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CÁRCEL DE MUJERES

—Bienvenida a tu nuevo hogar, Martínez —me dijo uno de los dos guardias que me custodiaban palmeándome el glúteo derecho. —Pronto te daremos un recibimiento apropiado, ricura.

Dicho esto me empujaron dentro de la celda. Allí había otras dos mujeres, una era tremendamente gorda, de piel morena y origen latino como el mío. Hedía a sudor rancio y usaba una especie de franela fuertemente atada en la frente. La otra era una mujer de cabello negro, mucho más joven y atractiva que la gorda, pero de mirada sádica.

—¡Uy! —dijo la mujer obesa acercándoseme— ¿A quien tenemos aquí?

—Me… me llamo Jessica Martínez —respondí. La gorda me quitó la caja de las manos y la lanzó al suelo despilfarrando mis posesiones por la estrecha celda, la cual tenía dos camastros tipo camarote con cuatro catres y un excusado pestilente.

—A mí me dicen la Reina, y más te vale que aprendas a tratarme como tal. No en vano me gané ese pinche apodo. ¿Comprendes, primor? —dijo extrayendo una afilada navaja de su cinto y acorralándome contra las rejas. Las otras reclusas en celdas contiguas empezaron a hacer ruidos soeces como enardecidas por lo que estaba por suceder. Era natural ese destino para una mujer rubia, joven y bonita como yo que llegaba a un centro penal, eso lo sabía bien.

Minutos antes había llegado a aquel presidio y había llamado la atención de las presas recluidas en las celdas que franqueaban el pasillo, mientras lo recorría cargando una caja con mis pocos bienes y escoltada por dos guardias. Las reas gritaban improperios y decían vulgaridades al verme pasar, describiendo los abusos a los que me someterían y elogiando mis atributos físicos. Sacaban sus manos por entre los barrotes pretendiendo aferrarme y amenazaban con someterme a toda clase de bajezas sexuales.

Reina me colocó la navaja en el cuello con su mano derecha y me apretó el pecho con la izquierda.

—¿Qué quiere de mí?

—Que obedezcas. A las desobedientes les va muy mal. Sufren mucho dolor. ¿Entendido, muñequita?

—Sí…

Recibí un duro bofetón.

—¡Sí, señora! ¡Dime señora en todo momento!

—Sí, señora…

—Bien. Quítate la ropa. ¡YA!

Se separó de mí y cumplí sus órdenes desnudando mi cuerpo hasta quedar en ropa interior, pero mediante gestos me hizo ver que esto no bastaba y, con rostro compungido por la humillación y la incomodidad, me desnudé completamente.

—Estás muy buena, ricura. ¿Por qué te encerraron?

—Por qué maté al hombre que me violó —confesé.

—¡UY! Que mala pata… Yo estoy aquí por triple asesinato. Maté a mi esposo y a su amante cuando los encontré. Pero a ella la torturé antes. Y luego maté a mi bebé para que no creciera sin padres. ¿Te das cuenta de lo que soy capaz de hacer?

—Sí, señora.

—Bien, primor. Me gusta que seas lista, me ahorras tener que lastimarte un poco antes para doblegarte como a veces sucede. Ahora —dijo desabrochándose el pantalón y sentándose en el camarote— ven y chúpamela la vagina. Y más te vale que uses mucho la lengua porque si no me vengo, te corto el rostro. ¿Entendido?

—Sí, señora —dije tragando saliva por el asco y arrodillándome a sus pies. Me incliné y procedí a hacerle el solicitado sexo oral en su apestosa y sudorosa vagina que tenía probablemente meses de no lavarse bien. Olía a rayos y sabía aún peor, pero aunque me ve presa de las náuseas, le introduje bien la lengua y le chupeteé el clítoris hasta hacerla venirse.

—¡Bien —dijo embriagada de gozo— muy bien! Lo haces excelentemente. Ahora acuéstate, que mi fiel perra Miranda sin duda querrá cogerte.

Y en efecto, la otra mujer que también servía como esclava sexual de Reina, pero que era tan perversa como ella, se desnudó y se colocó sobre mí donde me chupó los pechos y me obligó a chupar los de ella. Hizo lo mismo con mi vagina y con la de ella, y luego me introdujo dolorosamente los dedos mientras se masturbaba hasta finalmente alcanzar el orgasmo. Y así inició el círculo del horror. Durante la noche sufrí los avances eróticos de Reina una vez más, aunque esta vez se

contentó con colocarse sobre mí y hacerme de todo. Recorrer mi cuerpo con su áspera lengua y finalmente meterme un consolador en la vagina y otro en el ano por puro morbo sádico.

