Un pitido me saca de la nada, un sonido agudo que me taladra los oídos como si alguien estuviera clavándome un cuchillo en la cabeza.
Abro los ojos, o lo intento, porque todo está borroso, blanco, cegador. ¿Dónde m****a estoy? Mi cuerpo pesa una tonelada, como si me hubieran atado a la cama con cadenas invisibles. Siento algo en la boca, un tubo o qué sé yo, y quiero arrancármelo, pero mis manos son un desastre: lentas, torpes, moviéndose en cámara lenta como si no fueran mías. Joder, ¡muévanse! El pitido sigue, más fuerte, y mi pecho sube y baja rápido, demasiado rápido. Estoy perdiendo la cabeza.
De repente, hay ruido: pasos, voces. Unas manos me agarran, frías, rápidas. Alguien me quita el tubo de la boca, y toso como si me estuvieran arrancando los pulmones. Respiro, o lo intento, pero el aire raspa como vidrio. Miro alrededor: paredes blancas, máquinas, cables pegados a mi piel como si fuera un maldito experimento. Un hombre con bata blanca está encima de mí, sus ojos detrás de unas gafas que me miran como si fuera un bicho raro.
—Tranquila, estás en el hospital —dice, y su voz suena lejana, como si viniera del fondo de un pozo—. Has despertado de un coma. Nueve meses. ¿Entiendes?
¿Nueve meses? ¿Coma? Quiero gritarle que no entiendo una m****a, que no sé quién soy, que mi cabeza es un puto vacío, pero mi lengua no se mueve. Abro la boca, y nada. Ni un sonido. Solo un jadeo débil que no dice nada. Mis manos tiemblan, suben a mi cara, y toco mi piel: está seca, extraña, como si no me perteneciera. Miro mis brazos: cicatrices por todos lados, cortes blancos, una quemadura en la muñeca izquierda que parece reciente, un óvalo feo que me quema al rozarlo. ¿Qué me pasó? Intento buscar algo, un recuerdo, un nombre, lo que sea. Nada. Es como si mi mente fuera una caja vacía, y lo único dentro es este momento: el pitido, el hospital, el ahora.
—Vamos a sedarte, es por tu seguridad —dice el doctor, y antes de que pueda protestar con los ojos, porque es lo único que me funciona, una aguja entra en mi brazo. Todo se nubla otra vez, y caigo en la oscuridad como si me empujaran a un abismo.
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Cuando despierto de nuevo, el pitido sigue ahí, pero más suave, como un sonido lejano. Mi cuerpo no pesa tanto, y mi cabeza está más clara, aunque sigue siendo un desastre. Abro los ojos, y la habitación es la misma: blanca, estéril, con cables todavía pegados a mí como si fuera una maldita marioneta.
Pero algo es diferente.
Me siento… no sé, como nueva, como si me hubieran reiniciado.
Intento recordar algo, cualquier cosa, y solo viene una imagen: yo despertando antes, tosiendo, con esos doctores encima. Eso es todo. Nueve meses en coma, dijo el tipo, y no tengo ni un pedazo de lo que fui antes.
¿Quién era? ¿Qué hice para terminar aquí?
Un crujido me saca de mis pensamientos. La puerta se abre, y entra él. No es un doctor, eso lo sé de inmediato. Es alto, joder, demasiado alto, con un traje negro que se le pega al cuerpo como si lo hubieran cosido encima. Lleva un ramo de rosas rojas en la mano derecha, y me mira fijamente, como si me conociera de toda la vida. Su pelo es oscuro, despeinado, cayendo sobre su frente, y sus ojos… Dios, sus ojos son grises, fríos, como el filo de una navaja, pero hay algo caliente detrás, algo que me eriza la piel.
¿Quién es este tipo?
Mi corazón da un salto, y no sé si es miedo o qué m****a es.
Se acerca, avanza despacio, como si temiera asustarme y tira las rosas en una mesa al lado de la cama como si no le importaran mucho. Se detiene a mi lado, tan cerca que puedo olerlo: tabaco, madera quemada, un aroma que me penetra los sentidos, como si debiera decirme algo, pero no lo hace, no sé quién es.
Me mira, y joder, es guapo. Mandíbula dura, una cicatriz fina cruzándola como si alguien hubiera intentado cortarle la cara y no pudo. Sus labios se curvan en una sonrisa que debería ser cálida, pero no la siento así, quizás porque no llega a sus ojos.
