Esta vez sería diferente. Esta vez a Rossana no la tomarían por sorpresa. Esta vez, ella tendría la sartén por el mango. Esta vez no dejaría que ningún popstar con menos de cuatro dedos de frente la embaucara como en la primera ocasión.
«Esta vez, Rossana Regiés llevará las riendas del asunto», se decía ella, mientras se acicalaba como si hubiese sido invitada a la ceremonia de los Oscar, frente al espejo iluminado de su camerino. «Esta vez, Jared Cavalier no podrá doblegarme».
Pero ni ella era capaz de creer sus propios mantras.
Lo cierto es que, mientras repetía mecánicamente sus afirmaciones para resistir la tentación de caer, una vez más, en las garras de El Emperador, a Rossie le temblaban las rodillas y se le mojaba la entrepierna solo de pensar en que, en unos cuantos minutos más, escucharía la voz de soprano de Erika, anunciándole que Jared Cavalier se encontraba ya en el estudio.
Tal como pintaban las cosas, su cuerpo –y en
Al ver a Rossana Regiés caminar hacia él, Jared Cavalier juró, por un par de segundos, que no se trataba ella. Se veía tan Rossie pero, al mismo tiempo, tan distinta a la última vez que la había dejado (sentadita en el asiento del avión que los separaría por tantos años), con la piel tostada por el sol, sus cabellos peinados a medias por una coleta mal hecha y abrazada a la maletita azul con la que, seguramente, había pagado la carrera de Comunicación Social que le permitió obtener el empleo con el que ahora, en ese preciso momento, propiciaría de nuevo un encuentro que, en otras circunstancias, habría sido poco menos que imposible. El Emperador, en un gesto automático, abrió los brazos al tenerla a menos de un paso de él. Necesitaba abrazarla, estrecharla contra su pecho y besarle la frente, a tiempo que aspiraba el aroma de su cabello recién peinado con fijador. En lugar de ello, recibió un gélido beso en la mejilla, acompañado de una sonrisa de programa d
La entrevista había llegado a su fin. Rossana, ya con un par de años de experiencia encima, lo hizo incluso mucho mejor que la primera vez. Solo quedaba pendiente la despedida en el escenario, antes de que todo aquel teatrito de Goodboy-Goodgirl se desvaneciera y sobreviniera lo siguiente. –Haz el favor de despedirte como Dios manda, Ro –susurró Erika antes del acto final, para recordarle que, esta vez, sus salidas de tono ya no serían consideradas una opción, sino una invitación a quedarse sin empleo. Rossie ni siquiera regresó a ver a Erika cuando recibió el consejo. Tan solo sonrió de forma maquinal a El Emperador, para darle sus palabras finales de despedida, memorizadas con anticipación: –Ha sido un honor volver a entrevistarte de nuevo, Jared –dijo Rossie, mirándolo a los ojos, como rezaba el libreto–. Y recuerda que La Capital será siempre tu segunda casa. Pero, esta vez, no se le quebró la voz ni se emocionó cuando lo dijo. S
Las luces de La Casa de la Música se apagaron, de a poco, para dejar en penumbra el escenario. Una tenue iluminación apuntó hacia el centro del plató, en donde se hallaba un precioso piano de cola Steinway y, sentado frente a él, Jared Cavalier, ataviado con un traje Ermenegildo en total black, emitió los primeros acordes de una melodía totalmente desconocida para sus fans, que permanecían en silencio, guardando la compostura debido a la solemnidad que demandaba un recital de primera categoría, como el que les había convocado aquella fría noche capitalina. –Este tema lo escribí para una chica que me gustaba cuando era muy joven –el Goodboy jugueteaba con las teclas del piano mientras se dirigía a su auditorio. A Rossie le saltó el corazón cuando escuchó aquellas palabras. –La conocí en el metro de New York, cuando yo tenía catorce años. Esa confesión solo hizo que la tirria que Rossana experimentaba por El Emperador se desat
