—¡Adrián, mi vida! ¿Estás bien?—Papá, ven por mí. Mi mamá se fue con el hombre con el que se estaba besando ayer. Yo no quiero estar aquí. Te extraño mucho. Ya ven por mí, por favor, ya...La voz de Adrián temblaba, como si contuviera un torrente de lágrimas contenido con esfuerzo. Cada palabra, cada sílaba que salía de su boquita, era como un dardo clavado directo al corazón de Ethan. El hombre se quedó inmóvil por una fracción de segundo, como si el tiempo se hubiera detenido. Luego se puso de pie con un impulso tan brusco que la silla sobre la que estaba sentado cayó al suelo con un golpe sordo.—Mi amor, tranquilo. ¿Estás enfermo? ¿Te sientes mal?—No estoy enfermo, pero ya no quiero estar aquí. Ya no quiero estar sin ti, papá...Ethan apretó los dientes. El temblor en su hijo no era de fiebre, era de abandono. La angustia del pequeño se colaba a través del teléfono, quebrándolo todo. Entró corriendo a su habitación, abrió los cajones con torpeza mientras sujetaba el teléfono ent
Adrián seguía temblando en los brazos de Ethan. El hombre no dejaba de acariciarle el cabello con suavidad, con su respiración agitada, y el corazón palpitándole con fuerza. Sentía como si el mundo estuviera a punto de venirse abajo, pero, a pesar de todo, nada lo haría soltar a ese niño. No después de todo lo que había pasado. Después de todo lo que había visto, de todo lo que había hecho por él. No. No iba a perderlo ahora. Sin embargo, la calma que había intentado construir en su mente, esa sensación efímera de seguridad, se rompió en mil pedazos cuando desde lo alto de las escaleras, la voz que más detestaba en ese momento resonó, como un rugido de tormenta. —¿Qué crees que estás haciendo? —gritó Helena, su tono era afilado como cuchillas. Ethan levantó la cabeza con los ojos entrecerrados, y un escalofrío recorrió su columna vertebral al ver a Helena bajando los escalones. Su presencia era aterradora, no solo por la furia que se reflejaba en su rostro, sino por esa energía desb
Ethan no pudo evitar sentir un nudo en el estómago al escuchar el llanto de Adrián. Aunque el niño había permanecido en sus brazos todo el tiempo, hasta ahora se había mantenido en silencio, como si estuviera esperando una señal para expresar todo lo que llevaba dentro. Al salir de la casa de Helena, con la puerta cerrándose de golpe detrás de ellos, el llanto de Adrián era lo único que se escuchaba en la tranquila tarde. Ethan ajustó a Adrián en sus brazos, intentando darle seguridad mientras se apartaban de la casa. El niño sollozaba con fuerza, aferrándose a él, y no era un llanto común, sino uno profundo, cargado de una tristeza que Ethan no había visto antes en el pequeño. —¿Por qué lloras, Adrián? —preguntó Ethan suavemente, con su voz llena de preocupación mientras miraba al niño con sus ojos brillosos, buscando alguna pista en su rostro. Adrián levantó la mirada hacia él, con los ojos llenos de lágrimas. Con un sollozo entrecortado, sus palabras salieron en un susurro débil:
Ethan giró la llave en la cerradura con más ansiedad de la que recordaba haber sentido en mucho tiempo. La mano que sostenía la llave temblaba ligeramente, no por el frío, sino por la mezcla de emociones que lo asaltaban. Había pasado mucho tiempo desde que no regresaba a casa con Adrián a su lado, y el eco de esa sensación vacía era algo que había aprendido a soportar en su ausencia. Pero ahora todo era diferente. El regreso de su hijo, esa pequeña victoria contra el caos de su vida, lo llenaba de una profunda satisfacción. Adrián, todavía mojado por el sudor de la huida y el frío de la mañana, se aferró a su mano mientras su padre abría la puerta. A pesar de su cansancio, el brillo en sus ojos era evidente. Cada paso que daban juntos, hacia el interior de esa casa que siempre había sido su refugio, era un paso hacia la normalidad, hacia algo que, aunque había estado lejos durante mucho tiempo, parecía estar al alcance de la mano. El aire dentro de la casa estaba impregnado de calid
