Sean salió de su edificio a esperar a Jim todavía pensando en lo que Jo le contara antes de irse a su cena con los inversores. Había tenido razón al calificar el accidente de Fay de desgracia afortunada, y coincidía con ella en que el plan de Silvia era sensato y realista. Conociendo a su hermano, tres meses eran más que suficientes para que dejaran atrás la luna de miel y supieran si querían seguir juntos.
Sonrió para sí mismo. Iba a ser divertido.
Jim llegó pocos minutos después, y Silvia se apresuró a pasarse al asiento posterior. Sean subió al auto a tiempo de escuchar que su hermano mandaba a Deborah al infierno. Jim cortó jurando y resoplando y le tendió su teléfono a Silvia antes de volver a arrancar. Deborah llamo de nuevo en cuestión de segundos y Sean volvió a sonreír al escuchar que Silvia atendía. Excusó a Jim porque estaba conduciendo y respondió un par de preguntas en su tono más inocente. Deborah no volvió a llamar. Esos dos ya habían aprendido a traba
La alfombra roja terminaba en la elegante entrada del edificio. Cuando cruzaron las puertas, Deborah los esperaba en una amplia recepción repleta de reporteros, cuyos empleadores habían pagado un extra para garantizarles más y mejor acceso a las celebridades. Silvia vaciló al ver la nueva horda de cámaras y micrófonos. —Deja que Jim se encargue —le dijo Sean señalando el otro extremo de la recepción. Jim la miró fugazmente y asintió antes de seguir a Deborah, tragándose la risa porque Silvia no sabía qué pesadilla era peor: enfrentar a la prensa o quedarse sola con su hermano. Ella volvió a estremecerse cuando Sean descansó una mano en su espalda para guiarla entre la gente. Sin embargo, apenas habían dado un par de pasos cuando oyeron que alguien tras ellos llamaba: —¿Silvia? Se volvieron sorprendidos y vieron una mujer que se apresuraba a su encuentro. —¿Cecilia? —exclamó Silvia incrédula. La expresión de Sean era un re
—¡Apresúrate o llamaré un taxi! —Ya quisieras, cobarde. —¡Por favor, Jay! Silvia terminó de revisar el dormitorio por enésima vez para cerciorarse de que no se olvidaba nada. —¡Jay! —Ya voy —respondió Jim desde el vestidor. Ella optó por bajar para no asesinarlo, y aprovechó para volver a revisar la sala y la cocina. Jim se dignó a aparecer cuando ella terminaba de acomodar los cojines del sofá. —¿Podemos irnos antes que me dé un infarto? —Cálmate, mujer, vamos bien de tiempo —sonrió Jim recogiendo el bolso de Silvia de camino a la puerta de calle, donde ella aguardaba ceñuda con su mochila de campamento—. ¿Tanta prisa por dejarme? Ella se limitó a seguirlo hacia la camioneta, sin molestarse en explicarle que siempre se ponía nerviosa cuando viajaba. —¿Tienes todo? ¿Boleto, pasaporte? Silvia rió al escucharlo, porque ya estaban a mitad de camino del aeropuerto. —¿Y ahora te acuerdas de pr
Resultaba extraño. Estar con Jim solía significar tener gente alrededor, pero ahora que se abrían paso entre la multitud que atestaba LAX estaban completamente solos. Nunca se había detenido a notar que a los dos les gustaba por igual tener una vida social activa. Tal vez por eso no le había costado adaptarse a sus hábitos durante los diez días que pasara en Los Ángeles. ¿…? Se hubiera abofeteado a sí misma al mejor estilo Club de la Pelea. Sólo les quedaban unos pocos minutos juntos, ¿y ella se entretenía cavilando sobre sus costumbres sociales? Jim la acompañó tan cerca del área de embarque como pudo. —Entonces crees que podrás regresar para el diez de enero. —Sí. Jo planea comenzar el quince, y quiero llegar unos días antes. Permanecieron en silencio un minuto entero. Silvia se preguntó por qué de pronto parecía que no tenían nada para decirse. ¿Por qué evitaban mirarse? ¿Por qué de pronto le urgía entrar a la zona de embarque sola?
