UN TAL JESÚS

I

Invierno, 1994.

—Francisco de la Berna, sesenta y cuatro años. Viudo desde los veinticuatro. Justo una semana después de su casamiento.

—¿Qué sucedió?

—A su mujer le dio un infarto en plena luna de miel.

—Vaya…

—Igual muy felices no iban a ser. La que le gustó siempre fue la cuñada: hermana menor de la fallecida. Intentó ponerse de novio con ella al poco de enviudar. Evidentemente la chiquilla lo rechazó. Un poco por el parentesco. Otro tanto por sus diecinada de años. El caso es que desde entonces renunció al amor y le entró de lleno a los negocios. A los treinta puso la primera tienda, a los treinta y dos la segunda. Para los cuarenta su marca ya era reconocida a nivel nacional, y desde los cincuenta está convertido en el hijo de puta con el que te vas a casar.

Soledad agacha la mirada, intenta darle sentido a las cosas. Hace cuatro años estaba secuestrada en una bodega oculta al sur de la ciudad. Sus plagiarios pensaban venderla al mejor postor, cuando Eduardo Saldívar la rescató.

En su memoria hay partículas que no terminan por encajar. ¿Qué hacía Eduardo ahí? Visitando a unos clientes, dijo. ¿Por qué mató a los cuatro hombres? Fue en defensa propia, argumentó. Pero ninguna razón le convence. Igual no ha vuelto a preguntar.

—¿Qué sabes hacer?

—¿Perdón?

—¿Qué me puedes ofrecer?

—Yo…

—Quita esa cara. Hablo de trabajo. ¿Sabes leer?

—Sí.

—¿Escribir?

—También.

—Con eso me basta. ¿Te vienes a vivir conmigo? Puedes ayudarme a redactar demandas.

—¿Vivir contigo? —pregunta abriendo la mirada cual puerta celestial frente a almas nobles.

—La oferta es 100% laboral. La casa es enorme. Solo nos veríamos en horarios de oficina. Después de las seis serías libre.

—¿Eres abogado?

—Sí.

—Yo también quiero ser abogada.

—¿Qué edad tienes?

—Quince.

—¿Estudias?

—Estudiaba.

—¿Bachillerato?

—Ajá.

—¿Técnico?

—Comercio.

—Te pago el tradicional, después la carrera en Derecho. Capaz acabas como mi asistente. ¿Qué mejor mano derecha que una jurista?

A Soledad le dio la impresión de que el hombre esbozó una pequeña sonrisa. Sus labios permanecieron rectos, pero el par de ojos verdes brillaron mientras conducía vehemente por las calles solitarias de la ciudad.

Pensó decirle que no, que muchas gracias. Que le encantaba la idea pero que debía volver a casa. Al abrir la boca, sin embargo, dijo que sí, que estaba bien. Que solo le permitiera hablar con su familia. Eduardo se negó.

—Imposible.

—¿Por?

—En estos momentos —consulta su reloj mientras se pasa un alto. Soledad ahoga el espanto aferrándose al asiento— deben estar recogiendo los supuestos restos de tu cuerpo.

—¿Qué? —pregunta asustada. Su respiración manda vibrar la pequeña medalla de oro que le cuelga en el pecho.

—Con el tiempo lo entenderás. Por ahora confórmate con saber que tienes dos opciones: o mueres en la calle, o vives conmigo.

—¿Puedo pensarlo un momento? —pregunta intentando sonar tranquila. El sarcasmo, no obstante, le aterra. No debería estar de humor para bromear.

—Prepárate.

—¿Para qué?

—Para nacer por segunda vez.

II

Verano, 2017.

Cabello a la altura del hombro, ojos verdes admirados por las enternecidas lunas de Fausto Escalante. Piel libre de arrugas, labios rojos y gruesos. La mujer le resulta bastante atractiva… él lucha por no atragantarse frente a ella.

—El caso es más complicado de lo que creí —suelta mientras hojea el expediente.

—Se lo dije a…

—No quiero nombres.

—Pero…

Catalina alza la mirada y coloca su mano derecha en la izquierda de Fausto. Ahora sus ojos lo ven a él. No atragantarse resulta imposible.

—En la Firma tenemos algunas reglas. Pon atención.

—Ok…

—No mentir.

—No mentiré.

—Ya veremos. La otra es guardar confidencialidad en todo momento.

—Pero él…

—No hay él ni ella. Tú sabes mi nombre, yo el tuyo. Conozco tu caso. El resto no importa. Ni quién nos contactó ni nada por el estilo. ¿Entendido?

—Sí.

—Eso espero. Ahora bien, ¿qué pasó esa mañana?

—Fue en el verano del 2015…

—Tengo la fecha. Vayamos a los datos importantes.

—Ok. Llegué temprano a lo de ella.

—¿Para qué?

—Hablar.

—¿Ella te llamó?

—No.

—¿Tú la llamaste?

—Sí.

—¿Te respondió?

—No. Bueno sí.

—¿Te respondió o no?

—Sí, pero colgó apenas escuchó mi voz.

—¿Qué te hizo pensar que ella quería hablar contigo?

—Yo era el que quería hablar con ella.

—¿Y no te importó su opinión?

A Fausto le da la impresión de que Catalina está a favor de Mercedes… de la versión oficial que lo deja a él como único responsable de su muerte.

¿Y si todo es una trampa? Plantea dar marcha atrás, mas luego recuerda que no tiene opción. Además, ¿qué puede perder? Igual están por darle la máxima. ¿Qué sentido tendría pegarle una zancadilla a quien desde hace un par de años vive en el suelo?

—No importa. A lo sumo en cuatro meses quedas libre.

—Pero si ni siquiera he dicho lo que pasó.

—Sé lo que pasó entre el juez y aquella niña en 1986. Y los magistrados, en caso de que haya apelación, tampoco son unos santos. Con eso basta.

—No entiendo.

—No tienes que entender. En dos… máximo cuatro meses quedas libre.

Ahora es Fausto quien se estima a favor de Mercedes… de la verdad que lo deja a él como único responsable de su muerte.

III

Primavera, 1978.

En una noche Eduardo Saldívar aprendió más de la vida que en dieciocho años. Al salir del orfanato, imaginó que las cosas serían difíciles. El lugar tenía sus defectos, pero imperaban las comodidades: el techo a medias que igual te salvaba del mal clima, la comida ligeramente mejor al hambre y la cama endurecida que rebasaba por la mínima el infierno de las calles. Sin embargo, su debut como adulto fue aún peor.

