrir a dónde se dirigió su razonamiento para que parezca tan satisfecha.

— Layla no es un nombre común, — saco mi celular y le pregunto a San Google — es de origen árabe, no inglés. No debe haber muchas mujeres dentro de la aristocracia inglesa que tengan ese nombre. Quizás si contrato un detective…

— ¿Por qué no sólo pides la lista de invitados de la fiesta y me pagas a mí en vez de al detective? — me espeta con frustración, soy un niño a su lado y lo acepto humildemente — O mejor, ¿por qué no le preguntas a la Momia?

Se levanta para irse y sé que no volverá a salir hasta que la Momia… perdón, la persona que acaba de llegar no se haya ido. Mi padre viene caminando mientras masculla entre dientes, le ha dado la vuelta a la propiedad porque es obvio que nadie le ha abierto la puerta. Creo que no serán agradables las palabras que cruzaremos así que prefiero que Lucrecia no esté. Ella odia a mi padre, y por más que he tratado de que se lleven bien, no lo consigo. El tema de discusión entre los dos, por supuesto, soy yo, así que prefiero que se mantengan separados.

— ¿Cómo se te ocurrió irte sin despedirte? — sin saludo, sin protocolo… el viejo debe estar realmente enojado — El Conde de Derby y yo nos quedamos esperándote, y para colmo el Duque de Richmond estaba ahí con su hija. ¡Te perdiste la oportunidad perfecta para conocerla!

— A ver, padre, siéntate y cálmate. — levanto la mano y Lucrecia manda a una chica del servicio con una taza de té y una bandeja de pastelillos. Probablemente el té venga envenenado pero mi padre igual se sienta y comienza a beberlo — Tuve una contingencia anoche, pero todo va a resolverse.

— Pues tienes que poner de tu parte, Thiago. — me sermonea — A la aristocracia no se le deja plantada, lo vas a entender el día que tengas mi título y alguien te haga lo mismo.

No necesito ser noble para entender eso, yo también odio que me dejen plantado, pero nada, absolutamente nada anoche podía competir con la inenarrable satisfacción de hacer el amor con aquella mujer. Así que dejo que se desahogue un rato antes de preguntarle lo que realmente me interesa.

— ¡Debiste estar ahí! El Duque no está muy convencido todavía de cedernos a su hija. — noto el plural pero no digo nada. Al parecer mi padre se está incluyendo en este matrimonio — Me pasó una cifra… ¡espeluznante! Si no fuera por que necesitas tanto ese título…

No necesito ese título, sólo él lo necesita pero no quiero disgustarlo. Alargo la mano y tomo el pedazo de papel perfectamente doblado que se saca del traje. Tiene un montón de ceros que me hacen sonreír. Sesenta millones.

— No es nada que no pueda pagar. — digo dejándolo a un lado.

— En libras esterlinas. — insiste.

— No es nada que no pueda pagar. — repito y lo veo hacer un gesto de vacilante aceptación.

No me importa ese dinero porque mis planes han cambiado radicalmente; pero primero necesito explorar el terreno antes de provocarle a mi padre un tercer infarto.

— En un minuto seguiremos hablaremos de esto, — le consiento — pero primero quiero conversar contigo sobre un encuentro muy interesante que tuve anoche con una señorita llamada Layla…

El cebo está echado y veo a mi padre ponerse completamente lívido. Creo que está a punto de desmayarse.

— ¿Layla…? ¡Por Dios Thiago, dime que no le hiciste ningún desaire a Layla Stafford!

Se me paralizan a un tiempo el cerebro y el corazón. He pasado las últimas semanas tratando de olvidar ese apellido aunque el viejo lo repite hasta la saciedad.

— ¿Layla es la hija de Russo?

— Es la hija del Duque de Richmond. — me corrige remarcando el título — Es la mujer con la que necesitas casarte si quieres convertirte en el Conde de Worcester.

A mi mente viene todo lo que pasó anoche entre los dos.

— Lamento decepcionarte, — digo por lo bajo — pero no creo que Layla Stafford esté tan dispuesta a casarse conmigo como tú piensas.

— ¡Esa decisión no le corresponde a ella, sino a su padre, y más vale…! — Taddeo Clifford se atropella con sus propias palabras cuando se da cuenta de la expresión que tengo.

Ahora todo encaja, como un mágico rompecabezas al que le faltara una pieza primordial. El llanto, la desesperación, la rabia. Todos síntomas de un mismo mal: El Duque de Richmond está obligando a su hija a casarse contra su voluntad. Y ahora mismo no estoy seguro de a quién llamaba “maldito infeliz hijo de p…”, si a él o a mí.

Y lo más gracioso del caso es que probablemente Layla ni siquiera sepa que se acostó con el hombre que su padre eligió para ella. Posiblemente lo de anoche haya sido un sencillo acto de rebeldía, pero para mí fue mucho más, fue todo. Tengo que hablar con ella.

Permito que la frialdad vuelva a apoderarse de mi rostro porque prefiero no alertar a nadie sobre lo que me está pasando por la cabeza, sobre todo a mi padre. Me he esforzado por comprenderlo y hacerlo feliz, pero no coincido con la forma en que piensa, y no quiero que eche a perder un momento que será crucial para Layla y para mí. Después de todo, si bien es cierto que es Russo Stafford el que la está vendiendo, también es cierto que soy yo quien la está comprando.

