Miedo

LEV

Estoy tan cerca de ella que siento su calor, sus caderas bajo mis manos, pero ese sonido me arranca de la niebla.

¿Qué demonios fue eso? Lo primero que les dije a esos idiotas fue que no llamaran la atención, que mantuvieran todo en silencio mientras ella estuviera aquí. Y ahora un disparo. Un maldito disparo en mi propia casa. La miro, sus ojos verdes abiertos, buscando respuestas que no le voy a dar. Si se da cuenta de lo que pasa, si empieza a atar cabos, todo se irá al carajo.

—Quédate aquí —le digo, mi voz baja, intentando calmarla, pero no parece muy asustada—. No te muevas.

La suelto, mis manos soltándola como si quemaran, y retrocedo un paso. No sé si es buena idea dejarla sola. Es una víbora, una que no recuerda sus propios colmillos, pero sigue siendo peligrosa. Podría husmear, encontrar algo, despertar lo que duerme en esa cabeza vacía. Pero no tengo opción. Cierro la puerta tras de mí, y me quedo un segundo con la mano en el pomo. Respiro hondo, sacudo las manos, asqueado. Su piel bajo mis dedos, suave, cálida, me revuelve el estómago. No la soporto. Quiero agarrar su cuello, apretarlo hasta que cruja, hasta que deje de respirar esa vida que no merece. Esa perra bastarda casi me mata, y ahora está aquí, bajo mi techo, como si tuviera derecho a respirar mi aire.

No hay nada una cosa que desee más que verla muerta, poder aplastarla con mis propias vamos y contemplar su último respiro. Pero será que no.

Aún no puedo hacerlo.

He esperado todos estos meses, esperando que abriera los ojos y pudiera contarme eso que necesito y la muy inútil despierta sin memoria.

Me llevo una mano al hombro, automático, un reflejo que no controlo. Ahí está, la cicatriz, un círculo rugoso donde la bala entró y casi me arrancó la vida.

Cinco años atrás, ella me miró con esos mismos ojos verdes, pero entonces tenían fuego, no confusión. Disparó, y falló por un pelo. O yo tuve suerte, quién sabe.

Nikita Petrova. Ese es su nombre, o eso dicen los informes, las voces que susurran en las sombras. Pero con ella, nada es seguro. Podría ser un alias, una mentira más en la red que tejió antes de que todo se rompiera. Cierro los ojos y maldigo en voz baja, un gruñido que se pierde en el pasillo.

La odio. La necesito. Y eso me enferma.

Corro hacia afuera, necesito saber qué demonios pasa.

Los hombres están ahí, sombras negras contra la niebla, armas en mano, ojos nerviosos. Uno de ellos, un idiota joven con cara de asustado, se adelanta.

—Fue un ave, jefe —dice, su voz temblando—. Un imbécil disparó sin saber qué era. Está todo bajo control.

—¿Un ave? —repito, y mi voz es un filo que corta el aire. Lo miro, y él retrocede un paso, como si supiera que podría romperle el cuello con una mano—. ¿Me estás diciendo que casi arruinan todo por un maldito pájaro?

Él asiente, rápido, y los demás bajan la mirada. Están asustados, y no los culpo. No es solo por mí. Es por ella. Nikita Petrova lleva cinco años cazándolos, una sombra con un arma que los ha hecho sangrar uno por uno. La reina del terror en mi mundo, y ahora está en mi casa, en mi cama, jugando a ser mi esposa. Es irónico, casi gracioso, si no fuera porque cada vez que la veo quiero matarla yo mismo.

—Limpien esto —ordeno, mis palabras heladas—. Y si vuelve a sonar un disparo sin mi orden, el próximo será en sus cabezas.

Se mueven rápido, dispersándose como ratas, y yo me quedo ahí, mirando la oscuridad. El mar ruge abajo, el viento trayendo sal y frío, pero no calma la tormenta dentro de mí. Ella está aquí, a metros de mí, y no sé qué hacer con eso. La necesito viva, por ahora. Es la clave, el anzuelo para los que aún la buscan, los que creen que Nikita Petrova sigue siendo su arma. Pero cada vez que la miro, veo la sangre, el dolor, el momento en que apretó el gatillo y casi me arrancó todo. Mi mano aprieta el anillo en mi dedo, el cuervo grabado cortándome la piel, y respiro hondo. No puedo perder el control con esa mujer.

Nuestro último enfrentamiento fue mortal, esta vez soy yo quien casi acaba con ella.

Casi.

Vuelvo adentro, no me fio de dejarla sola, porque los doctores no saben cuánto tiempo eso puede durar.

Subo las escaleras, mi mente dando vueltas. La dejé encerrada, pero no confío en ella. Podría estar golpeando la puerta, buscando una salida, aunque no tenga idea de quién es. O tal vez está sentada ahí, esperando, con esos ojos que me atraviesan sin saber por qué.

Llego a la puerta, y me detengo. No hay ruido dentro. Silencio. Demasiado silencio. Mi mano va al pomo, pero no lo giro. La imagino ahí, respirando, viva, y el odio me sube por la garganta como bilis. Quiero entrar, ponerle las manos encima, terminar lo que ella empezó hace cinco años.

—Nikita —susurro, tan bajo que apenas lo oigo yo mismo. No Anya. Nikita. Ese es quien vive bajo esa piel, aunque ella no lo sepa.

¿Mi esposa? Jamás me casaría con una víbora como ella.

Lo que más podría hacer con ella es usarla, convertirla en mi arma. Pero no creo que recuerde ni cómo sostener una. En todo caso, debo mantener la fachada del bueno esposo, sin saber hasta cuando, pero debo tenerla comiendo de mis manos, tan dócil y buena.

Abro la puerta, está sentada, su aspecto tranquilo.

Jamás me había percatado de que sus manos son tan pequeñas, ¿cómo demonios puede tirar tan perfectamente con ellas? ¿Qué arma le gusta? ¿Qué posición toma para disparar? No lo sé. Porque soy yo siempre el que recibe el arma.

—Un pájaro. Ha sido un pájaro—le digo—. Todo está bien, no debes de tener miedo—ya me gustaría a mí verla temer, ni siquiera cuando despertó la primera vez parecía asustada, sin sus recuerdos, sin saber quién es o dónde estaba. Aún no puedo verla asustada, pero llegará ese día—. Ha sido un día largo, debes descansar.

—Gracias. Me siento un poco cansada.

—Toma baño, métete a la cama, yo me que acostaré más tarde, tengo un poco de trabajo—ella se aleja y empieza a desnudarse.

Veo sus cicatrices, cada una de ellas, su cuerpo parece haber pasado por un infierno, pero ella ha sobrevivido. Le hice creer que cada una de esas cicatrices eran del accidente, pero no… su cuerpo tiene muchas marcas, quizás peleas, torturas, victorias.

—Imagino que debe ser difícil para ti verme de esta manera—dice—. Me conociste con un cuerpo perfecto, supongo. Ahora solo queda esto.

—Eres hermosa—me veo obligado a decir.

Es atractiva, supongo. Pero no es su cuerpo lo que quiero de ella, al menos no de esta manera. Así que me doy la vuelta y aparto esa imagen de mi vista.

—Descansa—digo. Salgo y muevo mis manos. Odio tocarla.

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