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LA CÁMARA DE LOS HORRORES

Mi nombre es Marie Belmont y he sido marcada por la tragedia y la maldición. La sociedad de mi Francia natal durante finales del siglo XIX era ya de por sí una sociedad cruel y dura, al menos para los que éramos pobres, pero cuando haya terminado de relatarles mi mórbida historia coincidirán en que la providencia se ensañó conmigo prodigándome las peores desgracias.

Tenía treinta años cuando mi esposo murió de tuberculosis y me quedé sola en el mundo con nuestra única hija de once años y una cantidad abrumadora de deudas. Incapaz de pagar, decidí ir a la oficina del prestamista, monsieur Abramovich, para rogarle por clemencia.

Su despacho se localizaba en los altos de un derruido edificio de madera carcomida, cuyos escalones crujían cuando uno subía por ellos. Al final del pasillo del segundo piso estaba la puerta donde el usurero atendía a sus víctimas-clientes. Ésta se abrió y de ella salió una joven de unos 17 años, bella y de cabello castaño, cubriéndose el rostro con la mano derecha para retener las lágrimas que brotaban de sus ojos verdes. La conocía bien, era la hija mayor de monsieur Devereux, el humilde zapatero que había perdido la vista recientemente y ya no podía pagar las cuentas. La muchacha salió del despacho con el vestido desacomodado y parecía querer huir de aquel lugar horripilante, por lo que pasó a mi lado a toda prisa y sin parecer notarme.

—¿Monsieur Abramovich? —pregunté adentrándome por la puerta de la oficina que estaba abierta y que en su parte exterior tenía una placa oxidada pero que aún podía ser leída y que decía: “Isaac Samuel Abramovich, prestamista”.

En su interior, detrás del escritorio y cerrándose el pantalón se encontraba aquel despreciable sujeto. El viejo usurero de nariz ganchuda, encorvado y con un poblado bigote que me miró a través de sus redondos espejuelos.

—Sí. Soy yo. ¿Qué desea?

—¿Me recuerda? Soy la viuda de Paul Belmont.

—¡Ah, claro! ¡Por supuesto! —dijo zalameramente. —Lamento la pérdida de su marido. Dejó muchas deudas detrás de él, ¿sabía? Espero que el motivo de su visita sea para pagarme, al menos, los altos intereses.

—No, monsieur Abramovich. He venido a suplicarle que tenga misericordia. No tengo forma de pagarle de momento. Necesito tiempo…

Abramovich chasqueó grotescamente la lengua en el paladar.

—Lo siento, madame Belmont, pero eso es imposible —dijo levantándose del asiento y acercándoseme. —Si le diera a usted un trato preferencial tendría que dárselo a todos y eso me arruinaría.

—¡Se lo ruego, monsieur Abramovich! ¡Estoy desesperada!

—¿Desesperada? —preguntó con una sonrisa sádica y luego me acarició el cabello— ¿Qué tanto?

Me desprendí de su roce rápidamente.

—No crea que su reputación me es desconocida, monsieur Abramovich. Es bien sabida la forma en que usted suele cobrar a las mujeres jóvenes y bonitas. Como me imagino que le cobró a la infortunada hija de Deveraux.

—Es una forma válida para rebajar los intereses, madame Belmont, y totalmente voluntaria. Si está dispuesta a pagar ese precio le aseguro que podré darle mucho más tiempo para honrar su deuda conmigo. Y si a fin de mes, nuevamente, se encuentra incapaz de pagar, siempre podré aceptar el mismo pago nuevamente.

—Yo soy una mujer decente, Abramovich, y devota creyente de Dios. Por nada del mundo aceptaría pecar de esa manera. Puede olvidarlo.

—Como guste. Pero debe saber que si no me paga a final de la semana, informaré las autoridades para que la envíen a la cárcel por morosa. Debería pensar en su hija, pues de ir usted a prisión ella irá a un orfanato. ¿Sabe lo que hacen a los niños en los orfanatos?

Sí que lo sabía. Lo sabía con gran amargura porque yo misma era huérfana y había crecido en uno.

Mi madre murió dándome a luz. Mi padre era un criminal cruel y sanguinario. Un asesino y violador. Cuando yo tenía unos seis o siete años solía llorar en las plazoletas en espera de que algún hombre o mujer de los que recorrían el mercado central se conmoviera y se acercara a brindarme ayuda.

