I
Invierno, 2004.
—Quiero que te quedes a cargo.
—¿Perdón?
—Lo pensé toda la noche y es lo mejor.
—Pero…
—Yo viajaré a Sudamérica.
—¿Qué vas a hacer allá?
—Las Barras son un negocio redondo.
—¿Barras?
—De fútbol.
—¿Me estás jodiendo?
—El fútbol es solo el conducto. Como aquí los cárteles y la política. Allá el juego es la cortina… una cortina que precisa de mano firme, claro. En un par de años armamos una infraestructura sana, y…
—¿Y qué voy a hacer yo desde acá?
—Seguir con el trabajo. No eres ninguna improvisada. A veces, incluso, aciertas tanto como yo.
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IInvierno, 2004.Eduardo se pone de pie y camina hasta el librero que le queda a mano derecha. Catalina lo ve; extrañada.El tipo se pone de cuclillas y saca una caja de metal que ocupaba la sección baja del mueble. El contenido de ésta siempre inquietó a Catalina, mas nunca se atrevió a indagar.Saldívar da la media vuelta y camina de regreso al escritorio; trece metros lo separan de la mirada confundida de su asistente.Deja la caja sobre la mesa y la abre rápido, sin entrar en desespero.—¿Qué haces?La pregunta la hace Catalina; Eduardo no responde. Dedica su total atención a la búsqueda de algo. Al término de unos cuantos segundos, saca un legado color amarillo.&mda
IVerano, 2015.—Quiero que seas mi esposa y mi hija, según convenga. Olvidémonos del despacho, viajemos por el mundo. Seamos solo nosotros dos, y…—No puedo, Eduardo. Lo siento.—Pero dijiste que estabas enamorada de mí.—No de esa manera. Y aunque así fuera, lo que me pides es enfermo.—¿Según quién?—La vida.—La vida a veces se equivoca.Catalina aún siente las escarpadas manos de Saldívar sobre las suyas. No fue la primera vez que la tocó, sí la primera en proceder a una declaración tan poco común.—Siquiera piénsalo.—No hay nada que pensar. Yo estoy muy agradecida contigo, en serio. Te quiero mucho
Aquella noche, Fausto acabó sin lágrimas. Lloró tanto que la chica de recepción tuvo que acercarse a él para preguntarle si todo estaba bien. Él dijo que no le pasaba nada, y no mintió. En sus adentros había nada… o casi nada. Solo el vacío de un corazón fracturado y el eco de un alma moribunda.No sabía si le dolía más la traición de Catalina (porque tenía planes que ella botó para largarse con Saldívar), el recuerdo de Soledad (que fue con quien realmente hizo el amor en ambas ocasiones), o todos los daños propinados por Eduardo.¿Quién era Gertrudis?, se preguntó. ¿Qué le hizo Saldívar a papá y a mamá?, continuó. ¿A qué se refería Catalina con eso de: ‘’Dios no perdona los crímenes come
IInvierno, 1990.¿Qué otra cosa puede salir mal?, pregunta Soledad para sí mientras camina sigilosamente por el angosto y eterno callejón que la conduce hasta el trabajo.No ha sido un buen día. Creyó que era domingo; es lunes. Por eso despertó a las cinco con cuarenta y siete de la mañana y no a las cinco en punto. Entra a las ocho, mas la estación de metro donde labora queda del otro lado de la ciudad.Para no acabarse el sueldo en camiones, solo toma uno, baja en Diez de mayo y anda durante más de cuarenta minutos. Ahora debe correr, sin embargo. Porque son las siete con cincuenta y ocho y el jefe comienza a descontar desde el primer minuto.—Perdóneme —dice al entrar a la estación. Se me hizo tarde.
IInvierno, 1994.—Francisco de la Berna, sesenta y cuatro años. Viudo desde los veinticuatro. Justo una semana después de su casamiento.—¿Qué sucedió?—A su mujer le dio un infarto en plena luna de miel.—Vaya…—Igual muy felices no iban a ser. La que le gustó siempre fue la cuñada: hermana menor de la fallecida. Intentó ponerse de novio con ella al poco de enviudar. Evidentemente la chiquilla lo rechazó. Un poco por el parentesco. Otro tanto por sus diecinada de años. El caso es que desde entonces renunció al amor y le entró de lleno a los negocios. A los treinta puso la primera tienda, a los treinta y dos la segunda. Para los cuarenta su marca ya era reconocida a nivel nacional, y desde los cincuenta está convertido en el hijo de puta con el que te vas a casar.Soledad agac
IInvierno, 1997.—Nada me sorprende de esa mujer.—Igual no deja de ser tu madre.—Una madre que jamás me buscó.—Le dijeron que estabas muerta, Soledad.—Catalina. Me llamo Catalina. Y eso se lo dijo cualquier persona… sin mostrarle el cuerpo ni ofrecer grandes detalles. ¿Sabes por qué? Porque ella no pidió ni una cosa ni otra.—¿Cómo estás tan segura de eso?—¿Acaso lo hizo?No. No lo hizo. Mara creyó en la palabra del flacucho que se le paró en la puerta y le soltó la tragedia así, nomás. Como si hablara del inusual calor invernal o de la promesa cumplida por la presidenta. Con lo necesario para despertar interés (debido a la rareza del evento), falto de drama para inyectarle credibilidad.