Así comenzó mi vida en la cárcel de mujeres Goodshepard, en Texas, Estados Unidos. Observaba por la ventana del centro penitenciario el cielo gris y nebuloso sobre aquel tétrico edificio que databa de principios de siglo y que parecía una mórbida fortaleza. Era como un macabro mausoleo donde se resguardaban los cadáveres de esperanzas y sueños rotos de muchas mujeres. Luego descubriría la clase de infierno que era ese espantoso sitio en donde padecí las peores y más salvajes vejaciones.

Goodshepard se encontraba muy alejado de los centros urbanos más cercanos. Escapar resultaba realmente muy difícil pues, a la fugitiva, le tocaría recorrer muchas hectáreas de campiña inhóspita.

La mañana llegó y fui a las duchas donde innumerables reclusas se bañaban desnudas y los actos lésbicos eran muy comunes. Después de pedirle permiso a Reina, una negra dominicana de aspecto larguirucho y feo se me acercó jabón en mano y me ordenó que le enjabonara todo el cuerpo. Cuando estaba de rodillas sobre el suelo enjabonándole el área genital colocó su mano en la parte de atrás de mi cabeza y sus intenciones resultaban evidentes. Cumplí su cometido y le proporcioné otro sexo oral pero, para mi desgracia, cinco reclusas más hicieron fila detrás de ella esperando su turno.

Escenas así se repetirían casi todos los días. En el desayuno fui obligada a vestirme provocativamente ajustando mi uniforme penitenciario y amarrando las faldas en el frente. Convertida en una vil esclava sexual de la pandilla latina liderada por Reina, me correspondía hacer fila para llevarles la comida a mis amas, y luego me sentaban en su regazo como una esclava más.

—¡Oye! ¡Reina! —le dijo una mujer caucásica de la pandilla blanca acercándosele mientras me encontraba sentada en las piernas de la jefa. —Está muy buena tu nueva presa. ¿Cuánto por ella?

Aunque soy rubia, no dejo de ser latina. Pero quizás esa característica llamó la atención de la gringa.

—Una cajetilla de cigarros y es tuya por hoy —dijo Reina y aquella mujer blanca le pareció buen trato. —Si se porta mal y no te obedece avísame para darle una lección.

—¿Ya le dieron la Bienvenida? —preguntó la gringa.

—Aún no. Pero no deben de tardar en hacerlo.

Sin más trámite, la mujer blanca me llevó a su celda y me sometió a toda clase de abusos sexuales.

Me encontraba, sin embargo, curiosa respecto a aquella tal “bienvenida” de la que hablaban, pero no tardaría en saber que era.

Pasaron tres días, durante los cuales las latinas y su extensa clientela de blancas y negras disfrutaban de mi cuerpo sin miramientos. Al cuarto día de mi cautiverio los guardias llegaron a buscarme a mi celda a medianoche.

—¡Te van a dar la bienvenida! —dijo Miranda— te recomiendo que seas sumisa o te va a ir mal.

Dos guardias me llevaron hasta el sótano de la prisión donde, extrañamente, había varias camas, una mesa de pool y una especie de improvisada barra de bar. Allí estaba también el alcaide de la prisión, el Sr. Wilson.

—Así que esta es la nueva de la que hablaron —dijo sonriente. Era un tipo gordo y de poblado bigote— ¡No mintieron al describir su belleza!

—Muy bien, chica —dijo un guardia, apellidado Smith, que parecía un desagradable gorila— vamos a hacerte… un examen rectal.

Dicho esto comenzaron a reírse.

—Toma estas pastillas —me dijo uno de los guardias, Johnson, el más escuálido y de baja estatura de todos— y de ahora en adelante tómalas todos los días.

—¿Qué son?

—Anticonceptivos.

—¿Para qué?

—Pronto lo sabrás —dijo. Smith me colocó las manos sobre la mesa de pool y, con la excusa de registrarme, empezó a manosear cada centímetro de mi cuerpo, enfocándose particularmente en mis pechos, glúteos y genitales. Mientras lo hacía, Wilson y Johnson se reían.