Una vez que la persona me preguntaba la razón de mi llanto, debía decirles que estaba perdida y que no sabía como llegar al Callejón Desmont, donde vivía. En la mayoría de los casos dicho samaritano se ofrecería a llevarme. Para cuando llegáramos al lóbrego y espeluznante callejón, mi padre saldría de entre las sombras cuchillo en mano y usualmente degollaba al desgraciado para luego quitarle todo lo de valor. Si era hombre lo asesinaba de inmediato. Si era mujer, usualmente la violaba antes de matarla. Todo esto lo hacía frente a mí.

Aunque aquello me provocaba un sentimiento terrible de culpa y remordimiento, negarme a cumplir aquella solicitud implicaba terribles palizas por parte de mi progenitor así que desistí de la idea de resistirme. Pero la carrera criminal de mi padre fue interrumpida cuando, en cierta ocasión, fue sorprendido por la policía mientras estaba aún encima de la víctima a la que ultrajaba. En cuestión de dos días lo colgaron y a mí me enviaron al Orfanato Lamarche que, en aquella época, era administrado por un sujeto bastante desagradable llamado Pier Lamarche. Tenía unas patillas que se extendían hasta sus mejillas, una calvicie insipiente y un rostro alargado. Su orfanato se encargaba exclusivamente de huérfanas de género femenino, pues el orfanato para hombres se ubicaba del otro lado de la ciudad y, según dicen, el trato a los niños era igual de sórdido.

Cuando entré me colocaron un camisón blanco de uniforme y me llevaron al pabellón donde ubicaban a las huérfanas entre los cinco y los doce años y que consistía en dos hileras de viejos y duros camastros. Había otro pabellón con cunas para las niñas entre cero y cinco y otro para las adolescentes entre los quince y los diecisiete.

Por órdenes directas, Pier Lamarche era el que les daba “la bienvenida” a todas las niñas recién ingresadas. Recuerdo como me acariciaba la oreja y el cabello siniestramente mientras me indicaba que debía obedecerlo en todo, o padecería mucho dolor. Luego me colocó sobre el escritorio para perpetrar en mi cuerpo las peores bajezas.

Todas las noches llegaban los guardias a nuestras camas. Tenían suficientes chicas para escoger. Algunos preferían ir al pabellón de adolescentes, pero a la gran mayoría les daba igual.

—Recuerda que hay sólo una regla —le dijo un veterano guardia a uno novato mientras ambos me miraban al pie de la cama y yo intentaba ocultarme bajo las sábanas— nunca debes usar la vagina. La boca y el trasero son tuyos para lo que quieras, pero la vagina no. por ningún motivo. No queremos que se embaracen por ninguna razón. ¿Comprendido?

Muchas de las niñas intentaban escapar. Era mejor vivir en las calles aunque la situación de abuso entre indigentes no variara demasiado. Pero si Lamarcha y sus hombres las encontraban intentando escapar, nunca más se les volvían a ver. Con frecuencia llegaban dueños de burdeles, viejos ricachones y proxenetas que “adoptaban” una que otra niña para trabajar como esclavas en casas y fábricas o como prostitutas, pero en general, aquellas que no moríamos por el hambre o las enfermedades que nunca eran tratadas, éramos expulsadas invariablemente a los dieciocho años.

Abramovich cumplió su amenaza. Imposibilitada de pagar fue enviada a la cárcel sentenciada a dos años por deudas y mi pequeña bebé fue separada de mí. Ahora, en retrospectiva, considero que debí haber satisfecho las pretensiones sexuales de Abramovich y todo hubiera sido más fácil, pero no sabía yo, en aquel momento, los espantosos eventos que desencadenó el mantener mi virtud.

Después de dos largos y amargos años en las apestosas prisiones para deudores, fue liberada y me dirigí hacia la lastimera pensión donde solía residir con la esperanza de que mi hija, Marise, continuara bajo el gentil cuidado de la dueña del local.

Pero la regordeta y sudorosa mujer me informó que las autoridades gubernamentales habían llegado por la niña y la habían enviado al Orfanato Lamarche. Ese lugar horripilante donde yo misma padecía los peores años de mi vida. Donde mi niñez fue brutalmente arrebatada y que me dejó recuerdos mucho más turbios y traumáticos que la cárcel.

Llegué al lugar, que se encontraba aislado en las afueras de la ciudad, y pedí hablar con el director. El orfanato era atendido en su totalidad por una ruda población masculina que más parecían celadores de prisión que niñeros. Dos de estos malencarados sujetos me llevaron a la oficina de monsieur Donatien Lamarche, sobrino del fallecido Pier y actual director del hospicio.

—Bienvenida, madame ¿en que le puedo servir? —me preguntó. Era un tipo gordo y totalmente calvo, de grueso cuello como el de un toro y con una grosera cicatriz en el ojo izquierdo.

