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Francisco se encontraba en la oscuridad de su departamento, con la única luz proveniente de la pantalla de su teléfono.Su mandíbula estaba tensa, sus nudillos blancos de tanto apretar el dispositivo. Sus pensamientos eran un torbellino de rabia e impotencia.Había perdido todo. Mila, la única mujer que alguna vez amó, ahora estaba con otro. Y todo por culpa de Arly.—¡Maldita seas, Arly! —gruñó entre dientes, golpeando la mesa con el puño furioso.Cerró los ojos con furia, intentando calmar su respiración. ¿Cómo había llegado a este punto?Su plan había sido perfecto: casarse con Mila, ganar la confianza de los Eastwood y, finalmente, apoderarse de su fortuna. Pero nada había salido como esperaba.Los Eastwood jamás le darían ni un centavo, incluso si era su esposo.La impotencia lo consumía.Todo lo que tenía era su orgullo herido y un odio visceral que le quemaba el pecho. Entonces, la idea se deslizó en su mente como una serpiente venenosa.—Si Aldo desaparece… Mila será una rica v
Mía quiso gritar, pero antes de que su voz pudiera salir, sintió una mano áspera aferrándola con fuerza, arrastrándola lejos de Eugenio. Su corazón latía desbocado, el pánico la inundaba, y su cuerpo se estremecía como si su mundo estuviera desmoronándose.El desconocido la sujetó con un agarre férreo, su aliento caliente y agrio rozando su cuello. Todo dentro de ella daba vueltas, como si estuviera atrapada en una pesadilla de la que no podía despertar. Su mente se nubló de confusión y miedo. Intentó forcejear, pero sus fuerzas flaqueaban.Eugenio, herido en su orgullo, bajó la vista. Su garganta se cerró, su pecho se encogió con una punzada brutal.«La he perdido… la he perdido para siempre».El pensamiento lo carcomía como un veneno lento. Sus manos temblaron de furia contenida. Estaba dispuesto a alejarse, a dejarla en manos de otro si eso era lo que ella deseaba. Pero no. No podía.Él era Eugenio Obregón. No era un hombre que se rendía, no era alguien que aceptaba la derrota con l
Ambos miraron a Paz con sorpresa, sintiendo que el aire en la habitación se volvía denso.—¡Mamá, yo…!—Vístanse. Hablaremos después. —La voz de Paz fue un filo de hielo antes de salir y dar un portazo que resonó como un trueno en el pecho de Mia.El sonido pareció despertarlos de una fantasía fugaz. Eugenio suspiró y se llevó las manos al rostro, sintiéndose un cobarde.—Perdóname, Mia. Esto es mi culpa… Ayer yo…Ella negó con la cabeza, su mirada estaba nublada, pero no de confusión, sino de una certeza dolorosa.—Sé lo que pasó ayer. Me drogaron, tú me salvaste… pero… —hizo una pausa, sintiendo un nudo en la garganta— yo quería esto. Aún te deseo.Eugenio sintió que por un segundo el cielo se abría ante él, solo para cerrarse de golpe con la siguiente frase de Mia.—Tal vez mi amor por ti no ha muerto del todo… pero eso no significa que haya un futuro para los dos.El golpe fue seco, certero. Su corazón se encogió.Eugenio tomó su mano con desesperación, apretándola como si, al solt
—¡Aléjate, Francisco! —La voz de Mila tembló, pero su mirada se mantuvo firme—. Lo sé todo, sé que intentaste matar a Arly… Por eso ella te dejó.Francisco negó, con vehemencia, su rostro desencajado por la desesperación.—¡Es mentira! —gritó con un tono suplicante—. Es una cortina de humo que ella inventó para irse con Ryan, para ocultar que está embarazada… ¡Me engañaron, Mila! Nunca debí dejarte, ¡el traicionado soy yo!Mila sintió que el suelo se tambaleaba bajo sus pies. ¿Arly embarazada? No lo sabía… Pero recordó el video. Recordó su voz, el tono frío y calculador con el que había hablado sobre deshacerse de ella. Sus entrañas se revolvieron.—¡Vi el video, Francisco! —espetó con amargura—. Escuché tu voz, sé lo que planeabas.Francisco dio un paso al frente, con los ojos empañados por las lágrimas.—¡No, escúchame, mi amor! No es cierto… —Su voz se quebró—. Ella está manipulando a todos. Ese video… solo era una maldita broma. ¡Tienes que creerme! Quiere salvar su reputación, qui
Cuando Aldo llegó a casa, el aroma a especias y carne asada inundó sus sentidos. Sobre la mesa, un festín digno de un banquete lo esperaba: pasta al pesto, una botella de vino tinto abierta, y un postre que se derretía suavemente bajo la luz tenue de las velas.—¿Lo hiciste para mí? —preguntó con una sonrisa, sintiendo el calor del hogar envolviéndolo.Mila se acercó despacio, rodeándolo con sus brazos.—Quiero consentirte.Aldo entrecerró los ojos, disfrutando del roce de su piel contra la suya.La atrajo hacia él y la besó con ternura, paladeando el dulzor de sus labios, como si el momento pudiera durar para siempre.Pero el hechizo se rompió cuando el teléfono de Aldo vibró con insistencia.Al principio, pensó en ignorarlo, pero la sensación en su pecho le dijo que algo estaba mal.—Dame un segundo, amor —murmuró, deslizando el dedo por la pantalla—. ¿Ryan?Del otro lado, un grito de desesperación le heló la sangre.—¡Aldo, por favor! —la voz de Ryan estaba rota, llena de angustia—.