Todo comenzó con la hamburguesa rescatada de un basurero a las afueras de un restaurante de segunda clase. Salió muy temprano del orfanato, la tarde la gastó en trámites de beca sin obtener resultados positivos. No le dio tiempo para comer; con esfuerzo cenó la noche anterior. La falta de dinero le hizo pensar que sería buena idea consultar el estado del bocado que dejó un niño de entre cinco y menos sobre el sesto de basura.

Se acercó y revisó. Le pareció buena. Un poco porque solo contaba con una ligera mordida en las orillas del pan, otro tanto porque el estómago rugía más que su conciencia. Bajo tales condiciones no hay análisis que valga.

Dos… tres mordidas. A la cuarta escupió lo masticado y encontró, entre la carne, una cucaracha lo suficientemente grande como para no pasar desapercibida. Era verde, lo recuerda bien. Con antenas bañadas en ketchup. Afortunadamente resultó ser un juguete. Igual el mal momento le robó el hambre.

Caminó durante poco más de una hora sin saber a dónde se dirigía. Los zapatos enlodados, la ropa empapada por la inusual lluvia de primavera. Obedecía al destino o a la tragedia, según fuera el caso. Jamás se sintió tan solo como en aquel momento.

No era la ausencia de personas lo que le devoraba el alma, sino la falta de sentido a sus pasos… la agonía de una ilusión que se apagaba lentamente. Soñó con eso durante varios años, ahora era incapaz de disfrutarlo. ¿Tan débil resultaba que una broma infantil le arruinaría el sueño?

Estaba por reponerse; prometerse a sí mismo que podría con lo que fuera. Obtendría esa beca a como diera lugar, sí. Y en menos de lo estimado tendría para comprarse diez, quince… veinte hamburguesas como la anterior. Pondría una franquicia mejor, incluso. En eso el hambre volvió, y, como caído del cielo, un sujeto salió de un restaurante de pobre fachada y exquisito sazón.

—¿Tienes hambre?

No… di que no.

—Sí.

Mierda…

—¿Estás solo?

No… di que no.

—Sí.

Mierda…

—¿Te invito una hamburguesa?

¡No… di que no!

—Por favor.

¡Mierda!

IV

Invierno, 1996.

Catalina de la Berna enviuda a los veintiuno. Un infarto fulminante cortó los días de Francisco a tercera hora de la madrugada, aunque la mujer se percata recién, que entra a la habitación a las ocho de la mañana con el tradicional desayuno dominguero y se encuentra con el cuerpo vacío de su marido… ¿o ex marido?

Ante Dios juraron amarse en la salud y en la enfermedad, sí, pero también el sacerdote fue claro cuando dijo: hasta que la muerte los separe… y los separó. Como también separó a Francisco de su primera esposa hace más de cuarenta años.

¿Qué sigue?, pregunta para sí mientras coteja el pulso del fallecido. Debe llamar a los médicos y dar parte; pedir que sean discretos y luego soltar prenda con la prensa. Cumplir con lo planeado. Ensayar frente al espejo la cara de víctima, llenar de contradicciones el caso para que ella aparezca como una mártir frente a la sociedad y el despacho de Eduardo Saldivar entre al rescate. Eso sigue, sí. Pero Catalina se refiere a sí misma. ¿Qué sigue para ella? ¿Podrá algún día volver Soledad?

El recuerdo de lo perdido y lo ganado en los últimos veinticuatro meses le dañan la conciencia. Su familia la cree muerta, y en poco tiempo verán su rostro en cualquier esquina. La sabrán viuda de uno de los empresarios más exitosos del país y no tendrá valor para enfrentarlos y decirles que sí, que está viva. Que Francisco le permitió una vida que bien pudo compartir con ellos, pero no quiso. O quiso, mas no se atrevió a pedirlo. El marido habría aceptado… no así Saldívar.

Siente el correr de una lágrima por su mejilla cuando el teléfono suena.

—¿Hola? —responde en un esfuerzo gigantesco por sonar como si no tuviera el cadáver de su esposo a unos cuantos metros de ella.

—¿Ya?

—¿Saldívar?

—Sí. ¿Ya ocurrió?

La sangre entra en conflicto. Por una parte hela. Por otra quema. El frío se debe a que la pregunta de Eduardo bien puede referirse a cualquier cosa; algún pendiente de oficina… encargo personal. Pero su sexto sentido la convence de que habla de Francisco, y es por eso que las venas se le encienden.

—¿De qué hablas?

—Francisco… ¿ya murió?

¿Cómo sabes?, quiere preguntar. ¿Lo mataste?, puede soltar. Al final del día él fue el último que lo vio con vida.

Anoche… en la cena. ¿Le pusiste algo a su bebida?, ¿lo mataste?, ¿eres consciente de lo que hiciste?, ¿sabes que sospecharán de mí?

—¿Catalina?

—Perdón.

—¿Y?

—Sí.

—¡Perfecto! ¿A qué hora te enteraste?

—Recién.

—¿Qué tan recién?

—Cinco minutos, a lo sumo.

—Mierda.

—¿Qué?

—Cuelga ya y ordena una ambulancia. Procura sonar alterada.

—Pero…

—¡Ahora!

—Entendido.

Catalina se muerde los labios y pone en marcha el plan. Pide una ambulancia, finge estar desecha. En el fondo no miente del todo. Si bien a Francisco nunca lo quiso como esposo, en los últimos meses le tomó cierto cariño. Amen de que el tipo dejara de obligarla a fornicar con él y le permitiera dormir en cuartos separados, claro. Sin embargo, no es el fallecimiento lo que le dobla el corazón, sino la maldad del sujeto que, si bien hace seis años le salvó la vida, a más conoce, más entiende por qué le apodan Diablo.

V

Otoño, 2017.

—¿Fausto?

—¿Sí?

—¿Estás dormido?

—Ni en pedo.

—¿Emocionado?

—Algo así.

—¿Qué será lo primero que harás?

—Ni idea.

—Yo iría a la cancha.

—Tal vez lo haga.

—Aunque bueno… mañana es sábado. El equipo juega hasta el domingo. Aprovecharía el día para ponerme al tanto del cine. La última peli que vi fue una de vampiros homosexuales. Recuerdas cómo…

—Creo que estoy nervioso.

—¿Nervioso?

—¿Y si no quepo?

—¿De qué hablas?

—Del mundo. ¿Y si no me va bien?

—Claro. Como aquí te va de puta madre…

—Al menos ya agarré onda, viejo. Sé de quién cuidarme y en quién confiar.