—No estoy seguro aún —dijo sonriente— mejor una segunda opinión.

Johnson hizo lo mismo con mi cuerpo.

—Yo tampoco estoy seguro, mejor quítate la ropa.

En cuanto me vieron titubear pude ver que preparaban las macanas y las pistolas eléctricas, así que obedecí. Tras esto, Wilson revisó mis cavidades con sus dedos y dijo mientras se desabrochaba el pantalón:

—No tiene nada en el trasero, pero pronto lo tendrá…

Y dicho esto me violó dolorosamente penetrándome por el ano. Grité de dolor y me desplomé sobre la mesa de billar derramando amargas lágrimas. En cuanto terminó y repletó mi recto de su semen, le siguió Smith y luego Johnson.

Una vez reanudadas las energías, Smith me colocó de rodillas y me abrió la boca para, inmediatamente después, meterme su pene en ella.

—Si me lastimas lo próximo que tendrás en la boca es mi macana quebrándote los dientes.

Tuve cuidado y chupé su verga lo mejor que pude hasta que el torrente de esperma entrando por mi garganta me hizo saber que había hecho una buena labor. Tras él siguieron Wilson y Johnson.

Regresé en la mañana tras este periodo de abuso. Descubrí que esta práctica era común y que el alcaide le pagaba a Reina con algunos privilegios por las chicas que les “domaba”. Aunque en mi caso, y por mi naturaleza pasiva, no era una tarea difícil. En cuanto me lanzaron dentro de la celda le sonrieron a Miranda quien correspondió el gesto.

—¿Qué tal si mañana te damos una tandeada, zorra? —le dijeron y Miranda asintió contenta.

En efecto, Miranda y otras reclusas serviles y atractivas eran las que satisfacían con mayor frecuencia a los guardias y recibían toda clase de beneficios como, por ejemplo, no tener que realizar los trabajos forzados. Cada fin de semana nos subían a un lastimero autobús con ventanas enrejadas y nos llevaban a cavar zanjas con picos y palas. Zanjas donde eventualmente crearían una carretera. Era una labor ardua y extenuante, bajo el ardiente sol. Todas sudábamos copiosamente y éramos fustigadas por los rayos solares mientras realizábamos aquella agotadora y tediosa tarea empapando nuestras blusas de humedad. Esto parecía excitar a los guardias que nos custodiaban con sus escopetas.

Sólo dos mujeres no realizaban esa labor. Una era Miranda y la otra la rubia gringa que me había “alquilado” por una cajetilla de cigarros llamada Karla. Ambas estaban exentas del trabajo porque se acostaban con los guardias o se las chupaban mientras nosotros trabajábamos.

—Tú —me dijo uno de los custodios— ven conmigo.

Me detuve de mi labor escarbando tierra y limpié el sudor de mi frente. El tipo se me acercó y me desencadenó del resto —en su mayoría mujeres curtidas y de rostros ajados por la dura vida carcelaria— y me llevó hasta detrás de unos matorrales donde me sometió a todo lo que su perversa mente se le ocurrió.

Algunos días después llegó una nueva reclusa llamada Margarita, latina también. La asignaron a la misma celda saturada donde dormíamos Reina, Miranda y yo. Era una muchacha muy joven, de

18 años, de complexión delgada y baja estatura. Muy vulnerable. Había sido sentenciada por tráfico de drogas pero había tenido una vida infernal. Abusada por su padre desde que tenía cinco o seis años, siempre mostró comportamiento violento y terminó en los reformatorios donde tuve que aprender a defenderse agresivamente. Esto la hacía particularmente rebelde, para su desgracia.

Reina pretendió imitar el ritual que hizo conmigo y se le acercó para forzarla a hacer sexo oral. Yo misma sabía lo que asqueroso que era eso y sabía también lo que era chupar las vaginas de decenas de mujeres diferentes desde que había llegado a ese hoyo repugnante. Pero Margarita no pensaba hacerlo y por respuesta escupió a Reina y le dio un golpe… craso error…

Reina, enfurecida, le cortó la mejilla derecha y comenzó a golpearla. Miranda le ayudó sosteniendo a la muchacha. Entre las dos le arrancaron la ropa y la colocaron sobre el piso, Miranda sosteniéndole los brazos, y entonces Reina la violó con el consolador durante largo rato, y luego le cortó un pezón.

