Inicio / Romántica / Las Mentiras del Marqués / 5. Ondina y el fantasma de la ópera
5. Ondina y el fantasma de la ópera

Eugenia entro en el salón de baile vestida como Ondina ninfa de las aguas, su vestido era una túnica de estilo griego, hecha con capas y capas de tul y gasa blanca, formando hermosos pliegues que se ajustaban en su cintura con un cinturón dorado que enmarcaba su figura muy favorablemente. Estaba muy agradecida con sus amigas por convencerla de atreverse a utilizar algo tan intrépido, aunque tampoco era tan atrevido como la sugerencia que hizo lady Russell, la anciana había dicho que con ese cabello rojo quedaba perfecto el disfraz de última moda, el de la diablesa. Ella sería incapaz de utilizar algo así, el solo pensar que debía mostrar sus tobillos le causaba repelús, incluso si las medias del disfraz eran extremadamente oscuras. No, ella dejaría esas ideas para las chicas más intrépidas. Estaba muy conforme con la decisión tomada.  

Recorrió con la mirada la habitación y observo que era todo lo que uno podría desear para un baile de máscaras. Seductora, secretil y decadente. Cientos de velas de cera de abeja ardían en los candelabros sobre sus cabezas. Flores rojas en muchos jarrones y telas negras transparentes cruzaban el techo, haciendo que la habitación pareciera más pequeña y perversa a la vista. Algunas de las grandes esculturas de porcelana habían sido traídas para dar la apariencia de grandeza, coronas en miniatura podían verse en sus cabezas, haciendo que parecieran estatuas reales. Oro por todas partes. Eugenia estaba orgullosa de su amiga que en poco tiempo había logrado prepararse perfectamente bien para el baile. 

El espacio era magnifico. Incluso la orquesta estaba vestida de negro con librea dorada, así como los lacayos que servían en el baile. 

Lentamente camino hacia donde se encontraba su amiga para felicitarle por el logro, mientras seguía admirando la belleza del lugar. 

—Esto es asombroso, Cecily. Esta noche ciertamente este es el lugar para estar, y luego ir a Edimburgo y hablar de ello por el resto de la temporada. Que inteligente eres. 

Megan, quien se encontraba a la derecha de Cecily, asintió de acuerdo con las palabras de Eugenia. 

—Me alegra que les guste —respondió Cecily, caminando hacia la orquesta, ordenando que comenzaran la velada—. Quería que fuera mágico y visualmente creo que lo he logrado. Volviéndose hacia ellas comento: Ambas se ven impresionantes con sus disfraces, los asistentes solteros no sabrán que les golpeo cuando las vean. 

Megan se sonrojo, y Eugenia miró su vestido en un espejo gigante frente a ellas. La túnica era ciertamente seductora, un escalofrío de precaución le atravesó la espalda por lo atrevido que parecía. 

Su rostro estaba cubierto con una máscara| dorada, decorada con diamantes artificiales. Su doncella le había pintado los labios de un rojo intenso, pues había dicho que al ser lo único que se vería de su rostro debía llamar la atención. Al terminar de observarse en el espejo ya no se sentía como una ninfa. No, ella ahora se sentía como una diosa. 

Cecily se unió a su padre en la puerta del salón para recibir a los invitados. Eugenia camino al lado de Megan por el salón disfrutando de todas las maravillas que ofrecía la velada. Incluso los jardines estaban suntuosamente decorados, para los invitados que quisieran aventurarse a dar un paseo a la luz de la luna llena.  

—Te ves hermosa, Megan. ¿Crees que hoy te presentarán a alguien de tu agrado?  

Megan sonrió, sus ojos brillando detrás de su máscara negra adornada con plumas. —Me gusta alguien que conocí durante el desayuno, y también me gusta burlarme de él aún más. Creo que lo reconoceré. Dejo escapar que vendría como el Rey Enrique VIII. Las túnicas en sí mismas de diseño Tudor, lo delatara si sus rasgos hermosos no lo hacen. 

—¿En algún momento me dirás quién es tu caballero misterioso? Y no solo eso, ¿Crees que puede haber algo entre ustedes más allá de la temporada? —preguntó Eugenia, curiosa por los pensamientos de su amiga. Megan era más reservada que Cecily, con sus opiniones con respecto al amor. 