—En eso tienes razón. Igual acá está la peor gente… se supone. Si libraste la muerte en estos dos años y hasta hiciste amigos, ¿qué te hace pensar que allá afuera no podrás?

—Justo lo que me trajo hasta aquí —dice en tono casi inaudible.

—¿Perdón?

—Nada importante. Creo que tienes razón. No tengo de qué preocuparme.

—¿Vendrás a visitarme?

—Claro. Y también trabajaré duro para que recuperes tu libertad.

—No podrás.

—¿Por qué estás tan convencido?

—Porque soy culpable y pobre. Si fuera inocente y pobre tendría alguna chance… o culpable y rico. Mas no es así. Yo acepté llevar el paquete sabiendo que en el interior no había pañales, sino hierba mala… o buena, pero juzgada como mala. Tú entiendes.

—Igual ocho años es demasiado.

—Y estaré otros ocho o diez más. Ya me resigné.

—Prometo que haré lo posible por…

—Gracias. Pero como amigo te recomendaría no malgastar tu tiempo en un caso perdido como yo.

—No eres un caso perdido.

—Sí para lo sociedad. ¿Qué voy a hacer allá afuera?

—Lo mismo que yo.

—Es distinto.

—Lo es. Tú moviste droga y yo…

—Y tú no mataste a nadie.

Fausto permanece en silencio, clava la mirada en el techo. Ulises ocupa la litera de abajo, él la de arriba. Lo acordaron desde el primer momento. Piensa en la suerte de ese treintañero flaco y desaliñado. Con tatuajes mal dibujados en los brazos y cabello alborotado. Pálido… siempre pálido. Como si en frente tuviera un fantasma o la culpa de haber asesinado al amor de su vida. De pronto no sabe si piensa en Ulises o en sí mismo.

—Mejor iría por unas cervezas.

—Aquí venden cervezas.

—Calientes… servidas por un cadenero. Yo las quiero bien frías. Y que me las traiga una muchacha guapa.

—Cuando te saque…

—Deja ya de decir eso, que me haces sentir como una puta. Mañana temprano te vas. Con que te pongas una buena joda en mi honor me doy por bien servido.

—Veré si alguien quiere pagarle el trago a un ex recluso.

—Es verdad… allá afuera se tiene que trabajar. Ese partidito amistoso lo ganamos nosotros, que nos mantienen sin mover un solo dedo.

—¡Ya dejen dormir! —grita alguien desde otra celda y el par de flacos obedecen. Un poco para no meterse en líos con el de la orden que pesa más que ellos dos juntos. Otro tanto para apaciguar los nervios. Fausto por volver al mundo real… Ulises por regresar a su amarga soledad.

VI

Primavera, 1978.

—¿Qué edad tienes?

—Dieciocho.

—Mi hijo tiene tu edad.

—Genial.

—¿A qué te dedicas?

No digas que acabas de salir del orfanato. Tampoco le cuentes que quieres ser abogado pero las becas en la Facultad de Derecho parecen inalcanzables. Limítate a comentar que hace poco terminaste el bachillerato. Que te diste un año sabático… cualquier cosa que te sitúe como alguien normal.

—Acabo de salir del orfanato.

Mierda…

—Quiero ser abogado, pero las becas en la Facultad de Derecho parecen inalcanzables.

¡Mierda!

—Conozco a varios abogados.

—¿De verdad?

—Claro. Los conductores de pipas también tenemos amigos encorbatados.

El sujeto medía metro y bastante. De cabeza rapada y barriga abultada. Barba blanca (mal recortada), camisa de leñador color roja, vaqueros gastados y botas lo suficientemente maltratadas como para no distinguir entre lo café y lo verdoso. El hombre que con seguridad rebasaba los cincuenta pero no llegaba a los sesenta, no parecía del tipo que le caía bien a los juristas, calculó Eduardo. A menos que se hubieran conocido por trabajo. O de la infancia.

—En realidad solo conozco a tres. Dos de ellos desde la niñez, el otro porque hace tiempo me sacó de prisión.

Lo sabía.

—Quizás pueda hablar con ellos. Deben conocer gente.

—Gracias, pero prefiero hacer las cosas bien.

—Entonces no estudies esa carrera, muchacho.

El sujeto rió a carcajadas, como si lo dicho hubiese sido lo más gracioso del mundo. Saldívar se sentía con el compromiso de al menos soltar una pequeña sonrisa o hacerle segunda a la malograda comedia del chofer, en cambio giró de tema bruscamente y llevó aquello a terreno sinuoso.

—¿Por qué fue a prisión?

—¿Por qué llegaste al orfanato?

—Porque mis padres murieron cuando yo tenía doce años.

—Triste.

—¿Y usted?

—Los míos murieron de viejos.

—Me refiero a lo de la prisión.

—Ah, eso. Prefiero no hablar del tema.

A Eduardo le dio la impresión de que al hombre se le congeló el semblante en cuanto escuchó la pregunta. Daba mordidas toscas y gigantescas a la hamburguesa, masticaba con la boca abierta. Un poco por eso y otro tanto por la incomodidad del momento, Saldívar perdió el apetito. Para entonces había comido lo suficiente como para aguantar lo que quedaba de la noche.

—Gracias por la hamburguesa. Creo que es hora de…

—Son veinte pesos.

—¿Perdón?

—Un billete azul —agrega sin voltearlo a ver mientras se limpia la boca con una servilleta.

—Pero usted me invitó.

—No dije que te pagaría —alza la mirada y clava el par de lunas oscuras en el confundido rostro de Eduardo—. Igual soy amigo del dueño. Hay otras formas de pago si no tienes dinero.

Saldívar volteó temeroso para todos lados. El restaurante era pequeño; seis… siete mesas esparcidas en la parte media, al fondo una caja donde una chica de entre quince y diecisiete años atendía. Eduardo volteó a verla como suplicándole ayuda, aunque no sabía muy bien si la necesitaría. El resto del lugar estaba vacío.

Saldívar sintió un escalofrío que le nació en la espalda y acabó en los pies. En eso el sujeto apoyó los codos en la mesa de metal color roja, estiró la mano y le acarició suavemente la mejilla.

—Tú no me vas a denunciar… ¿verdad? No quieres que a papá lo vuelvan a encerrar.

VII

Invierno, 1996.

—¿Quién es Catalina de la Berna?

La pregunta la hace Virginia Torres: conductora del noticiero estelar en punto de las nueve de la noche, transmitido por Cadena nacional.