Margarita fue llevada a la clínica donde recibió mediocres y desdeñosos cuidados, para luego regresar a la población penal. Como no contaba con la protección de Reina, era un pedazo de carne libre para ser usado por todas las reclusas; blancas, negras, latinas y asiáticas, quienes la sometían a toda clase de bajezas y vejaciones. En las duchas terminaba siendo abusada por diez o doce a la vez.

Esto me conmovió e intenté hacerme amiga de Margarita y juntas nos brindamos algo de consuelo…

Los oficiales nos llevaban con mucha frecuencia al sótano para disfrutar de nuestros cuerpos. Pude ver todo lo que le hacían tanto a Miranda como a Karla, aunque no distaba mucho de lo que me hacían a mí. Miranda había sido prostituta antes de estar en prisión, condenada por complicidad, ya que era la amante de un jefe mafioso de bajo rango y había visto a su enamorado cometer muchos delitos sin denunciarlo. Curtida por esta vida, Miranda satisfacía todas las necesidades de los carceleros. Su boca, su ano y su vagina estaban siempre dispuestas a hacerles gozar frugalmente.

Karla tenía una historia aún más tétrica. Era la atractiva líder de la pandilla aria, la de mujeres anglosajonas. Había ayudado a su novio en conseguir muchachas adolescentes a quienes luego violaban, torturaban y mataban entre los dos. Ya en prisión continuaba con sus desagradables costumbres psicópatas aunque, por fortuna para mí, sólo con las infortunadas “perras” de la pandilla aria.

Las perras éramos la más baja jerarquía en la sociedad penitenciaria y debíamos complacer sexualmente tanto a otras reclusas como a los celadores. Casi siempre éramos las mujeres más jóvenes, débiles y bonitas las que terminábamos en ese lastimero rol, como era el caso de Anika, una mujer negra muy joven que era una de las perras de la pandilla negra y que también solía complacer sumisamente a los carceleros, dejando que su abultado trasero de negra fuera constantemente penetrado por los lascivos sujetos o satisfaciéndolos con sus carnosos labios.

Pero Margarita era diferente. Margarita fue llevada al sótano para la “bienvenida” que nos daban a todas, y se negó a desvestirse. Además, tomó los anticonceptivos y se los tiró en la cara a Wilson quien agarró su pistola eléctrica y le proporcionó un choque brutal de varios voltios que la sumió en convulsiones sobre el piso. Luego le arrancaron la ropa y la violaron analmente. Tras esto, la golpearon con sus macanas, la violaron de nuevo, le propinaron una nueva paliza y luego la ultrajaron vaginalmente con un taco de pool. Tras esto, le metieron una macana en el recto y otra en la vagina, le esposaron las manos y la dejaron así, sobre el suelo, toda la noche.

A la mañana siguiente la llevaron a la clínica, pero apenas para que no muriera, tras lo cual la llevaron de nuevo —y esposada— al sótano y la colocaron desnuda sobre la mesa de pool para que todos los celadores (que en total eran como treinta) la violaran durante toda la noche. Casi muerta, le dieron atención médica de nuevo y finalmente la lanzaron a su celda.

Sin embargo, aún esto no doblegaba a Margarita. Continué acercándome a ella. Cada vez me sentía más vinculada a aquella pobre y atormentada criatura…

Wilson y su personal se dieron cuenta rápidamente que podían ganar buen dinero con nosotras y una vez al mes nos vestían bien y nos perfumaban para llevarnos —sin descuidar las medidas de seguridad— a una mansión propiedad del estado. Allí llegaban muchos clientes de alta sociedad que pagaban exorbitantes sumas por nosotras, pagando por un sexo oral, una hora de sexo o toda la noche.

Los clientes, en general, eran fetichistas y gustaban de disfrazarnos de vaqueras, colegialas o sadomasoquistas y perpetrar en nuestros cuerpos sus bajas fantasías. Recuerdo uno en particular que le encantaba verme disfrazada de adolescente y me violaba pidiéndome que lo llamara “papi”. Este tipo, era el gobernador mismo del Estado como después supe. También llegaban el arzobispo, el jefe de policía y varios senadores. Por cierto que al arzobispo le encantaba torturar de manera sadomasoquista a las mujeres y que al jefe de policía le fascinaba vernos sumidas en shows lésbicos por lo que pagaban generosamente. Eran personas acaudaladas que podían costear aquello, aunque todo el dinero iba al bolsillo de Wilson y su gente.

