Una calma inquietante reinaba en el Olimpo renacido, una ciudad suspendida entre lo divino y lo moderno. Torres de cristal y mármol reflejaban la luz de un sol eterno, mientras los templos flotaban sobre nubes cargadas de poder ancestral. Entre las cúpulas y los senderos cubiertos de flores inmortales, una tensión invisible impregnaba el aire, como si incluso la perfección del Olimpo pudiera desmoronarse ante lo inevitable. Zeus, imponente, observaba el horizonte desde su trono en el Salón Eterno, con la mirada fija en una tormenta oscura que se agitaba en la distancia.No era una tormenta común. No traía vientos ni lluvia, sino un vacío que devoraba todo a su paso. Zeus podía sentir su presencia en el fondo de su ser, como un eco que vibraba en cada fibra de su existencia. Había algo diferente, algo más profundo y ominoso que cualquier amenaza que hubiera enfrentado antes.El silencio absoluto del Salón Eterno se rompió con los pasos de Hera, cuyo porte majestuoso irradiaba autoridad
La tormenta en el horizonte del Olimpo renacido parecía más que una simple manifestación del clima. Era como si el cielo mismo se revelara contra el mundo, iluminando con furia el Salón Eterno con destellos que parecían buscar algo oculto entre las sombras. Cada trueno retumbaba con un eco tan profundo que sacudía los cimientos del Olimpo, un recordatorio de que incluso los dioses podían enfrentarse a fuerzas que los desafiaban.Zeus permanecía de pie junto al gran trono, el rayo en su mano destellaba débilmente con un brillo azul-blanco, como una chispa contenida de su poder. A su alrededor, los demás dioses esperaban, inmóviles pero tensos, como si el aire pesado les impidiera moverse con naturalidad.—Cada segundo que esa sombra crece, el universo se tambalea al borde del abismo. Apolo, Atenea —la mirada de Zeus se posó en ellos como un peso tangible—, vuestro deber es buscar el Orbe en la Tierra. Templos ocultos, registros olvidados... algo debe darnos la clave para hallar su para
El viento azotaba las alturas de Machu Picchu, arrastrando un murmullo que parecía provenir de las montañas mismas, un eco de secretos enterrados por siglos. Ethan se detuvo en la entrada de la caverna, con el peso del mural aún grabado en su mente. No era solo una reliquia histórica; cada símbolo y figura parecía cargado de un propósito, como si esperaran ser desentrañados.La linterna en su mano iluminaba tenuemente las paredes, pero el aire estaba más frío que antes, cargado de una electricidad que erizaba su piel. Dio un paso al interior, con la sensación de que cada movimiento lo acercaba a algo mucho más grande de lo que podía comprender.El mural estaba allí, imponente, con la figura femenina en el centro. Su rostro parecía más vivo ahora, sus ojos tallados con una precisión tan inquietante que Ethan evitó mirarlos demasiado tiempo. Los detalles de su vestido fluían como si el escultor hubiera capturado un movimiento congelado en la piedra, y el Orbe en sus manos seguía emitien
La brisa de la mañana acariciaba las terrazas de Machu Picchu, trayendo consigo un susurro ancestral que parecía vibrar en el alma de quienes lo escuchaban. Ethan, sentado al borde de la entrada de la caverna, sentía que el mundo a su alrededor se movía con una intensidad casi irreal. El cielo teñido de tonos dorados y anaranjados anunciaba el amanecer, pero su mirada permanecía fija en el cuaderno que sostenía entre sus manos, como si las respuestas que buscaba pudieran revelarse mágicamente en sus notas.El roce del lápiz contra el papel se detuvo de pronto. Ethan alzó la vista y observó la entrada de la caverna, ahora envuelta en sombras alargadas que parecían moverse con vida propia. Su pecho se comprimió. Las palabras del reflejo en el agua seguían repitiéndose en su mente: “El puente... el vínculo entre lo divino y lo mortal”.Un escalofrío recorrió su cuerpo. A pesar del calor tibio del amanecer, sintió una helada familiar que lo hacía cuestionar si todo lo ocurrido había sido