—Al fin despiertas, Anya —dice, y su voz es grave, profunda, como si el diablo mismo estuviera susurrándome al oído.
¿Anya?
¿Esa soy yo?
Quiero preguntarlo, pero mi garganta sigue hecha m****a. Él se inclina, y antes de que pueda procesarlo, sus labios rozan mi frente, cálidos, firmes. Mi piel se enciende donde me toca, y no sé si quiero apartarme o que se quede ahí para siempre.
Levanta la cabeza, y sus ojos grises se clavan en los míos, tan cerca que puedo ver las motas oscuras en ellos. Quiero hablar, decir algo, pero mis labios tiemblan como si fueran de gelatina. Y entonces, joder, me besa.
Sus labios caen sobre los míos, duros, seguros, como si tuviera todo el derecho del mundo a hacerlo. Mi cabeza da vueltas, y por un segundo me pierdo en él: su calor, su sabor, la forma en que su mano sube a mi cara y me agarra como si fuera suya.
Pero no sé quién es. No tengo ni puta idea de quién es este hombre que me besa como si me hubiera extrañado por años. Me aparto, o lo intento, porque mi cuerpo no me obedece del todo, y él se queda ahí, mirándome, con esa sonrisa torcida que me pone los nervios de punta.
—¿Quién eres? —logro graznar, mi voz ronca, débil, pero al fin sale algo.
—Soy Lev —dice, y se sienta en el borde de la cama, su peso hundiendo el colchón—. Tu esposo.
¿Esposo? Mi cabeza da un vuelco. Miro mi mano izquierda: no hay anillo, solo cicatrices y esa quemadura fea. Intento buscar algo, un recuerdo de una boda, de él, de cualquier cosa. Nada. Es un blanco total.
Pero joder, si este tipo es mi esposo, tengo un gusto de puta madre. Es todo lo que una chica podría querer: alto, fuerte, con esa vibra de peligro que te hace querer correr y quedarte al mismo tiempo. Y dice que es mío.
Me gusta cómo me mira, como si quisiera meterme en su cabeza y no soltarme nunca, pero hay algo en su voz que me eriza la piel, un filo escondido debajo de esa dulzura que suena a puro veneno.
—¿Qué me pasó? —pregunto, y mi voz tiembla un poco, aunque intento que no se note.
—Un accidente —responde, y sus ojos se apartan un segundo, como si no quisiera mirarme mientras lo dice—. Estuviste nueve meses fuera, Anya. Pero estás aquí ahora. Conmigo.
¿Accidente? ¿Qué clase de accidente me deja en coma nueve meses y me borra la cabeza? Quiero apretarlo, sacarle más, pero él se levanta y camina hacia la ventana. Se quita la chaqueta, y joder, casi pego un salto. Su camisa se pega a unos hombros anchos, músculos marcados, y cuando se da la vuelta, veo una cicatriz en su hombro que asoma por el cuello. Jesús, ¿así se ve mi esposo? No recuerdo ni mi maldito nombre, pero juro que recordaría si un hombre así se hubiera metido conmigo en la cama. Mi cuerpo se calienta solo de pensarlo, y me odio por eso. ¿Qué me pasa? No parece que sea una chica tímida, no si terminé con alguien como él.
—¿Qué te pasó a ti? —suelto, señalando su hombro con la barbilla.
Él se gira, lento, y sus ojos me clavan al colchón.
—Esto —dice, tocando la cicatriz con dos dedos— es lo que nos une, Anya. Pronto lo entenderás.
—¿Estabas… conmigo en el accidente?
—Algo así. Pero vayamos paso a paso, no quiero agobiarte y los doctores dicen que debes descansar. Pronto podré llevarte a casa. Nada es lo mismo sin ti. Yo no soy el mismo sin ti.
Su voz tiene ese tono otra vez, dulce y muy peligroso, como si me estuviera ofreciendo un trato que no puedo rechazar. Quiero tocarlo, sentir esa cicatriz bajo mis dedos, pero algo me para. Mi piel se eriza, y no sé si es porque quiero que me bese de nuevo ahora mismo o porque, en el fondo, no le creo una m****a. ¿Quién eres, Lev? ¿Y qué carajos me hiciste?
