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Le hizo pensar en lo dulce que solía oler su casa en la mañana de Navidad, y cómo su madre siempre pretendía no saber que había regresado a comer por una segunda y, a veces, tercera vez una porción de los rollos de canela de Navidad.

Le hizo pensar en los arbustos de acebo con las bayas rojas brillantes justo afuera de la ventana en el estudio de su padre, donde solía esconderse durante horas y mirar los libros con pop-ups que Carlisle había comprado.

Le hizo pensar en la forma en que su madre siempre le preguntaba, justo antes de que se apagaran las luces, si había tenido una buena Navidad, y luego sacaba una pequeña caja de detrás de su espalda y decía: —Santa olvidó uno—. Siempre fue algo pequeño, comestible y envuelto en un paquete con un lazo rojo brillante. Su madre siempre lo dejaba comer lo que fuera en ese momento, y ni siquiera tenía que lavarse los dientes después. Ella simplemente lo dejaba salirse con la suya, y luego apagaba la luz, sabiendo que en la próxima salida del
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