En medio de la cotidianidad de su vida matrimonial, Marcus Warner, Vizconde de Linley, hizo una visita inesperada a la mansión de los Pembroke. Su llegada causó cierta tensión en el hogar, ya que Marcus siempre había sido un hombre encantador y carismático, conocido por su capacidad para seducir y cautivar a las mujeres. Isabel se encontraba en la sala de estar, compartiendo un momento de intimidad con su esposo, cuando Marcus irrumpió en la habitación con una sonrisa pícara en el rostro. —¡Queridos amigos! ¿Cómo va la vida conyugal? Espero no interrumpir nada importante —dijo Marcus con su habitual tono juguetón. William se puso en guardia ante la presencia de Marcus, consciente de su habilidad para crear problemas. Isabel, por su parte, se sintió incómoda con la llegada inesperada de su amigo. —Marcus, ¿a qué debo el honor de tu visita? —preguntó William, tratando de mantener la compostura. Marcus se acercó a Isabel y le lanzó una mirada coqueta. —Vine a saludar a la herm
La mansión Pembroke, un bastión de elegancia, se preparaba para recibir a Edward Herbert, un primo lejano de William. Isabel, con su habitual gracia, supervisaba los preparativos, deseando que la visita fuera un éxito. Aunque William se encontraba ausente en un viaje de negocios, Isabel quería que Edward se sintiera bienvenido y honrado.—Asegúrense de que todo esté impecable —instruyó Isabel al ama de llaves, con una sonrisa amable—. Quiero que el señor Herbert se sienta como en casa.La llegada de Edward fue anunciada por el sonido de un carruaje que se detenía frente a la mansión. Isabel, con una sonrisa radiante, se dirigió a la entrada para recibirlo. Edward Herbert era un hombre alto y apuesto, con una sonrisa encantadora y modales impecables.—Lady Pembroke, es un placer conocerla —dijo Edward, con una voz cálida y sincera—. Lamento mucho que William no esté presente.—El placer es mío, señor Herbert —respondió Isabel, con una sonrisa—. William lamenta mucho su ausencia, pero r
El carruaje de William se detuvo frente a la mansión Pembroke. Descendió con la elegancia que lo caracterizaba, aunque el cansancio de las semanas de viaje se dibujaba en su rostro. A su lado, Marcus bajó con la soltura de quien ya considera ese lugar un segundo hogar.—Por fin en casa —murmuró William, soltando un suspiro—. Espero que Isabel haya estado bien.Al cruzar el umbral, fueron recibidos por un ambiente inusualmente animado. Isabel, radiante, apareció al pie de la escalera con una sonrisa resplandeciente. A su lado, un hombre alto, de porte impecable, la seguía con familiaridad.—¡William! —exclamó ella, corriendo a abrazarlo—. Qué alegría verte. Permíteme presentarte a Edward Herbert, tu primo.William alzó una ceja, sus ojos posándose con frialdad sobre el desconocido. Había algo en su sonrisa —demasiado ensayada— que despertó su desconfianza de inmediato.—Edward —dijo, extendiendo una mano con cortesía tensa—. No esperaba tu visita.—El placer es mío, William —respondió E
El sol de la mañana entraba suavemente por los ventanales del invernadero, iluminando las flores que Isabel había colocado en las mesas. El ambiente estaba tranquilo, pero algo en el aire parecía pesado, como si algo estuviera por suceder. Isabel miraba a William, quien no parecía notar la calma que la rodeaba.—¿Dormiste mal? —preguntó ella, con suavidad.William no respondió de inmediato. Estaba mirando por la ventana, perdido en sus pensamientos. Cuando por fin giró hacia ella, su mirada no era tan cálida como de costumbre.—Solo he estado pensando —respondió con voz baja, intentando sonar casual—. Asuntos de la finca.Isabel no insistió, pero algo en su tono le dijo que él no estaba siendo completamente honesto. Antes de que pudiera decir algo más, Edward entró en el invernadero con su característico aire de confianza. Su sonrisa era amplia, pero su mirada no era tan inocente.—¿Interrumpo? —dijo, acercándose a la mesa.Isabel lo invitó a sentarse, ofreciéndole una taza de té, mien