—Una de tantas mujeres maltratadas.

—¿Y por qué lo dices ahora, que Francisco está muerto?

—¿Cree que no lo intenté antes?

—No dije eso…

—¿Sabe lo difícil que es ser escuchada en estos tiempos? Las mujeres no tenemos voz. Menos cuando se trata de cubrir a hombres importantes, como Francisco de la Berna.

—Vamos por partes, Catalina. ¿Qué edad tienes?

—Veintiuno.

—¿Cuándo conociste a Francisco?

—Hace un par de años.

—¿Cuándo se casaron?

—Una semana después de conocernos.

Virgina abre los ojos como platos, alza una ceja y ve a Catalina con la vehemencia que sus más de treinta años de carrera le permiten, sí, pero también como mujer. Porque de la viudita solo conoce el par de ojos verdes, como los suyos. La delgadez de su cuerpo, también igual al de ella. El cabello a la altura del hombro… los labios enroscados en una suerte de nervio y rencor. Sin embargo, la entiende. O cree entenderla. Siente su dolor y estima preciso romper cualquier barrera.

—¿Te obligó a casarte con él?

Catalina se ve tentada a contar la verdad. Decir que la obligaron, sí, pero aclarar que Francisco no fue el único malo del cuento.

Detrás de tan maquiavélico plan, está Eduardo Saldívar. Fue él quien prácticamente la vendió… la rentó. El plan inicial era perpetuar la fusión entre las empresas de Francisco y la Firma de Saldívar. Ser la mano legal de la distribuidora de armas más importante del país, era el impulso que el despacho necesitaba. Al poco de casados, sin embargo, a Francisco le diagnosticaron un problema irreversible en el corazón, y eso despertó el sexto sentido de Eduardo.

—Cuando Francisco muera, que ojalá sea pronto, tienes que acabar como víctima.

—¿De qué hablas?

—Tu casamiento con de la Berna cuenta con suficientes elementos para poner al mundo de cabeza. El tipo te triplica en edad, prácticamente te compró como esposa. Se aprovechó de tu situación y te desposó nomás para no quedarse solo. Como si fuera poco, te mantiene en anonimato.

—¿Y eso en qué nos beneficia?

—El despacho te defenderá. Imagina nada más las tapas: ‘’Saldívar y Asociados hacen justicia por la viuda de Francisco de la Berna’’.

—¿Y contra quién pelearemos?

—Contra sus hermanos. Legalmente eres su esposa, en el trato nos aseguramos de que sus empresas y propiedades quedaran a tu nombre en cuanto él falleciera, pero ellos igual pelearán.

—Perderán.

—Sí, pero ese juicio no es el que nos interesa, sino el otro… el moral.

—No entiendo.

—Iremos por una indemnización por el daño que te hizo. La cifra es lo de menos. Cientos… millones… da igual. Lo importante aquí será el impacto mediático. Nunca ha habido algo parecido.

—¿Y qué te hace pensar que vamos a ganar?

—¿Por qué Francisco no te muestra en sociedad?

—Porque no confía en mí.

—¿Y por qué no confía en ti?

—No lo sé.

—Al contrario. Porque sabes. Sabes demasiado. Por eso no confía en ti. Y lo que sabes afecta también a los hermanos. Llegaremos a juicio, obvio. Pero a mitad de…

—Los chantajearemos.

—Prefiero decir que llegaremos a un acuerdo.

VIII

Otoño, 2017.

El sol matutino que le endurece el gesto, el viento removiéndole el cabello. Los más chicos lo ven como si se tratara de un sujeto común y corriente, cuando en realidad vivió dos años tras las rejas; cien, en tiempos reclusos. Con eso basta para ser todo menos común, calcula. Aunque sí corriente.

Un niño se le acerca y le pide una moneda. No tengo ni para mí, quiere decir. Para la otra, suelta. Le da la impresión de que el chiquillo le cree. Porque sonríe y agradece. ¿Gracias de qué?, si no te di un duro.

Jura para sí buscarlo en cuanto encuentre trabajo, y no solo darle una moneda, sino hasta invitarle una nieve. ¿Le gustará la nieve? Supone que si la vida lo trata tan mal como para estar de mendigo a sus escasos ocho… nueve años, no puede no gustarle la nieve.

¿Acaso eso tiene relevancia? ¿La miseria condiciona tus gustos y aficiones? Los antecedentes… el odio popular cuando se saque la barba y la gente comience a reconocerlo, ¿lo pondrá en paridad de condiciones con el niño y la nieve?

—¿Fausto?

Pregunta una chica a sus espaldas. El timbre infantil… la forma tan peculiar de hablar como si dejara algo pendiente, le da una idea de quién puede ser.

—¿Abril? —pregunta y después voltea. Se encuentra con el rostro enternecido de la chica que le movió la roja en tiempos muertos.

—¡Fausto!

La mujer lo abraza apenas encuentra su mirada, y el tipo quiere quedarse a vivir en la calidez de esa piel blanca; suavidad de su oscura cabellera. Ver de lunes a domingo los ojos chiquitos injustamente ocultos bajo unas anticuadas gafas grises, e inventarse días para extrañarlos. Su dulce perfume, vibra siempre activa. Todo en ella lo hace sentir en libertad… olvidarse de lo que hizo.

—Sabía que se haría justicia.

Abril deshace el abrazo y Fausto no sabe muy bien si la nostalgia que de pronto le invade se debe al contacto caduco o al fallido intento de consuelo. Regresa el fantasma de su recuerdo; se ve a sí mismo sosteniendo el cuerpo vacío de Mercedes, implorando porque la sangre salida del cuello vuelva a sus venas… vuelva a estar viva.

—¿Me aceptas un café?

De ninguna manera, Fausto.

—Claro.

Mierda…

IX

Primavera, 1978.

—¿Está muerto?

—Creo que sí.

—Ya era hora.

—¿Estás loca?

—El loco era él. Siempre hacía lo mismo: invitaba a cenar a algún  mendigo, esperaba a que el restaurante se vaciara y después…

—Entiendo, entiendo.

—¿Y qué piensas hacer?

—No tengo idea.

La chica se acercó al cuerpo del fallecido conductor de pipa, cuidando no manchar de sangre sus ropas. Llevaba un delantal blanco, abajo un vestido amarillo y zapatillas beige. Las manos debían temblarle; el rostro estar más pálido que de costumbre. En cambio no ocurría una cosa ni otra. Tampoco corrían lágrimas del par de ojos que entonces lucían oscuros, mas si levantaba la mirada y encaraba a cualquier lámpara, adoptaban una claridad roba suspiros.