La tarde se deslizó entre risas y fichas de juego. El sol, ya bajo en el horizonte, colaba sus últimos rayos dorados por la ventana de la sala, pintando de ámbar las paredes. Ethan, Ava, Adrián y Dunkan estaban reunidos alrededor de la mesa de centro, jugando “Reinos y Dragones”. Cada tirada de dados, cada movimiento de las figuras sobre el tablero, era celebrado con vítores y aplausos. —¡Adrián, cuidado con el ogro del bosque! —advirtió Dunkan con una sonrisa traviesa, moviendo su peón verde hacia una casilla peligrosa. —¡Yo lo derroto con mi espada de fuego! —replicó Adrián, inclinado sobre el tablero con la seriedad de un veterano aventurero. Lanzó los dados con determinación: el resultado fue un seis y un cuatro—. ¡Diez! ¡Golpe certero! —exclamó—. ¡El ogro cae! Ethan y Ava aplaudieron y Adrián se recostó triunfante, sus mejillas rosadas por la emoción. Dunkan fingió lamento, pero sus ojos brillaban de diversión. —Está bien, está bien —dijo Dunkan—. Me rindo ante tu valor, señor
La mañana que Helena despertó, con el sonido de la alarma resonando como un martillo en sus oídos, supo que no había vuelta atrás. La huida había sido apresurada, sí, pero cada segundo desde que había abandonado la casa la había llenado de una sensación de urgencia, un hambre insaciable por obtener lo que sentía que le pertenecía. El dinero. Siempre había sido lo único que realmente importaba, lo único que la mantenía en pie, lo único que le daba poder. Y ahora, finalmente, tenía una oportunidad de conseguirlo. Una oportunidad que no iba a dejar escapar. La huida había sido limpia, pero no sin consecuencias. Helena sabía que había dejado un rastro, una huella. Las autoridades ya la buscaban, y ella era consciente de que debía moverse rápidamente para salir de su alcance. Pero no le preocupaba. Sabía cómo eludir la captura, cómo desaparecer, cómo hacer que todos los rastros que la pudieran delatar se disolvieran en el aire. Su habilidad para desaparecer era casi mítica, y siempre había
Helena salió del hospital con paso firme, con su mente ya puesta en el siguiente movimiento. Había cerrado el capítulo de Sofía con frialdad, asegurándose de que no quedase rastro alguno que la vinculara a aquel incidente. Mientras caminaba hacia la calle, su teléfono vibró nuevamente, recordándole que el tiempo apremiaba. Había acordado un encuentro con un hombre de negocios en un café discreto de la ciudad: Aidan, el padre de Ava. Un desconocido hasta ese momento, pero clave para su plan maestro. El café se encontraba en una de esas callejuelas de adoquines que resistían el paso del tiempo, con una pequeña terraza en la que apenas se veían tres mesas. Helena entró sin prisa, recorriendo el lugar con la mirada. Vestía un abrigo largo de tono oscuro que ocultaba por completo su figura, y sus tacones resonaban contra el mosaico del suelo con un ritmo pausado y decidido. En una mesa, un hombre alto y algo encorvado, de cabello entrecano y gesto adusto, la observaba desde detrás de sus g
Parte I: El Golpe en Plena Luz La brisa vespertina colaba su aliento húmedo entre los rosales del vasto jardín de la mansión. Eran las 3:30 p.m. del 23 de abril; el sol comenzaba a deslizarse hacia el horizonte, proyectando sombras alargadas que se estiraban por el césped como dedos ansiosos. Las columnas de mármol lucían un brillo dorado, y el canto lejano de un ruiseñor rompía el silencio con notas melancólicas. Dentro, en el salón de doble altura, el aire se sentía espeso. Ava estaba de pie junto a la mesa central, revisando informes y facturas. El eco de sus propios pasos sobre el mármol la hacía consciente de la soledad que reinaba en cada esquina. Un zumbido estridente la interrumpió: su teléfono vibró con violencia en el bolsillo del pantalón. Su nombre apareció en la pantalla: Aidan. El corazón le dio un vuelco frío. Cada llamada de su padre llevaba consigo el presagio de una crisis. —¿Qué quieres, papá? —su voz, cortante como un bisturí, no permitía asomo de esperanza.