La cabeza de Sam estaba más tranquila cuando se despertó. Había tenido un sueño que ella consideraba una intrigante revelación. La pequeña Sam corriendo con todas sus fuerzas por el bosque donde se había perdido, corriendo por entre los árboles oscuros, viendo a lo lejos un claro. Corría hacia la luz, allí estaba la libertad. Al llegar se encontró con un lago de aguas cristalinas y en ellas vio su reflejo. Tenía su peinado de bailarina. Nunca le gustó ese peinado. Cuando quiso desarmarlo, descubrió que en vez de manos tenía patas con pezuñas. Se había convertido en un cervatillo.
Entonces, oyó la voz de Vlad Sarkov. Al volverse se encontró con un enorme dragón de tres cabezas, que se movían en el aire como serpientes. La de en medio era Vlad, a los costados estaban Anya y Tomken Sarkov. De sus bocas, enormes dientes se asomaban relucientes y les salía vapor de la nariz.
La cabeza Vlad habló. Dijo algo que ella no pudo entender porque no ha
El mundo estaba lleno de maravillas intangibles, momentos únicos que resultaban infinitamente valiosos: ver una estrella fugaz, el inicio o el final de un arcoíris, oír el primer canto matinal de las aves, saborear la primera comida que cocinas, enamorarse por primera vez… y ver a Vlad Sarkov durmiendo.Apenas lo vio, se apresuró a mirar la hora. Todavía faltaba bastante para que sonara la alarma. Salió con cuidado de la cama y fue en hurtadillas hasta su cuarto. Buscó su cámara, un momento así debía ser inmortalizado apropiadamente y no osaría usar su vulgar teléfono para tal labor. Antes él había evitado ser fotografiado, pero ahora, dormido y vulnerable, nada podría hacer para detenerla. Se sintió perversa. Enfocó su rostro angelical. El hombre era un cínico hasta cuando dormía. Hizo varias tomas de su rostro, con el corazón latiendo a mil por hora. Si llegaba a despertarse y la descubría sería su fin, como quienes morían por tomar una selfie extrema. A
Todavía no eran las seis de la mañana cuando una mancha negra con franjas calipso se desplazaba por el monótono verdor del jardín de los Sarkovs. Era Samantha, corriendo. Los hábitos madrugadores de su jefe se le habían pegado en estos días que pasaron juntos y el ejercicio matinal la ayudaba a mantenerse de buen ánimo. Imaginó que él estaría duchándose o cepillándose sus perfectos dientes, o escribiendo quién sabía qué en su teléfono.Se detuvo fuera de su ventana. La luz estaba apagada, tal vez se había vuelto a meter a la cama. Siguió corriendo, dándole algo de color a ese jardín carente de flores. Y en una casa, en una familia donde las flores estaban prohibidas, su jefe se había tatuado el nombre de una. Violeta debía decir el tatuaje. La otra palabra era demasiado excéntrica hasta para alguien como él.Su corrida la llevó a la pérgola, oscura y silenciosa. Descansó apoyando las manos en el borde del pozo. El aire frío entraba violent
Sam permaneció inmóvil, sintiéndose como un pez fuera del agua. Su jefe le dio una mirada fugaz y severa que la hizo reaccionar. Caminó hasta el escritorio, viendo a la mujer sentada frente a Vlad. Vestía ella un traje de dos piezas, muy formal. Su cabello negro y con ligeras ondas brillaba luciendo sedoso y grácil. Su rostro pálido y perfectamente maquillado decía mucho sobre lo disciplinada y rigurosa que era con cada detalle. Una mujer perfeccionista, eso pensó. Alguien que no dejaba nada al azar.La mujer también la miró detenidamente, de pies a cabeza, centrándose en la cintura, donde debía ir un delantal que ella no llevaba.—¿Qué tanto haces, Sam? Entrégale su café a Elisa —dijo él, sin apartar la vista de la pantalla de su computador.Sam lo hizo, todavía medio pasmada. La mujer se quedó viendo la taza y la horrorosa cara que la miraba con los ojos desorbitados y la lengua afuera, el ahorcado en la leche de su café