—Sabes cual es mi requisito para encontrar un esposo —respondió Megan encogiéndose de hombros—, pero nada es seguro, tendré que probar los besos de mi caballero misterioso y averiguar si me hace cambiar de opinión. Hasta entonces no tomare una decisión—. Tomaron una copa de la bandeja de un lacayo y siguieron su camino al rededor del salón. 

Eugenia se rio entre dientes, sorbiendo de su copa. 

—Me gusta lord Wellingham —dijo Eugenia sin pensar, sorprendiendo a su amiga—. Me gusta más de lo que pensé que me gustaría un inglés. La forma en que me ve…— Su corazón empezó a acelerarse de recordar su encuentro la noche anterior. Seductor; le vino a la mente junto con deseo—. He de admitir que me gustaría besarlo también, para decidir si es apropiado para mí. 

Si Megan se sorprendió con su confesión no lo demostró. Y solo asintió en aprobación a las palabras de la pelirroja.  

Hablaron con cualquiera que se les acercara, deseándoles una agradable velada, y en menos de lo que se imaginaron, la habitación estaba a reventar. El baile había comenzado, y el fuerte zumbido de las conversaciones hizo que fuera casi imposible escucharse hablar. 

La idea de volver a ver a lord Wellingham hizo que los nervios le recorrieran la piel. Ningún hombre le había hecho sentir tal emoción, y aunque le gustaba la idea de que coqueteara con ella, igualmente, no podía confiar que fuera genuino con ella. Había tenido tanta mala suerte en el pasado, que no podía deshacerse fácilmente del temor a que otra mujer bailara con él, llamara su atención y ella quedara en el olvido junto a la multitud.

 No lo conocía de nada se habían visto tres veces, cuatro si contaba el baile de los Bowie, y aunque había sido encantador durante la cena y en la biblioteca no podía hacer castillos en el aire. Los había hecho en el pasado. Cinco años atrás para ser exactos.

 En Londres estuvo recibiendo las atenciones de lord Jason Winchester, luego la dejó plantada para el vals que tan amablemente había solicitado, y después de bailar con su amiga, la señorita Helen Bradbury, se enamoró locamente y tres semanas después, caminaban por el pasillo de la iglesia de Sant Paul, prometiéndose amor eterno delante de toda la educada sociedad.

 «Tú fuiste la única que vio intensiones casamenteras donde no había nada». 

Megan estaba platicando con unos amigos, y ella siguió parada allí, pero su atención no estaba aquí. Ella se quedó observando a los asistentes, tratando de reconocer a algunos, buscó al Enrique VIII de Megan, solo encontró a alguien vestido totalmente de negro con un sombrero de ala ancha, se veía como alguien bastante bronceado, así que llegó a la conclusión que era el español de Edimburgo de Cecily. ¿Cómo estaría vestido su inglés? ¿Su, de dónde había salido ese pensamiento tan absurdo? El solo pensarlo le provocaba escalofríos, o era el hecho de sentirse observada. Buscó con la mirada por toda la habitación, pero no encontró al dueño de sus sueños inquietos. 

El aliento en sus pulmones se detuvo. Su mente se revolvió en busca de palabras. Pero sus pensamientos se volvieron erráticos al observar al imponente caballero que venía caminando hacia ella. Iba vestido de un traje negro clásico de corte elegante y perfecto, un dominó largo y oscuro sobre los hombros y una máscara blanca que le cubría la mitad de la cara, dejando la mitad de los labios y un ojo visibles. 

Hizo una reverencia ante ella, con una sonrisa pícara en los labios. 

—Lady Eugenia, está usted increíblemente hermosa. 

—Su señoría. —Fue lo único que ella alcanzo a decir. Respiro hondo, luchando por recuperar su ingenio. 

¿Qué diablos le pasaba? ¿Estaba tan desesperada por encontrar marido que empezaría a comportarse como una debutante? Querido cielo que lamentable si eso era cierto. El marqués solo venia por un baile, y ella ya los veía diciendo si acepto ante un párroco. Debía recobrar la compostura inmediatamente, ella no tenía diecisiete años no era nueva en esto de las temporadas. 