El Emperador subió a su Rossie, de la mano, hacia el escenario. Nadie los molestaría ahí. O es lo que él supuso. Se ocultaron tras bastidores. Lo primero que hizo Jared fue tomar del rostro a Ro, mirarla fijamente y examinar sus facciones afinadas tras siete años de no verla. –Estás tan bonita, pequeña –le dijo el Goodboy, con voz enternecida. Rossie fue incapaz de sostenerle la mirada. Jared, entonces, la abrazó, como cuando eran un par de jovencitos. Ella se dejó hacer. Al principio, sus brazos se quedaron estáticos, incapaces de reaccionar. Unos segundos después, cobraron vida y correspondieron el cariño que Jared brindaba. Ro apoyó su cabeza de lado contra el pecho de El Emperador. –¿Por qué nunca regresaste, Jared? –le preguntó, con voz aniñada. El Goodboy se quedó en silencio. Solo se pudo escuchar un no tan ligero suspiro de su parte. –Lo importante es que ya estoy aquí, pequeña –le respondió, mientra
–Ven conmigo a Galápagos en la mañana –dijo Jared a una Rossie que descansaba recostada en su pecho, luego de haber hecho el amor–. Pasaremos el fin de semana juntos, y luego te vienes conmigo. –Se vale soñar, querido –le dijo Ro, con voz lánguida–. No puedo simplemente dejarlo todo por… –¿Por mí? –dijo él. –Por una aventura que ya me salió muy cara la primera vez. –Está bien –lo pensó bien Jared–. Tengo unos asuntos que arreglar antes, pequeña. Pero, cuando los solucione, mi jet te estará esperando en el hangar de siempre, en el aeropuerto. Rossie lo miró desde abajo. Podía distinguir su barbilla blanquísima, salpicada del nacimiento de una tupida barba que comenzaba a adivinarse abundante. Sentía también su respiración subir y bajar despacio, como si, de un momento a otro, estuviera a punto de quedarse dormido. –¿Eso significa que el viaje a Galápagos se cancela? –preguntó ella, decepcionada. –Claro que no, pequeña –Jared bes
El capitán del jet privado, propiedad de Jared Cavalier, recibió a este y a Ro en el hangar del Aeropuerto Internacional de La Capital a las siete y media de la mañana. Rossie llevaba al viaje que había estado soñando por los últimos siete años, solo lo que traía puesto: un vestido negro por encima de la rodilla, una chaqueta rojo rubí de paño, gather stocking negras y tacones Mary Jane’s a juego. Un outfit poco adecuado para la temperatura tropical de las islas, que recibía a sus visitantes con el calor de un horno a su máxima capacidad. Tomaron asiento, uno frente al otro, mientras que la azafata les ofrecía alguna bebida que ambos rechazaron, por encontrarse completamente embebidos en la mirada del otro. A minutos de culminar del vuelo, la sobrecargo regresó con un anuncio especial para su jefe. –Tiene una llamada urgente, Mr. Cavalier. A Jared le cambió la cara de inmediato. Se le endurecieron sus hermosas facciones y una
Lo primero que hizo Jared Cavalier al arribar a Manhattan, fue dirigirse al Mt. Sinai Maternal Care. En la suite número ocho, descansaba Adalyn Fernández-Cavalier, con su estampa latina radiante, a causa de su reciente maternidad. –Congratulations, babe, eres padre de mellizos –le dijo ella, sin darle tiempo a saludar, siquiera–. ¿No piensas felicitarme? «Mellizos», pensó Jared, y casi se le ablandó el corazón. Pero no se encontraba, en absoluto, en el mood de dirigirle ni una sola palabra amable a la madre de sus hijos. –¿Se puede saber por qué diablos me ocultaste durante todo este tiempo que iba a ser papá? –fue todo lo que Jared le dio por respuesta. –Porque me lo prohibiste, babe –respondió Adalyn–. ¿O es que ya no te acuerdas? Claro que se acordaba. La prohibición era tan específica que él le había dispuesto que, si se atrevía a contactarle durante la gira, lo único que debería esperar de él serían los
Cuando recibió la noticia de que su Jared no regresaría al día siguiente a las Islas Galápagos, ni ningún día, a decir verdad, Rossie Regiés se dijo a sí misma, en un tono extrañamente triunfante: «Lo sabía». El capitán del GoodGirl le entregó, esa misma tarde, y antes de su desembarco en Isla Baltra, un boleto de avión solo de ida hacia La Capital para las cinco de la tarde de ese mismo domingo. De forma adicional, una nota escrita a mano por El Emperador en persona, pero impresa en papel de fax, lo que la hacía parcialmente ilegible. Luego de esforzar su vista para poder comprender lo que ahí decía, esto fue lo que Rossie leyó: «Pequeña: no tengo ningún derecho de pedir que me perdones, pero, al menos, me permitiré rogarte que no me odies. Una parte de mí te amará hasta que muera, y la otra, morirá antes de tiempo extrañándote. Inevitablemente, algún día entenderás las razones de lo que hice. Y me sabrás disculpar porque, tú ta