— No te preocupes, padre. — digo tomando las cosas con normalidad — No hubo ningún desacuerdo entre la señorita Stafford y yo, sólo la conocí y me pareció interesante. Supongo que ahora tendré más tiempo para descubrir por qué.

Su cara vuelve a ese gesto de aliviada satisfacción en un segundo.

— ¿Para cuándo hiciste la cita con ellos? — pregunto como si no fuera importante.

— Para esta tarde a las cuatro. Tengo el tiempo contado para neg… para explicarle al Duque que has aceptado el matrimonio.

No acepto ni niego. Sencillamente tengo que ir, tengo que verla y luego hablaremos de lo que va a suceder.

— Muy bien, estaré ahí a las cuatro.

Mi padre se queda todavía algunos minutos más advirtiéndome sobre el protocolo que se requiere y yo hago como que lo escucho para que se vaya tranquilo, pero la verdad es que no puedo separar mis pensamientos de lo que está sucediendo con Layla.

El resto del día se me pasa en cavilaciones locas. ¿Y si está enamorada de alguien más?

No, eso no puede ser. Una mujer enamorada no hace el amor con un completo extraño. Una mujer enamorada no podría entregarse a otro con la pasión con que ella y yo…

— ¡Maldición! — saco de alguna forma la frustración momentánea que tengo y me subo al auto.

Tengo la dirección de la villa Stafford y voy hacia allá media hora antes. Quiero que esto sea entre Layla y yo, sin mi padre de por medio escuchando lo que posiblemente me vea obligado a decir.

El camino se me hace eterno, pero cuando por fin llego me reciben como si fuera el maldito heredero al trono. Supongo que el Duque de Richmond sabe lo que se juega si decido no casarme con su hija; su título podrá valer mucho, pero no comprará comida con él.

La villa está pobremente conservada aunque para el ojo poco educado pueda parecer hermosa. Aquí falta dinero y sé perfectamente de dónde pretende sacarlo Russo Stafford.

Un mayordomo estirado me lleva con muchas ceremonias hasta una sala, alabando mi previsión y puntualidad. Es ruido blanco para mí, no le presto atención más que a las palabras que me importan.

— El señor Duque está descansando y la señorita Layla se encuentra en la biblioteca. — hace uno de esos gestos involuntarios del cuerpo señalando a la derecha y sé que hacia allá queda la biblioteca — Lo recibirán exactamente a las cuatro de la tarde. Si gusta puede esperarlos aquí. ¿Hay algo que pueda ofrecerle, caballero?

— No, gracias por su atención. — digo con lentitud para no causarle sospechas.

Se retira y en ese mismo instante salgo disparado por el corredor que lleva a la biblioteca. Tengo que ver a Layla, tengo que hablarle antes de que esto se convierta en un desastre mayor.

Estoy a punto de empujar la puerta cuando una voz grave y furiosa me detiene.

— Hago esto porque él es lo mejor para ti. — exclama un hombre de avanzada edad, que imagino debe ser Russo Stafford.

— ¡No, lo haces porque él es un bastardo!

Mi corazón se detiene y es como si alguien me hubiera cortado las alas, dejando los sangrantes restos en mi espalda. Escuchar esa palabra de cualquiera me enfurece, pero escucharlo de los labios de la mujer que amé hace menos de doce horas…

Adentro se hace un largo silencio y me voy endureciendo a medida que pasan los minutos.

— ¿Qué va a pasar con Theo? — pregunta Layla y no puedo definir los sentimientos en su voz.

— Me da lo mismo lo que hagas con él después de la boda. Puedes seguir viéndolo con discreción, siempre y cuando tu marido no se entere.  

¡Así que el Duque me quiere ver la cara de estúpido!

— ¡No lo voy a hacer! — tiene más dominio de sí misma que hace unas horas, pero no el suficiente.

— Pues tú eliges, te quedas con Theo y con Thiago D´cruz, ¡o te quedas sin ninguno de los dos!

Mi pecho sube y baja con fiereza, y de no ser porque la decepción me ciega ya habría entrado a enseñarle el dedo del medio al encumbrado Duque de Richmond.

— Busca a alguien más. ¡Me caso con cualquiera menos con Thiago D´Cruz! — hace una pausa y siento que esas palabras que tanto busca me destrozarán — ¡Es… repugnante!

No espero a escuchar más. Si lo hago me abandonaré a la ira, la ira me llevará al lado oscuro, y el lado oscuro de Thiago D´cruz se asegurará de que pasen el resto de su vida mendigando los dos en la callejuela más sucia de Londres.

Tengo que pensar qué voy a hacer, porque la mujer por las que hasta hace media hora iba a meter mi cuerpo entero al fuego, acaba de despreciarme por ser un bastardo repugnante.

Tengo que actuar con la cabeza fría y para eso sólo me ayuda la carretera. Conduzco hasta que se hace de noche. Me detengo no sé dónde a rellenar el tanque y sigo. Para el amanecer ni siquiera sé dónde estoy, pero sí sé lo que haré.

¿Quieren mi dinero? Bien, pero será en mis términos.

¿Soy bueno para su cama, pero no para su vida? Bien, será la cama entonces… pero ahí también será en mis términos a partir de ahora.

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