—Espero que no haya olvidado nuestro baile, y mi nombre esté anotado en su carné señorita Simpson—. Le tomo la mano y beso la parte superior de sus guantes de seda dorada. Sus ojos se encontraron con los de ella mientras sus labios la tocaban, era algo tan sencillo, pero se sintió tan íntimo. 

—Por supuesto no lo olvidé, milord —logró decir, ignorando el temblor de nerviosismo en su voz. 

—Sabía que era usted en el momento que entre a la habitación. Creo que podría distinguirle entre la multitud en cualquier lugar que nos encontremos. 

Eugenia se rio entre dientes, negando con la cabeza. 

—¿De verdad, milord? ¿Tan malo es mi disfraz, que me distinguió tan fácilmente entre la multitud? 

Él negó con la cabeza, extendió la mano, y recogió un rizo suelto y lo deslizo entre sus dedos. Su corazón se detuvo, su mente imagino sus manos acariciando otras partes de ella. —Su cabello ya ve. Es de un rojo tan hermoso y rico, hace que uno quiera pasar los dedos por el para ver si chamusca la piel. 

Eugenia no podía formar palabras. Nadie había dicho nunca que su cabello fuera encantador. Y, sin embargo, la forma en que lord Wellingham la miraba en ese momento, la hizo creer que hablaba en serio. 

—Está en Escocia. Hay muchos pelirrojos en esta área. ¿Está coqueteando nuevamente conmigo, milord? —. Por supuesto a ella le encantaba que lo hiciera. Nunca antes, alguien había mostrado tanto interés por ella de una manera tan directa. Los caballeros que visitaron la casa de su infancia, Simpson Castle, siempre fueron demasiado precavidos debido a la presencia de su hermano. La hermana del vizconde Ashcroft era alguien para ser cortes y educado, pero nunca alguien para mirar más allá de la amistad. 

Su hermano tenía una forma de asustar a los pretendientes si pensaba que eran demasiado atrevidos. Y durante su tiempo en Londres nadie le había dado una verdadera oportunidad. Para ella fue un alivio el volver a su casa en Escocia al terminar la temporada londinense. Tal vez el marqués si estaba coqueteando con ella. ¿Sería tan malo que lo hiciera? 

—Pero nadie tan hermosa y seductora como lo es usted —continúo el marqués. 

—¿Está dispuesto a lograr que me sonroje, aunque no pueda verlo a través de la máscara, milord? 

Encogiéndose de hombros Andrew respondió: —Que hay de especial en decir cumplidos si no puedo lograr un sonrojo de su parte, incluso si no puedo llegar a verlo. 

Sus ojos brillaron detrás de su máscara blanca, observando, asimilando cada palabra de ella, cada reacción de ella hacia él. Era fascinante, le hacía querer cosas que nunca pensó que necesitaba antes. Sus labios se curvaron en una sonrisa de complicidad, y sintió el abrumador deseo de ser tocada por sus labios. Para ver por sí misma si eran tan suaves como parecían.  

—Es más, ¿qué pensaría de mí, si le digo que deseo besarle, señorita Simpson? 

¿Qué? ¿Acaso el marqués podía leer la mente? Aun así, suspiro interiormente, sabiendo que sería un excelente besador. Junto con ese pensamiento estaba uno más perturbador; de que otras mujeres habían disfrutado estando en sus brazos. Mujeres que incluso podría seducir ahora que la estaba seduciendo a ella. Las odiaba a todas. Dios del cielo, de dónde venían esos pensamientos crueles y posesivos, apenas conocía al marques, ni siquiera habían bailado un carrete juntos. Saliendo de sus pensamientos tortuosos le respondió: —Le diría que puede que no sea tan malo, incluso siendo usted inglés. 

 Andrew se apretó el pecho con dramatismo herido. —No me lastime, señorita Simpson. Nunca sobreviviré al dolor de su rechazo. 

Sonaron los acordes del vals prometido, y Eugenia dejó la copa que aún sostenía en la charola de un lacayo que paseaba entre los asistentes, y lord Wellingham cogió su mano. 

—Es hora de bailar milord. Puede continuar con los halagos en la pista de baile y sobre ese beso, solo puedo asegurarle que… lo pensaré. 

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo