A casa

ANYA

Una semana más en ese maldito hospital, y sigo sin saber quién diablos soy. Los doctores me pinchan, me miran como si fuera un experimento fallido y dicen que estoy “mejorando”, pero mi cabeza sigue vacía, un jodido desierto sin nada que agarrar.

Lo único que no cambia es él.

Lev.

Todos los días, cuando abro los ojos, ahí está, sentado en una silla junto a mi cama o apoyado contra la pared como si fuera el rey del universo.

No habla mucho, solo me clava esos ojos grises que me queman la piel, y a veces me trae cosas como café o flores que no pedí. No sé qué busca, pero carajo, me estoy acostumbrando a verlo. Cada vez que despierto, espero encontrarlo, y eso me pone los nervios de punta más que las agujas en mis venas.

Hoy es distinto.

Despierto, y no está en la silla. Está junto a la puerta, con el traje negro ajustado y una cara que no admite peros.

—Te vas hoy—dice, supongo que debo alegrarme, recordar algo, pero no sé ni quién soy y eso me causa mucha inseguridad, porque la única persona que me ha hablado de mí es él, mi esposo.

Las enfermeras entran y me arrancan los cables y me visten con ropa que no reconozco: una camiseta gris y jeans flojos. No hay despedidas, no hay “cuídate” ni firmas en un papelito. De hecho, jamás vi a ningún otro paciente desde que desperté.

Lev me agarra del brazo, firme pero sin brusquedad, y me saca de la habitación como si fuera un paquete que reclama. Supongo que lo soy.

Me da seguridad tenerlo a mi lado, quizás porque es el único que sabe quién soy, pero al mismo tiempo eso me perturba, porque esta que soy ahora se puede convertir en lo que él quiere que sea si yo no recuerdo nada.

Afuera, no hay sol ni taxis. Hay un coche negro, grande, con vidrios oscuros y dos tipos armados que parecen sacados de una película de gángsters. ¿Qué demonios pasa aquí?

¿Mi… esposo es peligroso?

—¿A dónde vamos? —pregunto, mi voz todavía rasposa, pero él no contesta. Solo me empuja al asiento trasero y se sube a mi lado—. Lev, ¿pasa algo? —su nombre suena tan extraño en mis labios que creo que lo he pronunciado muy pocas veces en voz alta.

—¿Por qué lo preguntas, conejita?

¿Conejita? Era la primera vez que lo escuchaba decirme así, a lo mejor era así como me ha llamado siempre.

—Hay hombres armados, no lo entiendo.

—Soy un importante empresario—deslizó su mano por mi mejilla y sonrió. Esa sonrisa me bastó para no preguntar más nada.

Aunque una parte de mí desconfiara, creo que mi cuerpo sí reconocía a mi esposo.

El coche arranca, y los guardias no abren la boca. Uno maneja, el otro vigila por la ventana con una pistola en la mano, como si esperara un ataque en cualquier momento. Lev está callado, su pierna rozando la mía, y joder, no sé si quiero darle un codazo o acercarme más. Miro afuera: edificios grises, luego carreteras desiertas, y después solo bosque y niebla. ¿A dónde carajo me lleva este hombre? Mi piel se eriza, pero mi cuerpo no protesta cuando su mano cae casualmente sobre mi rodilla. Es un toque ligero, pero me prende como si me hubiera echado gasolina encima.

Realmente es mi esposo, debo disipar cualquier duda que tengo en mi cabeza.

Confiar en él.

Horas después, el coche frena frente a una mansión que parece sacada de un cuento oscuro, pero sin princesas ni finales felices. Está perdida en la nada, rodeada de árboles altos y un acantilado que ruge con el mar abajo. Las paredes son de piedra negra, las ventanas tienen rejas, y hay más guardias en la entrada. Esto no es una casa, es una maldita fortaleza. Lev me saca del coche, y el aire helado me golpea la cara mientras subimos los escalones.

A simple vista parece una casa nueva, estoy ansiando al menos ver una foto mía, nuestra.

—Bienvenida a casa, Anya —dice Lev, y su voz tiene ese tono otra vez, suave, pero con un filo que me pone en alerta.

¿Casa? Miro alrededor, buscando algo que me suene, algo que despierte un maldito recuerdo. Nada. Él me guía por un pasillo, su mano en mi espalda baja, y demonios, me gusta cómo se siente.

Entramos en una sala enorme con una chimenea apagada y fotos colgadas en la pared. Me acerco, y ahí estamos: él y yo.