Pero Margarita seguía reacia a obedecer. Como no tomaba pastillas anticonceptivas —y los carceleros no querían que ninguna de nosotras se embarazara— giraron la orden de que sólo podían violarla por el ano. Y cuando reaccionó con ira ante los avances del gordinflón gobernador, apostándole una cachetada en el rostro —y recibiendo un doloroso culatazo de escopeta por parte de los custodios— agotó la paciencia de Wilson.

El lunes el alcaide anunció a la población penitenciaria que nos reducirían la comida a una vez al día y que suspenderían todos nuestros privilegios de visitas y llamadas, y que podíamos agradecer a Margarita y su rebeldía por aquello.

Reina estaba bajo una presión particularmente fuerte, ya que le correspondía domar a las perras para el personal carcelario. La venganza de no se hizo esperar.

Primero, Margarita sufrió del acoso constante de las otras pandillas. Le dieron una paliza en las duchas que casi la mata, le tiraban la bandeja de comida cuando intentaba alimentarse en el comedor y la obligaron a comer en el suelo después de pisarle y escupirle el alimento, le metían la cabeza en los excusados sucios y cosas por el estilo.

Pero lo peor estaba por venir. Reina y sus chicas —entre ellas la negra dominicana y Miranda— llevaron a Margarita a un área oscura y solitaria de la prisión detrás de la cocina. Le ataron las manos con una cuerda y la desnudaron. Además de una terrible tunda de golpes le metieron por el ano el mango de un cuchillo de cocina mientras la infortunada muchacha

exclamaba estridentes alaridos ahogados por la mordaza improvisada con una toalla. Luego la violaron por la vagina con una botella, el mango de un sartén y finalmente un palo de escoba.

—¡Eso es para que aprendas a obedecer, hija de perra! —le dijo Reina y la dejaron así, con la escoba insertada, toda la noche.

El trato recibido por Margarita dio resultado, y tras recuperarse de sus heridas un mes después y ser dada de alta de la clínica, parecía la más sumisa corderita. Obedecía a los guardias en todo lo que le decían, pero estos seguían penetrándolo exclusivamente por el ano.

—Por favor… —suplicó a Smith mientras éste abusaba de ella contra la pared de la cocina— haré lo que ustedes dicen. Tomaré los anticonceptivos, pero dejen de metérmela por el trasero… se los ruego…

—Muy tarde, perra. Eso debiste pensarlo antes. Aunque tomes las pastillas ya no dejaremos de hacértelo por el trasero ¡Jmmm! —gimió metiéndosela más adentro y Margarita gimió.

Traté de apoyarla. De darle consuelo. Hasta de hablar con Wilson y demás celadores para que le retiraran el castigo anal, pero sólo conseguí que amenazaran en proporcionarle la misma exclusividad a mi recto si no me callaba y seguía chupando.

No obstante, mis esfuerzos por animarla fueron vanos. Margarita no podía soportar aquella existencia miserable, y se suicidó dos semanas después.

Alguna vez fui una exitosa abogada defensora que ganaba mucho dinero. Recuerdo esa distante existencia como si fuera otra vida. Era tan diestra como abogada que había salvado de la cárcel a muchos asesinos, violadores, abusadores de niños y demás escorias.

Gustavo Rodríguez no tenía nada de diferente. Había violado a doce niñas, adolescentes y mujeres jóvenes de entre diez y veinte años con gran brutalidad. La policía lo tenía fichado y buscaba deshacerse de él y sentenciarlo a muerte, pero lo defendí estoicamente. Logré ver diversos errores en la forma en que fue arrestado y procesado, por lo que presente mociones para desestimar la evidencia ante el juez. Los padres de las víctimas se me acercaban para reclamarme. “¿Cómo puede poner a un monstruo como ese de nuevo en la calle?” preguntaban. “¿No tiene usted decencia?” me decían. Incluso uno de los padres me escupió en media corte.

—Si yo fuera usted no me esforzaría demasiado en liberarlo —me dijo el fiscal— puede que quiera visitarla para agradecerle.

Mis esfuerzos por desestimar evidencia resultaron, pero las palabras del fiscal fueron proféticas. Rodríguez llegó a mi casa la noche siguiente a su liberación, se introdujo silenciosamente por la ventana y entró a mi cuarto mientras yo dormía. Y me violó.

