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XXXIV Desconexión

A veces la mente jugaba trucos. Los espejismos eran un ejemplo de ello, los fantasmas también y puede que hasta ciertos fenómenos religiosos o milagros. A Sheily le pasó una vez, a los diez años. Salió de su habitación y sintió el aroma de la loción de afeitar de su padre, muerto ya hacía unos cuantos meses.

Se le llenaron los ojos de lágrimas porque fue como tenerlo de regreso. En cualquier momento lo vería salir del baño con su bata y le daría los buenos días y luego un beso en la mejilla.

Si existían los fantasmas, tal vez él había ido a visitarla, era un mensaje con el que le decía que seguía allí, que siempre estaría para ella aunque ya no pudieran verse.

«Tal vez se convirtió en un ángel».

Corrió emocionada hacia el baño, donde el aroma se volvía más intenso. La puerta se abrió de pronto y salió un hombre enorme, un tipo grotesco cuya panza se derramaba sobre los pantalones y cuyos pectorales se derramaban sobre la panza.

Su aspecto no era lo peor, era él quien olía a la loción
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