—Mi nombre es Marie Belmont. Mi hija fue trasladada a este lugar hace dos años y deseo reclamar su custodia de nuevo.

—Mire, madame Belmont, lo que usted pide es imposible. A menos que cuente con una orden judicial que le permita recuperar la custodia. Y créame que es difícil que un juez ceda a esa demanda. Gratuitamente, al menos.

—¡No puedo permitir que mi niña permanezca aquí un día más!

Lamarche se quedó mirándome fijamente. Luego dijo:

—Puedo ver en su mirada que usted ya antes fue una interna de este orfanato ¿cierto? —dijo adivinando el dolor y el horror en mis ojos sólo de estar en ese infernal sitio.

—Sí —confesé.

—Eso lo explica todo. Usted sabe lo que le sucede a las niñas en este lugar ¿verdad?

Cerré los ojos y apreté los puños con un terrible retortijón estomacal al verme fustigada por turbulentas memorias que llegaban a mi mente.

—Sí —reconocí volviendo al presente— sí sé lo que es vivir en este infierno. Debe haber alguna forma en que pueda llevarme a mi hija.

—La hay —confesó Lamarche— pero no le va a gustar.

Suspiré. Debí suponer que ese era el precio, de nuevo.

—Está bien —dije comenzando a removerme la ropa— haré lo que usted quiera con tal de ahorrarle a mi hija este sufrimiento.

Lamarche sonrió. Se acercó a mí con una intensa lascivia mientras yo descubría mi dorso y comenzó a besarme y chupetearme el cuello y los pechos. Luego me colocó boca abajo sobre el escritorio y satisfizo su lujuria penetrándome por detrás, frenéticamente, hasta eyacular en pocos instantes.

—¿Puedo llevarme ya a mi hija? —pregunté viéndolo de reojo.

—No he terminado aún contigo, mujerzuela —adujo y cumplió su palabra. Durante toda la noche me hizo todo lo que quiso. Mi vagina, mi boca y mi ano se tornaron en receptáculos de su semen. Recorrió cada poro de mi piel con su áspera lengua y sus callosas manos.

—Muy bien —concluyó finalmente, embriagado de placer— te has ganado la libertad de tu hija. Podrás llevártela. Pero aún hay papeleo que hacer. Vuelve en siete días…

Fue la semana más larga de mi vida. Siete horribles días en que no podía dormir sin ser asolada por pesadillas que me recordaban los vejámenes que sufrí en aquel terrible lugar.

Recónditos recuerdos de oscuras noches sin dormir…

Uno de los guardias del Orfanato llegó a la oficina de Lamarche tres días después de mi partida. Por error entró sin tocar e interrumpió a Lamarche mientras, sentado en su silla, recibía sexo oral de una huérfana. Sin duda había sido fiel al legado de su tío.

—Disculpe, jefe —se excusó el guardia.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Es con respecto a un problema, monsieur.

Al iniciarse la conversación la jovenzuela se detuvo sacando el pene de su boca con mirada asqueada, pero Lamarche le dio un manotazo en la cabeza.

—¿Te dije que te detuvieras, perra? ¡Sigue! —la muchacha obedeció —¿Cuál es el problema?

—Pues el caso Belmont, monsieur. ¿Recuerda la mujer que vino a reclamar a su hija de catorce años?

—Sí.

—Pues hace dos meses fue una de las huérfana compradas por el Doctor.

Lamarche eyaculó con un gesto de placer en su rostro. Luego dijo:

—¿Quiere decir que, aunque hubiera querido, no podía devolverle la hija a Marie Belmont?

—Exacto.

Lamarche se encogió de hombros.

—Cuando venga díganle eso. Fue un buen polvo de todas formas.

—Sí, monsieur —respondió el guardia.

—Puedes largarte —le dijo Lamarche a la muchacha que saboreaba su esperma en la boca, pero el guardia la retuvo del brazo como inspirado por lo que acababa de ver.

—¿Puedo irme yo también, monsieur? —preguntó el guardia y su jefe asintió. Una vez fuera le dijo a la niña; Ven conmigo, veo que eres muy buena chupándola y se me acaba de antojar una mamada.

Cuando llegué al orfanato pasado el tiempo que me indicaron, me dieron la noticia de que mi hija había sido adoptada por un sujeto al que denominaban el Doctor. Un médico o científico o algo por el estilo. Amenacé con hacer públicos los abusos que perpetraban en ese lugar contra las niñas si no me indicaban la dirección de aquel hombre y Lamarche accedió, así que de inmediato me dirigí hacia allí.

