Capítulo 5
La declaración de Gabriel los sorprendió a los tres. ¿Desde cuándo era tan amable? Por lo que Mateo recordaba, su tío era un hombre frío y distante, siempre dedicado a la investigación científica en el extranjero, sin mostrar ni la más mínima cercanía con nadie. ¿Y ahora se ofrecía amablemente a llevar a Ana?

Mateo frunció el ceño, sintiendo una inexplicable inquietud.

—Tío, yo puedo llevarla.

—Es el cumpleaños de Carlos y tienes muchas cosas que atender. No te preocupes —respondió Gabriel, alternando la mirada entre Mateo e Isabella, con una sonrisa burlona en los labios.

Isabella se tensó, sintiéndose incómoda ante la presencia intimidante de aquel hombre. ¿Qué tan cercano era con Ana? No pudo evitar especular, aunque la envidia hacia Ana predominaba en ella.

Ignorando por completo a la pareja, Gabriel abrió la puerta trasera del auto, mientras decía:

—Señorita Vargas, por favor.

A esas alturas, Ana no tenía razones para rechazarlo, por lo que se montó en el vehículo sin más.

Mientras los veía alejarse, el rostro de Mateo se endureció, y su humor cayó por los suelos. ¿Desde cuándo Ana y Gabriel eran tan cercanos?

—¡Qué descarada! —comentó Isabella—. Mira que coquetear con otro hombre frente a su prometido. No tiene límites.

En el auto, ambos se sentaron con suficiente distancia entre ellos, y Ana bajó la mirada instintivamente, buscando la manera de iniciar la conversación.

Gabriel observó en silencio, con una mirada contenida, antes de por fin romper el silencio:

—¿Peleaste con Mateo?

Su tono neutral no revelaba emoción alguna, por lo que Ana decidió ser honesta:

—Terminamos. —Hizo una breve pausa y añadió—: Gracias por el vestido. Te devolveré el dinero. —No es necesario, es un regalo.

El silencio volvió apoderarse del coche. Ana miraba nerviosa por la ventana, sus pensamientos centrados Gabriel. Durante sus siete años con Mateo, había conocido a toda la familia, excepto a Gabriel, a quien había conocido más tarde durante su intercambio estudiantil. Fue entonces cuando descubrió que era el tío de Mateo. Por discreción, había preferido fingir que no lo conocía, y él le había seguido el juego, sin mencionar lo ocurrido en el extranjero.

—Si tienes problemas que no puedas resolver, puedes acudir a mí directamente —dijo Gabriel, interrumpiendo sus pensamientos.

— Puedo resolverlos yo misma —respondió Ana cortésmente.

Gabriel no insistió. Cuando la vio entrar al apartamento, le ordenó al chofer que diera la vuelta, en el mismo momento que recibía una llamada.

—Gabriel, ¿cuánto tiempo estarás en el país?

—No volveré.

La respuesta casual causó conmoción en su interlocutor.

—¡¿No volverás?! No, Gabriel, el proyecto está casi terminado... Espera, no habrás ido a buscarla, ¿verdad?

Todos los cercanos a Gabriel sabían de su amor platónico. Soltero a los veintinueve años, había sorprendido a todos cuando al mencionar a alguien especial, solo para luego revelar que tenía novio. Como hijo tardío de los Urquiza, nacido en Roma, Gabriel era envidiado por muchos, pero su interés estaba centrado en una sola persona. En un inicio pensaron que ella no lo correspondían, hasta que descubrieron que era la prometida de su sobrino.

—Terminó su relación —confesó Gabriel, con un toque de satisfacción.

—Gabriel, ¿realmente crees que terminaron? No quiero ser pesimista, pero ¿cómo pueden romper siete años de relación tan fácilmente? Podrían reconciliarse y quedarías como un tonto.

— No lo hará —respondió Gabriel con voz burlona, tras un largo silencio.

Tres días después del cumpleaños de Carlos, Ana había recibido una disculpa forzada de Paula y un bombardeo de llamadas de los Ramírez. Sin embargo, los ignoró a todos, bloqueándolos de manera indiscriminada.

Era un día nublado y Ana se encontraba en un restaurante, reunida con una clienta, una hermosa mujer de poco más de veinte años que emanaba sofisticación.

—Ya has visto toda la información, ¿puedes darme una respuesta? —preguntó la clienta con una mezcla de impaciencia y ansiedad.

Ana dudó por un momento. Según la lectura del tarot que había hecho antes de llegar, el futuro romántico de la mujer con su esposo no era solo sombrío, sino que estaba al borde del colapso total.

—¿Ha notado cambios inusuales en su comportamiento? ¿Cómo mostrar repentino entusiasmo hacia usted? —preguntó Ana con tacto, observando las reacciones de la mujer.

—Sí —asintió Lucía, tras reflexionar por un momento—, ahora comparte más cosas conmigo, como sus experiencias diarias, y siempre llega puntualmente para recogerme del trabajo.

—¿Le parece normal este cambio?

La pregunta dejó Lucía vacilando. La mirada tranquila de Ana parecía atravesarla, como si supiera algo que ella aún no podía admitir. ¿Era normal? Quizás sí...

—Señorita Jiménez, no recomiendo intentar salvar esta relación —dijo Ana, al ver la duda en su rostro.

La declaración fue directa, casi cruel en su honestidad. Ana sabía que el tarot solo era una herramienta; pero, combinando con la realidad, todo llevaba a una conclusión: el esposo de Lucía Jiménez había dejado de amarla.

—¿Por qué? —preguntó Lucía algo preocupada.

Ana cruzó las manos bajo su barbilla, esbozando una leve sonrisa.

—Señorita Jiménez, ¿tiene tiempo para acompañarme a un lugar?

Sin esperar respuesta, Ana se puso de pie y la mujer la siguió hasta un club exclusivo.

—Perdón por investigar todos los movimientos de su esposo, pero está en la sala privada 311. ¿Quiere que la acompañe?

—Espérame aquí —respondió Lucía, tras tomar una bocanada de aire.

Apoyada contra la pared, Ana escuchaba atenta los sonidos que venían de la sala sin inmutarse. Los años que llevaba en aquella profesión la habían hecho partícipe de todo tipo de escenas. Nunca dudaba del amor verdadero, pero sabía que los sentimientos eran volubles. Nadie escapaba de esta regla.

De pronto, sus pensamientos fueron interrumpidos por un grito agudo. Preocupada por Lucía, Ana reaccionó al instante, abriendo la puerta sin dudarlo, pero la escena que encontró la dejó momentáneamente inmóvil: Isabella estaba siendo agarrada del pelo.
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