ANYAUna semana más en ese maldito hospital, y sigo sin saber quién diablos soy. Los doctores me pinchan, me miran como si fuera un experimento fallido y dicen que estoy “mejorando”, pero mi cabeza sigue vacía, un jodido desierto sin nada que agarrar.Lo único que no cambia es él.Lev.Todos los días, cuando abro los ojos, ahí está, sentado en una silla junto a mi cama o apoyado contra la pared como si fuera el rey del universo.No habla mucho, solo me clava esos ojos grises que me queman la piel, y a veces me trae cosas como café o flores que no pedí. No sé qué busca, pero carajo, me estoy acostumbrando a verlo. Cada vez que despierto, espero encontrarlo, y eso me pone los nervios de punta más que las agujas en mis venas.Hoy es distinto.Despierto, y no está en la silla. Está junto a la puerta, con el traje negro ajustado y una cara que no admite peros.—Te vas hoy—dice, supongo que debo alegrarme, recordar algo, pero no sé ni quién soy y eso me causa mucha inseguridad, porque la ún
LEVEstoy tan cerca de ella que siento su calor, sus caderas bajo mis manos, pero ese sonido me arranca de la niebla.¿Qué demonios fue eso? Lo primero que les dije a esos idiotas fue que no llamaran la atención, que mantuvieran todo en silencio mientras ella estuviera aquí. Y ahora un disparo. Un maldito disparo en mi propia casa. La miro, sus ojos verdes abiertos, buscando respuestas que no le voy a dar. Si se da cuenta de lo que pasa, si empieza a atar cabos, todo se irá al carajo.—Quédate aquí —le digo, mi voz baja, intentando calmarla, pero no parece muy asustada—. No te muevas.La suelto, mis manos soltándola como si quemaran, y retrocedo un paso. No sé si es buena idea dejarla sola. Es una víbora, una que no recuerda sus propios colmillos, pero sigue siendo peligrosa. Podría husmear, encontrar algo, despertar lo que duerme en esa cabeza vacía. Pero no tengo opción. Cierro la puerta tras de mí, y me quedo un segundo con la mano en el pomo. Respiro hondo, sacudo las manos, asque
ANYAEstoy frente al espejo del baño, desnuda, con la luz blanca pegándome en la cara como si quisiera sacarme la verdad a golpes. Mi piel está fría, el aire de esta maldita mansión se cuela por todos lados, pero no es eso lo que me tiene temblando.Me miro, de arriba abajo, y no sé quién carajo me está mirando de vuelta. Lev dice que soy su esposa, pero esta mujer en el reflejo no se siente como alguien que pertenece a nadie y mientras más me miro… la sensación no deja de aumentar.Mis dedos suben, lentos, y tocan las cicatrices que cruzan mi cuerpo como un mapa que no puedo leer.¿Qué es lo que me dicen? ¿Ellas saben quién soy? ¿Y por qué estoy dudando de la palabra de mi esposo?Las cicatrices son las que me deberían contar la verdad. No son pocas, y ninguna parece normal.Hay una en mi vientre, larga, horizontal, como si alguien hubiera usado una navaja para abrirme en dos. La rozo, y la piel está dura, rugosa, nada que ver con un “accidente” como el que Lev dice que tuve. Más arr
LEVElla está encima de mí, su cuerpo pequeño y caliente todavía pegado al mío, su respiración agitada rozándome el pecho. Sus piernas flanquean mis caderas, y el sudor de su piel se mezcla con el mío, como si me hubiera marcado.Estoy inmóvil, atrapado bajo su peso, y el aire se siente espeso, podrido. ¿Qué demonios hice? La dejé dominarme, montarme como si fuera suyo, y yo cedí, gruñendo como un animal en celo.Mis manos tiemblan de pura rabia, no contra ella, sino contra mí.La odio.La odio con cada fibra de mi ser, y aun así, me dejé. Me convertí en un maldito conejito asustado bajo sus manos, un conejo cachondo que se rindió a sus caderas. Pero ella debería ser la conejita, la presa temblando bajo mis garras, no yo.¡Joder! ¡Maldita hija de puta! Cree que de verdad soy su esposo.Me deslizo fuera de ella con cuidado, sus piernas flojas dejándome ir, y me levanto en silencio. No la miro. No quiero verla dormir, no quiero ver esa cara que me envenena. Camino al baño, mis pasos pes