El sonido de la lluvia contra los cristales fue lo único que acompañó el desayuno en la mansión Herbert aquella mañana. Isabel notó la ausencia de Edward antes que nadie. Miró hacia la cabecera de la mesa, donde solía sentarse con esa sonrisa confiada, y se extrañó al no verlo. William, en cambio, no dijo una palabra.—¿Y Edward? —preguntó Isabel, con la taza de té en las manos.Uno de los sirvientes respondió:—Salió temprano, señorita. Dijo que debía atender un asunto urgente en Bath. No quiso que lo acompañara nadie.William bajó la mirada a su plato. Fingió desinterés, pero por dentro, una alarma se activó. Edward nunca se iba sin anunciarse con pompa, y menos a un lugar como Bath, donde supuestamente no tenía conocidos. La excusa no encajaba. Tampoco la prisa con la que había empacado, ni su actitud los días anteriores.Apenas terminó el desayuno, William mandó llamar a Marcus.—Síguelo —ordenó, sin rodeos—. No me gusta esto.Marcus no preguntó nada. Tomó su abrigo y salió sin dem
—¡No voy a hacerlo más, Edward! —gritó Amelia, con los ojos encendidos por una mezcla de rabia y dignidad herida—. Estoy harta de ser tu rata. Harta de buscar entre papeles y traer información como si no tuviera alma. ¿Para esto me hiciste volver?Edward cerró la puerta con suavidad, pero sus pasos al acercarse a ella eran todo menos tranquilos.—Baja la voz —advirtió—. ¿Quieres que alguien nos escuche?—¡Que escuchen! ¡Que todos sepan lo que eres! —Amelia lo enfrentó, altiva, con las manos temblorosas—. Me usaste. Me hiciste creer que me amabas, que todo esto era por nosotros. Pero solo querías separarme de William. ¡Nunca me amaste!—No empieces con dramatismos —masculló él, girando la cara con fastidio.—¿Y qué esperabas? ¿Que siguiera obedeciéndote como una idiota mientras tú ni siquiera cumples tu palabra? ¡Me prometiste matrimonio, Edward! ¡Me prometiste una vida! —Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no bajó la mirada—. Fui una estúpida. Jamás imaginé lo poco hombre que eras.
Amelia no se movió por un largo rato. El silencio de la habitación era tan espeso como el veneno que aún sentía en la garganta. El cuerpo le temblaba, pero no por miedo. Era otra cosa. Era rabia, vergüenza… y una tristeza que pesaba como plomo.Se apoyó en el borde del diván, con la espalda rígida, los ojos fijos en la puerta que Edward acababa de cerrar tras de sí.¿Qué demonios hacía allí todavía? ¿Por qué seguía dejándose arrastrar a ese pantano cada vez más oscuro, más frío?Una carcajada seca escapó de su garganta.Porque era débil. Porque alguna vez había sido tonta.Porque Edward Herbert la atrapó con la destreza de un verdugo disfrazado de poeta.Y lo peor era que todo había comenzado con una duda. Solo una.Cerró los ojos, y la imagen apareció como una herida que nunca sanó: William, riendo, con esa mirada de hombre bueno que no sabía mentir, abrazándola por la espalda mientras caminaban entre los jardines. Las flores estaban en plena floración. El aire olía a lavanda. Ella us
Amelia se encontraba frente al espejo, observando con detenimiento el reflejo de su rostro. Era difícil reconocer a la mujer que veía allí. El tiempo había dejado huellas en ella, no solo en su rostro, sino en su alma. Había cometido demasiados errores, decisiones equivocadas, y no podía deshacer lo hecho. Sin embargo, sabía que aún podía hacer algo. Tal vez ya era tarde para corregir lo que había pasado, para regresar a lo que había sido antes, pero aún tenía la oportunidad de evitar que más vidas se destruyeran por culpa de Edward. El hombre que había manipulado su corazón y su mente, el hombre que la había alejado de William. El mismo hombre que ahora planeaba su venganza, sabiendo que había ganado la partida, pero no estaba dispuesto a quedarse ahí. Amelia había sido una víctima de su juego, pero ahora comprendía que no podía seguir siendo su peón. No iba a permitir que Edward destruyera todo lo que quedaba. Y, aunque había tomado malas decisiones, sentía que si no actuaba ahora, n