Como yo acababa de sacarlo de prisión, y además él había sido lo suficientemente listo como para violarme con un condón, era mi palabra contra la de él, así que lo visité en su casa dos días después y lo encañoné con un revólver. Lo até a la mesa de la cocina y lo castré con un cuchillo afilado, luego le abrí el abdomen y le saqué las tripas y, mientras gritaba aún, tomé un embudo que le puse en la boca y le derramé aceite hirviente por la garganta.

Pero, naturalmente, sus estertóreos alaridos llamaron la atención de los vecinos y la policía me encontró mientras el cuerpo todavía estaba convulsionándose agónicamente. Rodríguez murió camino al hospital y yo terminé en prisión, irónicamente, para ser violada todos los días, prostituida a la fuerza y forazada a satisfacer las fantasías de viejos sucios

No era que no recibiéramos visitas, esto era común. Yo misma recibía visitas de mis padres y hasta del aquel fiscal que vaticinó mi fatídico destino. Me sentí tentada a decirles lo que pasaba, pero un evento particular me disuadió.

La negra Anika recibía las visitas de su novio quien estaba en libertad condicional. Mientras que en las mesas de la sala de visitantes resultaba imposible hablar libremente porque nuestras conversaciones eran monitoreadas, en los aposentos donde sucedían las visitas conyugales había más privacidad. Anika y su novio tenían sexo allí con frecuencia y ella aprovechó para comentarle los horrores y atrocidades que sucedían allí.

El indignado muchacho acudió, incautamente, a las autoridades. Pero el gobernador y el jefe de policía estaban involucrados en aquello y pronto la noticia de que se había filtrado información llegó a oídos de Wilson y sus compinches. La suerte estaba echada y Anika sentenciada.

Para dar el ejemplo, llegaron en la noche. Así todos podíamos escuchar lo que pasaría. Abrieron la celda donde Anika se encontraba sola. Ella, sabiendo que aquello era inusual, clamó por auxilio inútilmente y suplicó perdón. Smith, Johnson y otros dos guardias más tomaron sus macanas y comenzaron a golpearla. Luego le esposaron las manos a la espalda, la desnudaron y la violaron, para después continuar con la paliza.la sometieron a terribles torturas, la quemaron con cigarrillos, la electrocutaron con sus pistolas eléctricas, le clavaron agujas en las uñas, etc. La muchacha chillaba de dolor y rogaba que no la lastimaran más. Los golpes eran tan contundentes que le rompieron los dientes y la nariz y le fracturaron dos costillas, la clavícula y un fémur.

Sus alaridos aún hoy me atormentan. Trataba de cubrirme los oídos con la almohada para no escuchar aquello tan horrible. Incluso creo que Reina estaba afectada.

Tras esto la arrastraron fuera de su celda dejando una estela de sangre por donde pasó su cuerpo. La llevaron hasta lo profundo de la montaña. Allí la violaron por última vez.

—Voy a extrañar tu trasero, negra sucia —le dijo Smith mientras eyaculaba en su ano. Dicen que Anika simplemente giró su rostro para verlo de frente (aunque uno de sus ojos estaba cerrado a golpes) y le lanzó un escupitajo mezclado de saliva y sangre.

Anika sabía que iba a morir. Cuando terminaron de violarla cavaron una tumba y le dispararon a la cabeza. Su cuerpo desnudo se desplomó sobre el suelo como un saco de basura y lo cubrieron con tierra olvidándola para siempre. Varias mujeres estaban enterradas en aquel recóndito cementerio improvisado.

El tiempo pasó.

Reina siguió siendo líder de la pandilla latina hasta que una de sus enemigas la asesinó en las duchas por sorpresa y tomó el poder. Se trataba de Miranda.

Yo estaba condenada a cadena perpetua y no podía esperar ninguna mejoría en mi vida. Por los años venideros y el resto de mi juventud, me correspondería seguir satisfaciendo sexualmente a los guardias, al alcaide —quien gustaba de llamarme a su oficina con frecuencia y hacerme de todo sobre el escritorio— y a mis compañeras de celda, especialmente a la nueva líder Miranda quien pareció engolosinarse conmigo y me tomó como su amante principal. El cambio no era tan malo, después de todo, muerta la reina, vida la reina.

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