Montserrat tenía frente a sí el cadáver del mejor amigo de su padre; al costado derecho al asesino, y actuaba como si nada hubiera ocurrido.

—¿Cómo te llamas?

—Eduardo.

—Montserrat, mucho gusto —se presenta sin voltearlo a ver—. Te pongo en contexto: el tipo era tan miserable que le tenían prohibido acercarse a su familia. Estuvo dos años preso por haberle hecho tocamientos a su propio hijo… la ex esposa lo odia a muerte.

—Una pena, pero…

—A lo que voy es que nadie preguntará por él. Venía borracho, ¿no?

—Creo.

—Bien. ¿Cómo fue que lo tumbaste?

—Jalé la pata de la silla con mi pie.

—Por eso cayó de espaldas y se golpeó con la mesa. Que para suerte es la única de madera.

—Supongo.

—Perfecto. Aquí el escenario: yo estaba en la cocina, tú cenando. En eso escucho ruido y salgo corriendo. Me resbalo. Eso te da el tiempo suficiente para acercarte a él e intentar ayudarlo. Si tus huellas aparecen, ya tenemos algo para ofrecer.

—Entiendo, pero…

—Pero nada. ¿Qué edad tienes?

—Dieciocho.

—Cuarenta, mínimo.

—¿Cuarenta?

—Cuarenta años preso. ¿Quieres eso?

—No.

—Entonces cambia la cara de asesino y pon la de alguien que vio de primera mano cómo un borracho confundió una silla con una mecedora, se hizo para atrás y perdió la vida de la manera más tonta.

—Pero…

—Ensaya tu papel mientras pido una ambulancia.

—Ok… gracias.

—De nada.

X

Invierno, 1997.

—¿Cómo es Saldívar?

—Una gran persona.

—¿Cuándo lo conociste?

—Cuando tomó mi caso.

—No estás hablando con la periodista… ahorita soy Virginia a secas. Por eso te cité en este Café, no en el Canal.

—¿Y qué interés tiene Virginia a secas en mí?

—El de cualquier mujer frente a una colega.

—Hace un año conté todo en tu programa. De la Berna me propuso casamiento para sacarme de la miseria… jamás me trató como esposa. Me violó en múltiples ocasiones, a menudo dormía en el sótano. Intenté denunciar, pero…

—Pero las autoridades jamás dieron seguimiento.

—Hasta que el despacho de…

—Hasta que el despacho de Saldívar tomó tu caso e hizo justicia, con todo y que el villano era un pez gordo… muerto, para acabar.

—¿Qué más quieres saber?

—¿Cuándo conociste a Saldívar?

—Ya te dije, cuando…

—¿Por qué mientes, Soledad?

XI

Otoño, 2006.

—Es una mierda —suelta una chica en tono raro e infantil—. Soy Abril, estamos juntos en Constitucional… con Hurtado hijo de puta. Lo de hijo de puta es más bien un apodo, aunque bien podría caber como calificativo. En caso de ser definición, sin embargo… Dios. Me gusta decir sin embargo. Sin embargo, sin embargo, sin embargo. Bueno, sin embargo, en caso de ser definición, sería más bien: con el hijo de puta de Hurtado. ¿Entiendes?

Fausto le arrojó la más fría de sus miradas, aunque en el fondo el reproche no iba hacia ella, sino a él, por dejarla soltar tantas palabras sin preguntarle quién era… qué hacía ahí.

—Perdóname. Hablo mucho y…

—Hablas mucho y muy rápido.

—Y difícilmente se me entiende. Lo sé.

—¿Quién eres?

—Abril.

—¿Nos conocemos?

—Ajá —contesta y pinta los ojos de blanco—, estoy contigo en…

—Ah, en lo de Hurtado hijo de puta.

—¡Sí!

El agitado volumen de Abril no encajaba con aquella capilla entregada al llanto y al lamento. Al silencio incómodo. Al arrepentimiento por no haber abrazado lo suficiente a los fallecidos… por no haberlos disfrutado en vida.

Fausto yacía hincado frente a los cofres de sus padres. El del viejo lo tenía a su derecha, estaba cerrado. El de la madre a la izquierda, iba abierto.

Quería pasarse ahí la noche entera, aunque apenas eran las diez y en cualquier momento lo obligarían a cenar algo en la sala de estar donde ofrecían el mejor café… la mejor repostería. Donde igual se sufría de los mil demonios.

No obstante, tras la imprudencia de su enérgica compañera, se incorporó de un salto y la acompañó hasta la salida. Un poco para descansar de las miradas bien intencionadas, sí, pero que igual te recordaban una y mil veces el trágico motivo por el cual estabas ahí. Otro tanto para medio entenderle a esa pálida mujer de cabello negro. Flaca como ella misma y de anteojos gruesos. Que seguía hablando mientras caminaban. Y seguía y seguía y seguía…

—¿No piensas callarte?

—No vendrá, ¿verdad?

—¿Quién?

—Mercedes.

Y entonces Fausto reparó en que esa niña de voz atropellada (prácticamente una desconocida), lo acompañaba en el día más triste de su vida, mientras Mercedes; novia desde hace un par de años, cumplía con una guardia extraordinaria en el Tribunal.

—Llegará más tarde —miente.

—¿Te molesta si me quedo?

—¿Por qué lo harías?

—No somos amigos. A tu novia le caigo mal porque disputamos el primer lugar, aunque ella siempre gana. Podría aprovechar la ocasión para molestarla… seguro eso te dirá cuando le cuentes que la rara de Abril vino al funeral de tus padres, pero lo cierto es que estoy aquí porque hace cuatro meses me ocurrió lo mismo, y sé de un lugar que apoya a personas como nosotros. Ya sabes… ‘’desamparados’’.

—Siento lo de tus padres.

—Sientes lo de los tuyos, pero gracias.

A Fausto le gustó la actitud de Abril. Le pareció genuino el gesto, por eso le aceptó la compañía. En el peor de los días, Escalante ganó una buena amiga.

XII

Primavera, 1978.

De un manotazo Eduardo se sacó la áspera caricia del pipero, después le ajustó un derechazo en la nariz. El golpe fue tan débil que con esfuerzo robó tres gotas de sangre.