El hombre salió corriendo, el miedo reflejado en cada uno de sus movimientos torpes y desesperados. Pero Eugenio no se fijó en él. Su atención estaba fija en su madre.Los ojos de Eugenio se encendieron con furia. Sus manos temblaban, no de miedo, sino de rabia contenida.—¿Cómo pudiste hacer esto? —su voz se quebró por un instante, pero no permitió que su madre viera su dolor—. ¡No te voy a perdonar! Vine aquí con la intención de ayudarte… Pero ahora… Ahora no quiero volver a verte nunca más.Estaba a punto de girarse y marcharse para siempre, cuando sintió un tirón en su pantalón.—¡Hijo! —María cayó de rodillas ante él, sus manos temblorosas se aferraban a su pierna como si su vida dependiera de ello—. ¡Soy tu madre! ¡No lo olvides, por favor!Eugenio bajó la mirada. Su madre siempre había sido una figura imponente, alguien que lo había hecho sentir insignificante en incontables ocasiones. Pero en ese momento, no era más que una sombra, una mujer vencida que solo sabía suplicar cuan
Mila sintió un sudor frío recorrer su espalda, su mente trataba de hallar una salida, pero las palabras de Aldo y su padre la envolvían, presionándola.Las miradas de ambos, llenas de firmeza y desesperación, esperaban que ella negara lo que acababa de decir. No podía soportarlo más, el peso de la verdad la ahogaba, y el miedo se apoderaba de ella con cada segundo que pasaba.—¡No es así! —su voz tembló, y el pánico comenzó a invadir cada rincón de su ser—. Es cierto que vi a este hombre, pero lo vi por un momento, en la salida de un supermercado. Él me rogó perdón, solo fue un instante, y luego me fui de allí. ¡Hay cámaras en la zona! ¡Pueden comprobarlo! Yo no sé si él estuvo antes ahí, o si pagó a alguien para cometer ese crimen…Las palabras de Mila salían atropelladas, desesperadas, como si tratara de convencerse a sí misma de que estaba haciendo lo correcto. Pero el aire a su alrededor se volvió denso, casi irrespirable, y la mirada de Francisco se volvió aún más fría, más severa
Aldo y Mila viajaron en silencio durante todo el trayecto. El sonido del motor del coche era lo único que acompañaba la quietud del momento, como si el aire estuviera cargado de electricidad estática. Aldo no miraba a Mila. Su rostro estaba tenso, casi impenetrable, mientras que Mila, sumida en la oscuridad del miedo, sentía cada kilómetro como un suspiro más pesado que el anterior. Quería que le hablara, que rompiera el silencio que la estaba ahogando, pero él no decía nada. Ni una palabra, solo el sonido constante del volante y los ruidos que parecían retumbar dentro de su mente.Cuando llegaron a la casa, Aldo bajó del coche con un golpe tan fuerte en la puerta que resonó en la calle vacía. Mila, sorprendida por la explosión de rabia, no podía comprender el furor que se desbordaba en su esposo.—¿Por qué estás tan furioso? —su voz temblaba, sin saber si esperaba respuesta o si, en el fondo, ya lo sabía.Aldo se giró, sus ojos brillando con una furia que Mila jamás había visto. Camin