Jim se prohibió mirar atrás y se encaminó directamente al estacionamiento. La música se encendió cuando arrancó la camioneta. La primera canción lo hizo sonreír. Era la lista de reproducción de Silvia. No la cambió. Sería como regresar a casa con ella. Salió del aeropuerto pensando que las próximas veinticuatro horas se iban a eternizar, esperando que Silvia le escribiera. Porque sólo entonces sabría si las cosas entre ellos estaban tan bien como parecían, y cómo había tomado su regalo de bienvenida. No sabía bien por qué le había dado el anillo. Nunca antes había hecho algo así, ni siquiera con Carla. Y se dio cuenta que nunca antes había sentido la necesidad de que una mujer fuera por allí con una señal tan notoria de que era suya. De que estaba con él, su mente millenial corrigió a su corazón cavernícola. Podía resultar patético, definitivamente prehistórico, pero era lo que sentía. Quería que durante las próximas semanas, todo el qu
Silvia estuvo a punto de perder su vuelo, absorta contemplando aquel diminuto objeto en la mesa frente a ella.¿Cómo diablos había llegado allí?Un anillo de oro blanco con un pequeño diamante.¡Una alianza de compromiso!¡Ese maldito cobarde! ¡Arrojárselo así, desde una distancia segura, antes de huir despavorido!Pero no importaba cómo, Jim se lo había dado.Era de mi madre, había dicho.Tráemelo de regreso, había dicho.Tuvo suerte de que alguna porción de su cerebro registrara la última llamada para embarcar. Se incorporó sobresaltada, y estaba por apresurarse hacia su puerta cuando sintió un tirón, como una correa al cuello deteniéndola. Giró hacia la mesa y le lanzó una mirada fulgurante a la cosa que casi había olvidado en su prisa.
El teléfono de Jim vibró cuando subía al ascensor de la oficina de Deborah con Sean y Walt. Se alegró al ver el mensaje de Silvia. Había aterrizado en Buenos Aires cuando él aún dormía y ésta era la primera vez que le escribía. Su consciencia, sucia después del golpe bajo del anillo, le había aconsejado esperar y dejarla tomarse su tiempo. Sabía que este primer mensaje le indicaría cómo se sentía Silvia y lo desconcertó verla en una foto cenando con su hermana y dos amigos (¿ése no era el maldito que lo había llamado guardabosques en mayo?), alzando sus vasos hacia la cámara muy sonrientes. Intentaba comprender qué se suponía que significaba cuando notó las palabras que acompañaban la foto. —¿Uno para atraerlos a todos y en las tinieblas atarlos? —leyó en voz alta, perplejo. —El Señor de los Anillos —respondió Sean—. Es como un verso sobre el anillo de poder de Sauron, el Señor Oscuro. —Deberías leer más, Jim —le reprochó Walt. <
A pesar de que hacía seis meses que no veía a Mika, a Silvia le bastó una mirada para adivinar que su hermana menor había estado guardándose más de una mala noticia.Durante la cena, Rob y Juan expusieron sus planes para ese sábado por la noche, pero Silvia se disculpó con la excusa inapelable de estar cansada del viaje.—¿Me ayudás a levantar la mesa? —le preguntó a su hermana cuando terminaron de comer.Sus amigos entendieron y salieron sin insistir, dejándolas solas.—Creí que venías con Lorena —comentó Silvia mientras llevaban todo a la cocina.Mika vaciló, la miró de soslayo, se encogió de hombros.—Nos peleamos.—Ah, mirá, no sabía.—Fue el jueves. No te escribí para contarte porque era tu último día con Jim, y ya sab&iacu
Tobías y Leandro se esmeraron limpiando la Roca Negra para darle la bienvenida, y Silvia sonrió enternecida al comprobar que la casa estaba reluciente. Su mirada de advertencia evitó que hicieran preguntas incómodas al enterarse que Mika no estaba de visita, sino que había vuelto para quedarse. Leandro se fue a cenar con Claudia a Beltane, para darles algo de intimidad a los hermanos. Mika vio que el refrigerador estaba lleno de comida chatarra, y su alma vegana decidió ir al supermercado a comprar algo para preparar una cena saludable para los tres. Apenas salió con el perro, Tobías le preguntó a Silvia qué había pasado para que Mika se tragara su orgullo sideral y regresara a Bariloche. Ella sabía que su explicación lo haría ofenderse a muerte, pero se anticipó a sus protestas. —Te voy a decir lo mismo que le dije a tu hermana. Si no quieren que los siga tratando como nenes malcriados, demuéstrenme que no lo son. Demostrame que no necesitás niñera para segu