Sin embargo, los ojos del sujeto lloraron. Eso le permitía a Saldívar salir corriendo y perderse entre la inusual niebla de primavera, aunque el otro, al montarse en la pipa, seguramente lo alcanzaría. Igual decidió quedarse. Quizás estaba escrito que esa noche se convertiría en homicida.

Se puso en pie, tomó un cuchillo de la mesa contigua y se vio enterrándoselo a aquél hombre. En el vientre. O en la pierna. O en el cuello. O en todos lados.

Con la piel erizada y el corazón latiéndole a mil por hora, estaba a punto de satisfacer la fantasía: matar a quien no odiaba lo suficiente, pero por algún extraño motivo le embriagaba la idea de verlo muerto.

En eso un extraño ruido en la cocina lo regresó al mundo real. Soltó el cuchillo y cerró el puño. Un poco por impulso. Otro tanto para frenar la ansiedad.

El cosquilleo era bravo. Desarmó el nudo de su mano y la colocó en el rostro del chófer. Con la fuerza faltante en el puñetazo de hace unos instantes (de dieciocho años perdidos), impactó el cráneo del miserable en el filo de la mesa trasera, provocándole la muerte.

—¿Qué pasó? —pregunta una mujer blanca de ojos bonitos. Eduardo no debe tener cabeza para apreciar esos detalles, empero lo hace.

El shock a veces surte efectos raros. No siempre te congela nomás por fuera, en ocasiones también lo hace por dentro. Te vuelve apático frente a la situación… miserable. Capaz de seguir como si nada hubiera ocurrido, y hasta te permite disfrutar pequeños detalles de la vida, como el gol de último minuto, el chiste legendario en los asados. El diez en el colegio cuando esperabas cinco… los labios rojos de esa chica. Y su piel clara. Y su rostro. Y sus ojos… Dios bendito… ¡qué ojos!, estimó Saldívar en un duelo de once contra cuatro en tiempo de reposición.

—Lo tumbé. Fue un…

¿Qué carajo le digo? No quiero que me vea como a un demente. ¿Acaso importa cómo me ve? ¡Tienes a un puto muerto en frente, Saldivar! Pero sí… sí importa cómo me ve. ¿Entonces? ¿Tenías que decir que lo tumbaste? ¿En serio?

—¿Está muerto?

¿Qué? Tranquilízala diciéndole que no. Aunque no se ve nerviosa. Dile cualquier cosa menos que sí. Porque si le dices que sí…

—Creo que sí.

¡Genio!

—Ya era hora.

—¿Estás loca?

¡Eso! Insúltala, tarado (piensa con sarcasmo).

—El loco era él. Siempre hacía lo mismo: invitaba a cenar a algún  mendigo, esperaba a que el restaurante se vaciara y después…

—Entiendo, entiendo.

Genial. El sujeto tenía sus pecados y ella está al tanto de lo que intentaba hacerme. Si lo tumbé, como dije, habría sido en defensa propia. ¿Debo contarle la verdad? Ya partí de una mentira. Creo que conviene más seguir por ahí.

—¿Y qué piensas hacer?

—No tengo idea.

¿Por qué se acerca al cuerpo? ¿Y si mancha ese hermoso… ese horrible vestido amarillo pero que en ella luce hermoso? Cuida esos detalles. Bien. Espera… ¿por qué cuida esos detalles? ¿Por qué actúa tan natural?

—¿Cómo te llamas?

—Eduardo.

—Montserrat, mucho gusto.

Mamita linda… ¡qué piel tan suave!

—Te pongo en contexto: el tipo era tan miserable que le tenían prohibido acercarse a su familia. Estuvo dos años preso por haberle hecho tocamientos a su propio hijo… la ex esposa lo odia a muerte.  Resultó una ficha, sí. Pero no deja de ser humano. O no dejaba de serlo. Igual conviene seguir en el papel. A las chicas les gustan nobles… ¿no?

—Una pena, pero…

—A lo que voy es que nadie preguntará por él. ¿Venía borracho?

—Creo.

Mentira. El pipero venía sobrio. Con un ligero aliento, pero sobrio al fin y al cabo.

—Bien. ¿Cómo fue que lo tumbaste?

Dile la verdad. Ésta hermosura merece escuchar la verdad. O al menos una versión creíble, por favor.

—Jalé la pata de la silla con mi pie.

¿Qué?

—Por eso cayó de espaldas y se golpeó con la mesa. Que para suerte es la única de madera.

—Supongo.

No me cree. Ni en pedo me cree.

—Perfecto…

¿Qué?

—Aquí el escenario: yo estaba en la cocina, tú cenando. En eso escucho ruido y salgo corriendo. Me resbalo. Eso te da el tiempo suficiente para acercarte a él e intentar ayudarlo. Si tus huellas aparecen, ya tenemos algo para ofrecer.

Piensa en todo. Mal, pero piensa. Debo corregirla. Con tacto, claro.

—Entiendo, pero…

—Pero nada. ¿Qué edad tienes?

—Dieciocho.

—Cuarenta, mínimo.

—¿Cuarenta?

—Cuarenta años preso. ¿Quieres eso?

Mierda… ahí no te podría ver como quiero.

—No.

—Entonces cambia la cara de asesino y pon la de alguien que vio de primera mano cómo un borracho confundió una silla con una mecedora, se hizo para atrás y perdió la vida de la manera más tonta.

Nadie nos va a creer, bonita. Tengo que salvarnos de ésta. ¿Salvarnos? Salvarme, será. Pero Dios… qué hermoso suena ese plural.

—Pero…

—Ensaya tu papel mientras pido una ambulancia.

¡Deténla! ¡Mejora la coartada!

—Ok… gracias.

A la vida, por conocerte. Pero no, espera… ¡deténla!

—De nada.

¡Mierda!

Montserrat caminó a paso acelerado hasta la caja, dio un vistazo rápido por la cocina. Hacía hora y media que el encargado se marchó, pero igual quiso constatarlo.

Efectivamente estaban solos. Y mientras daba una última práctica frente al teléfono, se dio cuenta de que Eduardo la veía desde afuera como diciendo: sé que no es el momento para ponerme de Romeo, pero eres tan bonita que me resulta imposible no hacerlo.

Capaz la chica estaba frente a un demente, porque a menos de que la miopía le jugara una mala pasada, veía a Saldívar sonreír a modo genuino… como si a su costado izquierdo no yaciera un hombre muerto.

Montserrat debía gritar, quizás. O pedirle razones. Pero estaba tan ocupada devolviéndole la sonrisa, que no dio bola a la coherencia. Eran dos diablos montados en la misma escena.

