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XXIV. EL ORGULLO QUE DUELE

La luz que entraba por los ventanales me hizo abrir los ojos, que entrecerrándose suplicaban los protegiera de la incomodidad que les provocaba. Me di cuenta que seguía recargada a la puerta. Supuse que, después de cansarme de llorar, me quedé dormida en ese incómodo lugar.

Me levanté del piso en que me encontraba tirada y, después de unos pasos, me dejé caer en la cama. Esta vez no lloré, ya no podía hacerlo, no tenía lágrimas, sólo tenía un dolor que me atontaba, que opacaba el mundo a mi alrededor.

Miré el piso sin mirar nada; no puedo decir que me sumergí en mis pensamientos porque justo en ese momento no estaba pensando en nada, sólo me dejé sentir el dolor que aprisionaba mi alma, sin caer en la desesperación que la noche anterior me ahogó hasta que me perdí de la consciencia.

Escuché abrirse la puerta de

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