Me trasladé así hasta una oscura bodega ubicada en los más tórridos barrios bajos de la ciudad. El espectáculo que colindaba con el lugar era realmente lastimero, atestado de indigentes y mal vivientes. Allí toqué a la puerta de hierro que separaba la siniestra bodega del exterior pero no obtuve respuesta. Empecinada en recuperar a mi hija forcé la entrada y penetré en sus lóbregos pasillos.

Atravesando extensos y laberínticos pasillos abismales llegué hasta una extraña habitación repleta de repulsivos frascos con formol que contenían fetos deformes y repugnantes. En una serie de mesas de operación estaban los cadáveres diseccionados de chimpancés, la mayoría de edades lactantes, pero que mostraban rasgos anómalos como el ser lampiños o tener cuerpos atrofiados.

Cerca de ese horripilante lugar había un pabellón lleno de jaulas con diferentes tipos de primates, principalmente gorilas, chimpancés y orangutanes, que cercaban un área similar a un pequeño rodeo. Los simios comenzaron a moverse y chillar frenéticamente al verme y golpearon las rejas de sus jaulas.

Los gemidos tortuosos de gargantas femeninas que brotaron detrás de una cortina me sobresaltaron debido a que estaba abstraída contemplando aquellas cosas horribles. Corrí el cortinaje observando una imagen morbosa que me dejó pasmada. Se trataba de doce mujeres adolescentes desnudas encerradas en jaulas para animales.

—¡Por Dios! —dije contemplando aquello horrorizada. Las muchachas, enloquecidas por las atrocidades cometidas en ellas, rogaron con sus brazos por entre los barrotes que las liberara y me aboqué a intentarlo, pero las rejas estaban bien cerradas con fuertes llavines. Entre las prisioneras encontré a mi propia hija, Marise.

—¡Mamá! —dijo llorando y nos abrazamos entre los barrotes— ¡Por Dios sácame de aquí! ¡Esto es un infierno!

—¿Quién es usted? —preguntó una voz detrás de mí. Al girarme recibí un contundente golpe de una mano simiesca y perdí el conocimiento.

Recuperé el sentido en aquel lugar horripilante, pero ahora me encontraba encadenada a una mesa de operaciones metálica.

—¿Qué sucede? —pregunté— ¿Quién es usted?

—Me llaman simplemente el Doctor —dijo acercándoseme una figura misteriosa. Sin duda, un científico de rostro frío y calculador, nariz alargada y comportamiento cerebral. A su lado estaba un gorila amaestrado que, sin duda, había sido quien me golpeó.

—¿Qué hace usted aquí? ¿Qué quiere?

—Es muy sencillo. Durante muchos años me intrigó que tan humanizables eran los animales. Que tan factible resultaba mezclar humanos y bestias. Lo intenté por medio de injertos y transplantes, sin demasiado éxito. Luego procedí a probar por medio de la hibridación, la mezcla sexual. Pero descubrí que tigres, osos, leones, perros y otros animales nunca, jamás, lograban embarazar a una mujer humana sin importar mis ingentes esfuerzos. No fue hasta que un naturista británico apellidado Darwin publicó recientemente su teoría evolucionista que di en el clavo. Descubrí que un humano sólo podía mezclarse con un simio, de forma similar a como un caballo puede mezclarse sólo con un burro y un perro con un lobo.

—¡Eso es horrible!

—Quizás. Pero la ciencia no se puede detener sólo por los tabúes sociales. Naturalmente, no encuentro voluntarias para mi investigación. Antes secuestraba prostitutas e indigentes pero me di cuenta de que requería mujeres en edades reproductivas y preferiblemente jóvenes y vírgenes para que su sistema reproductor fuera más receptivo. Por fortuna, el Orfanato Lamarche está más que dispuesto a venderme adolescentes sin importarles lo que haga con ellas.

—¡Por Dios santo! ¡Usted es un monstruo!

Pero al Doctor no le importaban mis acusaciones. Durante mis días de cautiverio pude observar indignada como las infortunadas jóvenes adquiridas por el Doctor eran introducidas a las jaulas de los simios, desnudas y con los brazos atados a la espalda, para que fueran brutalmente violadas por estos animales enardecidos e irrefrenables. Los furibundos primates las poseían con una saña salvaje y las desgraciadas jovencitas, entre ella mi pobre hija, eran penetradas boca abajo por estos seres hasta que en su frenesí bestial se saciaban.

Habían sólo dos jóvenes que se salvaban de esta tortura, momentáneamente, ya que su gravidez era evidente. Debían tener entre cinco y seis meses de embarazo y, sin duda, esperaban una de las horrendas quimeras humano-simio que tan afanosamente buscaba crear el Doctor.