XIII

Invierno, 1996.

—Es la madre de la chica.

—¿Qué chica?

—La que acaba de entrevistar.

—¿Catalina?

—Sí. Aunque bueno… la mujer insiste en que se llama Soledad.

Una de esas colonias habitadas por casi todo tipo de gente: los de apellido de alta alcurnia que en cierto momento de la vida se estancaron y acabaron sin lujos ni apuros; pertenecientes a una inexistente clase media alta. Otros que lograron ofrecerle a sus hijos poco más de lo que ellos tuvieron… o capaz y no, pero el hecho de quitarles la presión de tener que trabajar para vivir, aparece como una mejora considerable. También están los pobres. Los muy pobres. Los que hoy tienen para comer frijoles, mañana alcanza para huevo y el viernes… el viernes rezan a un tal Jesús para que las sobras de ayer y antier salven del hambre a los más chicos del hogar. La familia que Virginia Torres visitó aquella tarde de invierno, pertenecía a los segundos.

Mara tuvo una infancia complicada. Sus padres murieron a causa de un virus respiratorio bastante popular hace tiempo. Su único hermano le doblaba en edad; cuidó de ella mientras pudo. Antes de que la epidemia acabara también con él.

—¿Mara?

—Pase.

La mujer abrió la puerta, Virginia bajó el par de escalones que la condujeron hacia una pequeña sala.

—¿Le ofrezco algo de tomar?

—Así estoy bien, gracias.

—¿Qué hora es?

—Tres y cuarto.

—Me prepararé un escocés. Vuelvo en cinco minutos.

—Claro.

Mara caminó hasta la cocina que estaba a escasos metros, y aunque tardó menos de lo acordado en volver, a Torres le alcanzó el tiempo para recolectar aspectos importantes.

La pieza era pequeña, sí, pero limpia. En la pared colgaban dos retratos; uno más grande y cuidado que el otro. En el primero aparecía un tipo que seguro rebasaba los veinte años, mas no alcanzaba los treinta. A Virginia le dio la impresión de que en algún momento la desaliñada persona que entonces preparaba un trago en la cocina (capaz en sus mejores años), fue bastante parecida al caballero. El cuadro chico se quedó con el aliento de Torres.

—Es ella.

—¿Catalina?

—Soledad. La hija de puta se llama Soledad.

A Virginia le costaba entender cómo una madre podía expresarse tan mal de su hija. Pero en los años que laboró como periodista independiente, aprendió a no juzgar de primera línea. Sólido o endeble, debía haber algo que justificara la tensión.

—¿Quiere contarme un poco de ella?

—Por eso la llamé.

—¿Por qué no quiso que la contactara con su hija? Aún no…

—Porque esa vendida no es más mi hija. Soledad murió hace seis años. O hizo me hizo creer. Para el caso es lo mismo.

—¿Está segura que…?

—¿Me va a dejar hablar?

—Disculpe…

—Hace seis años tuvimos una discusión. Nada grave… las teníamos seguido. Carlitos por error cambió sus llaves con las de ella, y eso ocasionó que la corrieran del trabajo. Si es que administrar boletos en la estación del metro se considera trabajo… en fin. Entonces ella era una pendeja de quince años, traía la novedad ésta de estudiar. Igual de pretensiosa y superficial que el hijo de puta de su padre. Se pagaba la escuela, obvio. Yo no iba a solapar sus tonterías. Como se quedó sin trabajo, le exigí que se diera de baja.

La mujer apuró lo que le quedaba de whisky, giró levemente el rostro hacia la izquierda.

—Ahí dormía. Esa noche le pegué duro.

—¿Por?

—Me llamó mediocre.

Gruesas lágrimas trazaron lineas indecisas en las mejillas de Mara, que parecía abatida por un llanto salido a la fuerza. Como si durante años la madre de Catalina… Soledad, hubiese hecho imposibles para apaciguar la pena.

—Una dice cosas cuando se enoja. A mi madre…

—No la cité para que me diera consuelos de quinta mano.

—Perdone, yo…

—Deje de disculparse y escúcheme bien —agrega tallándose los ojos con más enojo que tristeza—. Soledad siempre fue rara. Cuando niña, una vez quemó a un gato vivo. Después intentó hacer lo mismo con un perro y a menudo apedreaba a los canarios. Siempre culpaba a Carlitos, pero…

—¿Quién es Carlitos?

—Mi hijo.

Apenas mencionaba el nombre de Carlos… Carlitos, y a Mara se le encendía la mirada. Un brillo agradable. Como de niño en navidad, adolescente en su primer beso. Adulto tras ser fichado en el trabajo de sus sueños o abuelo con pensión suficiente para morir con decoro. Cuando la mencionaba a Soledad… Catalina, sin embargo, la luz caía sin tregua en un agujero negro y profundo. Una suerte de odio y reproche ponía a cascabelear los dientes de arriba con los de abajo, y Virginia no sabía muy bien si el disgusto iba dirigido a la hija o a ella misma.

—Deben tener cuidado. Catalina es de esas personas que en pleno abrazo te entierra un cuchillo por la espalda, después dice que no, que no fue ella. Que alguien más lo hizo. Lo peor es que te hace dudar… aún y cuando la cabrona sea la única sospechosa.

—¿Por qué se expresa así de ella?

—Estuvo nueve meses en mi vientre; la conozco mejor que nadie. Es igualita a…

—¿Tan mal se llevaba con el padre de Cata…

—Soledad. La hija de puta se llama Soledad. O se llamaba. Como sea. Su padre es una persona horrible, igual que su madre… mi ex suegra. Me enamoré de él siendo una pendeja, y claro. Se aprovechó de eso. Carlitos era solo un niño; su papá tenía poco de fallecido. Heriberto… el padre de Soledad, supo endulzarme el oído y caí. Era abogado. Casi nunca estaba en casa, pero igual tampoco me exigía que lo atendiera. Puse un kiosco en lo de ambos y la vida nos trató bien hasta que de pronto fue por cigarros y no volvió más. Tal cual. El cabrón cogió el chiste más popular del universo y lo convirtió en realidad.

—¿Y qué fue de ustedes?

—La cínica de Lulu… mi ex suegra, juró hasta hace poco que a Humberto lo secuestraron. O lo mataron. O cualquier cosa con tal de no admitir que el hijo le salió patán.

—¿Y por qué no creerle?