La recepción de la señora era en otra ciudad. Esa misma noche partieron, aunque Sam sentía que se le había quedado la mitad de la cabeza en la mansión Sarkov. Pensar en por qué su jefe había aceptado “prestársela” a su madre era inútil, tal vez fuera una prueba más. Lo que le dolía eran las palabras que él había usado: “Haz con ella lo que quieras”.Anya Sarkov era una mujer aparentemente fría, superficial, misteriosa. Lo que ella pudiera querer era demasiado extenso y podía ser demasiado perverso, ella podía querer hacerla desaparecer. Pero a su jefe no le importaba. Sam había empezado a creer que sí. Una y otra vez acababa dándose de golpes como contra un muro, más le valía entenderlo de una vez por todas: ella era sólo una sirvienta para él, el resto eran sus perversidades. Ya no se le olvidaría, ya no permitiría que su maligno jefe lastimara su corazón.Con la cabeza apoyada en el oscuro asiento trasero del auto, Sam miraba el desfile
Pese al dolor en su cadera y coxis, Sam se irguió. Su espalda recta le dio la altura de la que gozaba. Caminó hacia el tipo, cojeando. Parada frente a él tenían la misma estatura. Amó que, por generaciones, en su familia fueran altos, gente bien alimentada, con dinero para obtener buena salud y huesos firmes, así no tenía que mirar esos arrogantes ojos verdes hacia arriba.—¿Disculpe? Creo que del golpe que me dio me dejó sorda porque no oí bien. —Estaba tan cerca de él que casi se rozaban las narices.El hombre retrocedió ante su inesperada cercanía. Ella avanzó otro paso y él retrocedió dos más.—Tienes… tienes sangre en la frente —dijo, poniéndose verde.Cayó cuan largo era a los pies de Sam y allí se quedó, dormidito como un bebé.Un hombre llegó corriendo. Vestía traje y corbata oscuros, como los mayordomos de los Sarkovs.—¡¿Qué le hiciste al amo Ken?!
La habitación de Vlad Sarkov estaba a oscuras. Su silueta se dibujaba contra la cortina. Hasta hace poco había estado mirando por la ventana.Sam cerró la puerta tras de sí. No avanzó mucho más.—¿Estás enfadada, Sam?—No —dijo ella, soltando una risita.—¿Estás ebria?Volvió a negar y a reír también.Vlad se le acercó a paso lento. Le rodeó la cintura. El aroma a alcohol que de ella emanaba le inundó la nariz. Alcohol desinfectante.—¿Qué te pasó?—Me caí. Tenga, esto se lo envía su madre. —Le entregó una carpeta y le rodeó el cuello.Sin soltarla, Vlad se estiró para alcanzar el interruptor junto a la puerta. La carpeta contenía los exámenes hechos a Samantha. Estaba bien, sólo algo golpeada.Y no dejaba de reír.—Amo la morfina —susurró ella—. Es lo mejor del mundo.Vla
Domingo por la tarde. Vlad se daba una ducha luego de su juego de golf con Evan. Debía haber estado muy aburrido como para finalmente acceder a ir y, como era golf, seguía aburrido. Le había ganado, por supuesto, pero era una victoria fría, insípida, intrascendente. Y, pese a su hastío, que no perdía oportunidad en verbalizar, Evan seguía insistiendo en invitarlo. A veces creía ver, bajo esa sonrisita socarrona, que ni él mismo se divertía, pero ahí estaban, caminando bajo el implacable sol para ir detrás de unas diminutas pelotas.“¿Algún día te hartarás de invitarme?”, le preguntaba Vlad. “Tal vez”, le respondía él, “cuando deje de creer que existen los milagros”.Milagro sería que lo dejara en paz de una vez por todas. Razones de sobra tenía su padre para pensar que pudiera haber algo entre ellos si, de un día para otro, el extraño chico se le había pegado como goma de mascar en la escuela. Y a Vlad ni siquiera le agradaba mucho. Ahora,
—Amo… no tan fuerte.—¿Por qué? No me digas que te dan miedo las alturas.—No… lento es mejor.Vlad mantuvo el lento vaivén del columpio, idéntico al que ella tenía antes de interrumpirla. Sí, era mejor, pudo comprobar, con todo el cuerpo de Sam al alcance de sus manos, rozando el suyo en cada lenta subida. Ella inhalaba a través de sus rojos labios entreabiertos y sus piernas seguían firmemente apretadas. Para Vlad era tan claro que estaba excitada como que el sol era amarillo.—¿Te gustan mucho los columpios, Sam?—Ella me recomendó una mecedora… pero sólo hallé esto.—¿Ella? ¿De quién hablas?—De la gurú del sexo, amo Vlad... —Soltó un gemido, su cabeza se inclinó hacia atrás y arqueó la espalda.Vlad se apresuró a besarla, disfrutando de aquella exaltación que la hacía fluir como agua pura de manantial, como la lava ardiente que rebals