Aquel científico enfermo se me aproximó. Estaba tan indignada que me limité a escupirle todo tipo de improperios, blasfemias y maldiciones. Prefería ver muerta a mi hija que verla sufrir esa insoportable existencia. Era mucho peor estar en esa situación que ser violada por los guardias del hospicio… como tristemente estaba a punto de saber.

—¿Qué me va a hacer? —le pregunté cuando lo vi empapando un trapo con cloroformo.

—Talvez usted no esté tan joven como las otras, pero aún está en edad reproductiva.

Y tras decir esto me colocó el compuesto en la boca provocándome la inconsciencia de inmediato.

Desperté poco después, pero hubiera preferido no despertar jamás.

Para cuando recuperé la consciencia estaba desnuda y maniatada dentro de la jaula de un orangután. Chillé aterrada y la bestia pareció reconocer mi función, excitándose de inmediato.

—No se resista —me recomendó el Doctor observando todo morbosamente desde el otro lado de la jaula— estos animales son muy peligrosos y si se pone violento puede lastimarla gravemente. He perdido muchas chicas así…

Pensé que tenía razón, así que cerré los ojos y esperé a que terminara. Pero en cuanto me montó aquel bruto y me penetró violentamente no pude salvo gemir del dolor tan espantoso que sentí.

Continuó su frenético abuso, hasta que el simio eyaculó en mi vagina. Al día siguiente le correspondería a un gorila, luego a un chimpancé, y así, hasta que perdí la cuenta de cuantas veces me hubieron convertido en objeto de aquel bestialismo violento.

Los amargos y tormentosos días pasaron. El Doctor supervisaba mi violación por parte de sus simios como hacía con todas, pero una de las embarazadas comenzó a dar a luz de manera imprevista. Esto lo distrajo ya que se preparó para aquel espeluznante alumbramiento. Yo aproveché la situación.

Sabía que estos animales eran muy inteligentes y cuando el gorila que estaba montándome culminó su orgasmo intenté comunicarme con él verbalmente. Parecía entenderme. Le supliqué que desatara mis manos y pareció comprenderlo. ¡Y lo hizo!

Con mis manos liberadas fui hasta la puerta de la jaula. Las llaves no estaban muy lejos y colgaban de una pared cercana. Tomé las cuerdas que otrora me ataron y las usé para alcanzarlas. ¡Eureka!

¡Lo había logrado! Abrí la puerta de la jaula. Las chicas me observaron con un reflejo de esperanza por primera vez en mucho tiempo. Liberé a mujeres y monos. Estos últimos emergieron causando estragos en el laboratorio.

Yo, por mi parte, tras abrazar a mi hija, partí en busca del malévolo científico. Abstraído en el procedimiento médico no se había percatado del escape de sus sujetos de experimentación. Tomé una barra metálica de la bodega y entré al lugar donde la joven paría. El primero en atacarme fue el gorila amaestrado pero logré matarlo enterrándole la barra en el cráneo. Con esta arma ensangrentada en mano, el Doctor fijó su mirada en mí. Estaba, no obstante, maravillado y no dimensionó bien mis intenciones. Cargaba en sus brazos un escabroso engendro que emitía un sollozo antinatural mezcla de chillido simiesco y de llanto de bebé humano. Una parodia grotesca de híbrido entre hombre y mono.

Enloquecida por todas las pavorosas experiencias comencé a golpearlos a ambos con la barra. El Doctor colapsó sobre un estante cayendo junto con el mueble y desparramando sus frascos y tubos de ensayo por el suelo, así como su título universitario enmarcado que decía: Alphonse Moreau, médico general. La criatura falleció con la cabeza aplastada. Tomé a la muchacha recién parida y la saqué de aquella cámara de horrores, y juntas escapamos de un genuino infierno en la tierra.

Casi un año ha pasado desde que escapé de aquel lugar horroroso. El Dr. Moreau no murió, pues alerté a las autoridades y estas allanaron el lugar sin encontrar rastro de él. Se cree que escapó a una isla desierta donde podía continuar sus experimentos.

Mi hija y yo escapamos también. Después de todo nadie aceptaría en la sociedad humana a nuestra familia. Nos refugiamos en las cavernas de las montañas lejanas, alejadas del hombre, ya que si encontraran a los dos bebés que ambas concebimos; mi hijo y mi nieta, los destruirían por ser blasfemias contra la dignidad humana. Dos pequeños y simiescos infantes que, sin embargo, en el fondo también son muy humanos…

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