¿Quién era esa mujer? ¿Era yo? No me reconozco, pero Lev me mira como si supiera cada rincón de mi alma.

Hay varias fotos y eso me da un poco de esperanza, porque puede que en este lugar encuentre mi memoria, los recuerdos que perdí.

—¿Éramos felices? —pregunto, y mi voz sale más débil de lo que quiero—. Sé sincero, por favor. No pretendo pensar que las cosas eran perfectas, solo quiero saber cómo éramos.

—Éramos perfectos —responde, acercándose demasiado. Sus dedos rozan mi brazo, subiendo lento, y mi piel se calienta como si tuviera fiebre—. Lo seremos otra vez. Ya te tengo de regreso. Al fin puedo dejar de ser miserable.

Quiero creerle, joder, quiero perderme en esa voz que suena como el diablo ofreciéndome un trato. Pero algo no cuadra. Elevo mis defensas y otra vez estoy desconfiando. No me gustan esos cambios, como si una parte muy enterrada de mí estuviera peleando por mantenerse alerta.

Sus manos son fuertes, marcadas por cicatrices blancas en los nudillos, y cuando me toca, mi cuerpo dice sí mientras mi cabeza grita que corra. Me aparto un paso, y él no insiste, solo me mira con esos ojos grises que me desnudan sin permiso. Carajo, este tipo es un peligro, y no sé si eso me asusta o me enciende más.

Me da una habitación con una cama enorme y ropa que dice que es mía, pero no siento nada al ponérmela.

Estoy sentada en el borde del colchón, mirando mis cicatrices como si pudieran contarme algo, cuando un ruido me saca del trance. La puerta se abre, y entra un tipo con cara de piedra y un maletín negro en la mano. Lev está detrás de él, y maldición, se ve aún más imponente con la luz de la lámpara pegándole en la cara.

—El cargamento está listo —dice el tipo, bajo, como si no quisiera que lo oyera.

Lev lo mira, y sus ojos se oscurecen, fríos como el hielo.

—Ocúpate de eso. Ahora —ordena, y su voz corta como un látigo. El tipo se va sin mirar atrás.

¿Cargamento? ¿Qué demonios es eso? Mi estómago se retuerce.

Esto no es un matrimonio normal, no es una casa normal. Lev se gira hacia mí, y por un segundo pienso que va a explicarse, pero no dice nada. Solo camina hasta una mesa, sirve un trago y me lo ofrece. Lo tomo, porque qué más da, y el licor me quema la garganta como si quisiera despertarme de un mal sueño.

Espera… ¡Estaban hablando en otro idioma! No sé cuál, pero lo entendí todo perfectamente. Doy por hecho que Lev no sabe que yo sé lo que han dicho.

Y quizás debo callármelo.

—¿Qué haces aquí, Lev? —pregunto, y mi voz sale más dura esta vez—. ¿Qué somos?

Él se queda quieto, el vaso en su mano temblando un segundo antes de dejarlo en la mesa. Camina hacia mí, lento, como un lobo acechando, y antes de que pueda moverme, me tiene contra la pared. Su cuerpo está tan cerca que siento su calor, su aliento en mi cuello, y joder, mi sangre se dispara.

—Eras mía entonces, y lo eres ahora —susurra, sus labios rozando mi oreja—. No lo olvides, Anya. Esta vez no podrás escapar—dice, otra vez ese idioma. ¿Escapar? He de decir que el acento le queda perfecto, no lo hace más guapo, sino más peligroso—. Vivimos aquí—responde de nuevo en nuestro idioma—. Tengo negocios cerca, por eso verás entrar y salir a muchos hombres, a veces nos movemos de lugar, muchas veces, con demasiada frecuencia, pero esta era tu casa favorita, haré todo lo posible para nos podamos quedar aquí más tiempo, puede que eso te ayude a recordar.

Quiero responder, decirle que no recuerdo un carajo, que no sé si es verdad o una maldita mentira, pero mi cuerpo no me escucha. Sus manos suben a mis caderas, firmes, posesivas, y por un segundo me pierdo en él: su olor a tabaco y madera, la forma en que me aprieta como si no fuera a soltarme nunca. Y entonces, un ruido corta el aire: un disparo lejano, pero claro, resonando en la noche. Me quedo helada, y Lev se tensa, sus ojos clavados en la ventana.

¿Qué demonios acabo de meterme?

“Eras mía entonces, y lo eres ahora. No lo olvides, Anya.” Esas palabras no las pienso olvidar.

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