—La señora murió hace un par de meses, y jamás la vi llorar. Nunca lució como una madre que tuviera a un hijo desaparecido… a su único hijo. Mi caso es diferente, aclaro. Soledad y yo siempre tuvimos una relación complicada. No tengo apuro en admitir que mi hijo es Carlitos, y ella… ella simplemente fue alguien a quien parí. Además, como le dije hace unos instantes, ella siempre fue rara. Por eso la cité aquí. Tienen que observarla de cerca. No me cuadra eso que cuenta del tal de la Vega,

—De la Berna.

—Da igual. A Soledad la conozco… sé cuando está mintiendo, y anoche en su programa mintió. Hace seis años, tras la discusión, esperó a que Carlitos y yo nos fuéramos a dormir, luego cruzó esa puerta para nunca más volver. Vecinos la vieron subirse a un taxi con placas foráneas cerca de la madrugada; no sé a dónde fue ni qué pasó después, pero la que ahora anda de falsa víctima, es alguien de cuidado. Soledad era rara… un poquito mala y falsa, pero hasta ahí. Ahora…

—¿Ahora qué?

—Capaz exagero, pero la muchachita que ayer vi en su programa me pareció una amiga cercana del diablo.

XIV

Otoño, 2017.

—¿Por que nunca fuiste a verme?

—Por miedo.

Fausto siente que el mundo le cae encima. Es consciente de que el temor tiende a ahuyentar las buenas intenciones, claro. Poco importan los lazos. No hay amistad ni sangre que valga tanto como para regalarle un poquito de tu libertad a quien decidió arruinar la propia. Es por eso que el peso que hiere los endebles hombros de Escalante nada tiene que ver con el supuesto abandono.

Lo que duele, es que la mujercita le suelte el gancho sin mirarlo a los ojos. Que prefiera la taza de café helado antes que la mirada taciturna de un hombre recién salido del calabozo, sí, pero que la quiere de verdad. Poco, capaz. Pero de forma sincera. Y ese cariño, según Fausto, vale más.

—Entiendo.

—No a ti, tonto. A la cárcel. ¿Qué tal si me dejan ahí?

—¿Por qué…?

—Prefieres no saberlo.

—Ok…

—Bien, bien… ¡te cuento!

Abril reposa los codos sobre la mesa, se inclina hacia adelante. Acaba tan cerca de Escalante que el tipo puede sentir su respiración.

—Tenía cinco años… quizás seis. Mamá me llevó a la juguetería por ahí de diciembre… ya sabes —se acerca aún más y suelta entre susurros: para armarle la lista a Santa.

—¿Ok…?

—Bien, bien… ¡la idea fue mía! —dice en tono elevado y se echa hacia atrás. Ahora está recostada en la silla, cruzada de brazos.

—¿Qué idea?

—Vi una puta muñeca doctora. Yo quería ser doctora. Le dije a mamá y ella fingió no escucharme. ¿Quién no escucha la irritante voz de una mocosa de cinco años? El caso es que la robé y desde entonces me da miedo todo lo relacionado con los polis. La cárcel es como su Disneyland. Te quiero, amigo. Pero tampoco alucines.

—De no ser por eso…

—Te habría visitado todos los días. Obvio.

—¿A pesar de lo que…?

—A pesar de las mentiras.

—¿Por qué estás tan convencida de mi inocencia?

—Serás lo que quieras, Fausto: una gallina, un tonto para escoger pareja, un tramposo para jugar billar… ¡oye sí!

—¿Qué?

—¡Te odio por eso! Debes darme la revancha. He practicado mucho últimamente.

—Ok, pero dime…

—Serás lo que sea, amigo. Menos un asesino.

Abril pone su mano derecha en la izquierda de Fausto; vuelven los recuerdos de aquella trágica mañana en la que se las arregló para inventarse un escenario que dejara bien parada a Mereces y que a él lo situara como único responsable de su muerte. ¿Acaso lo es?

—Mientras estuviste encerrado conocí a un tal Jesús. Es un tipo bastante raro. Tiene una mansión gigantesca, y sin embargo, prefiere pasarse el día entero en una choza miserable. Él sabe de ti.

—¿Ah, sí?

—Ajá.

—¿Y qué dice de mí?

—Que te equivocaste, sí. Pero no de la forma en la que crees.

Abril lo mira a los ojos con una suerte de ternura y tenacidad difícil de explicar. Como si estuviera a punto de echarle en cara sus pecados y a la vez estuviese dispuesta a cargarlos a nombre de él.

—Ya pagaste lo suficiente, Fausto. Y no hablo del tiempo que estuviste encerrado, sino de donde estás ahora.

—¿Y dónde estoy ahora?

—En el peor de los infiernos.

—¿Acaso hay más de un infierno?

—Ajá, y tú estás atrapado en el más feo de ellos.

—¿Y cuál es ese?

—El remordimiento… ¿y sabes por qué es el peor?

—Ni idea.

—Porque es al único al que no tiene acceso mi amigo Jesús.

XV

Primavera, 1980.

—Eduardo Saldívar, ¿acepta usted a Montserrat De la Berna como su legítima esposa?

—Acepto.

—Montserrat De la Berna, ¿acepta usted a…?

—Acepto, acepto.

—Déjalo terminar, cariño.

—Descuide —dice el Padre esbozando una sonrisa que se debate entre la gracia y el hartazgo. Los declaro marido y mujer.

Lo acostumbrado es que sea el novio quien dé el beso a la novia, o que ambos junten sus labios así, nomás. Con más ternura que pasión. Sin embargo, ésta pareja lo hace todo al revés. Por eso Montserrat enjaula a Eduardo entre sus brazos y lo besa como si el recinto fuera un cuarto de hotel y no una iglesia. Como si los ahí presentes fueran perfectos desconocidos, no esa familia que se persigna todas las mañanas y a diario charla con un tal Jesús.

Los declaro marido y mujer, dijo el Padre como intentando bendecir a los recién casados. Lo cierto es que entre ellos hay un lazo capaz más fuerte que el enviado desde arriba. Porque hace dos años se montaron la escena más absurda del mundo con tal de encubrir un asesinato (¿acaso hay unión más dura que la complicidad?), y de no ser porque el modus operandi del pipero tenía patas arriba a policías y gobernantes (cuya muerte les provocó más gusto que disgusto), habrían analizado a fondo y seguro daban con que la versión de los los ahí presentes carecía de total sentido. Se salvaron, no obstante, y ahora están felizmente casados.

—Nada podría arruinar este momento —dice Saldívar al término del beso.

Nada ni nadie, quiere responder Montserrat, pero una bala le corta los días.

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