El eco del rugido en las montañas persistía en los oídos de Ethan como un recordatorio de que algo se había desatado. Cada fibra de su ser quería atribuirlo al viento, al eco, a cualquier fenómeno natural que no desafiara su cordura, pero la sensación en el aire lo contradecía. Era como si el mundo mismo contuviera el aliento.La piedra bajo sus pies parecía más fría, más viva, vibrando con una energía casi imperceptible que se sincronizaba con el latido de su corazón. Diego lo miraba, el nerviosismo dibujado en cada línea de su rostro, mientras el anciano retrocedía hacia las sombras, susurrando palabras en un idioma que resonaba como un cántico ancestral.El altar parecía más que una estructura; era un testigo mudo de secretos inmemoriales. Las marcas talladas en su superficie irradiaban un resplandor tenue que parecía responder a Ethan. Había algo en el aire, algo que lo llamaba, como una melodía que solo él podía escuchar.—Esto… esto no es normal, Ethan —murmuró Diego, con la voz
Las palabras de Ethan resonaban en el aire como un juramento inquebrantable, y aunque el temor latía en el pecho de Diego, una lealtad silenciosa lo mantenía a su lado. La presencia del anciano, inmóvil como una estatua esculpida en la roca misma, cargaba el ambiente con un peso que hacía difícil respirar.—El desierto que buscas no está en este mundo tal como lo conoces. —La voz del anciano era baja, pero cada palabra portaba el peso de siglos enterrados bajo arenas invisibles—. Es un lugar entre los lugares, un cruce donde la realidad y lo eterno convergen.Ethan sintió que la visión todavía quemaba en su mente, un eco persistente que se negaba a apagarse. Miró al anciano con el ceño fruncido, buscando algo en sus palabras que ofreciera claridad.—¿Cómo llegamos ahí? —preguntó, con la misma intensidad con la que un náufrago implora por tierra firme.El anciano extendió una mano nudosa hacia la pared rocosa cercana. Por un momento, no ocurrió nada, pero entonces grabados ocultos come
El camino hacia Paracas se alargaba bajo un cielo teñido de un rojo profundo, como si el sol mismo estuviera sangrando su última luz sobre la tierra. Ethan mantenía la mirada fija en la carretera, sintiendo el peso de cada kilómetro que lo acercaba a lo desconocido. Sus manos firmes en el volante temblaban ligeramente, no por miedo, sino por una mezcla de anticipación y una inquietud que no lograba nombrar.A su lado, Diego sostenía su libreta con fuerza, sus dedos tamborileando sobre la tapa mientras sus ojos recorrían frenéticamente las notas. Los nombres y símbolos que había garabateado apenas hacía unas horas ahora parecían contener más preguntas que respuestas.—¿Estás seguro de esto? —preguntó Diego, rompiendo el silencio que se había asentado entre ellos como una manta pesada.Ethan no respondió de inmediato. Dejó que el motor del vehículo llenara el aire por un momento más antes de hablar, su voz grave, cargada de una calma que no sentía del todo.—No importa si estoy seguro —
El brillo dorado del horizonte pulsaba rítmicamente, un espectáculo hipnótico que invitaba y repelía a la vez. Era como si el mundo mismo respirara, llenando el aire de una energía que hacía que cada paso de Ethan y Diego fuera más pesado, más deliberado. El suelo cristalino bajo sus pies emitía reflejos iridiscentes que se deslizaban como olas, deformando su entorno en destellos de colores desconocidos.Diego pasó una mano por su rostro empapado de sudor, su expresión reflejaba una mezcla de incredulidad y temor.—¿Ethan, no sientes que estamos… fuera de lugar? —preguntó, con un hilo de voz que parecía temer provocar una respuesta.Ethan no respondió de inmediato. Sus ojos estaban fijos en el horizonte, pero su mente estaba a kilómetros de distancia, buscando un significado en la vibración que sentía bajo sus pies.—Es más que estar fuera de lugar —dijo finalmente, su tono era bajo, como si temiera que algo más pudiera escuchar—. Es como si este sitio… estuviera vivo.Diego parpadeó,