Robert Des

Robert Des enseguida comprendió que se trataba de algo muy importante; nunca el anciano le había negado ninguna información y esos jóvenes evidentemente no eran de por allí; ni siquiera parecían humanos. Estaban demasiado limpios, demasiado saludables y sus rostros no denotaban ninguna preocupación, como si los problemas no existieran y ellos fuesen inmunes a cualquier calamidad. Sus ropas blancas y sus aires de superioridad le intrigaron al momento. Después de la negativa del joven de hablar en su presencia, se despidió con una reverencia y salió de la carpa principal, dio la vuelta y penetró por una abertura que él mismo abrió un tiempo atrás para enterarse de los movimientos del anciano que no contaba a nadie, llevándose una decepción, pues no tenía secretos para sus colaboradores más próximos. No obstante la imposibilidad de chantajear a su jefe, continuó trabajando para el viejo, pues en ningún otro lugar un inútil como él encontraría un empleo con una comida regular y un sitio limpio donde dormir, a no ser que arriesgara su vida en las bandas armadas de los “señores de las tierras”, para lo cual no tenía ninguna vocación.

Penetró silenciosamente y se apoyó contra la carpa interior que servía de habitación privada para Nicolás Reed. Aproximó un ojo a uno de los diminutos huecos de la lona y pudo ver y escuchar toda la escena que se desarrolló frente a él. Después de encajarse la pluma de ángel en el pecho, el viejo se desplomó entre leves convulsiones que cesaron casi de inmediato. Al principio no se percató de los cambios en la fisionomía del viejo por la distancia y la mala iluminación, pero cuando se incorporó y se acercó al lugar donde estaba buscando el espejo, pudo darse cuenta de la transformación física en su ser. Eso y la conversación que sostuvieron dejaron a Robert sin ninguna duda. Estaba en presencia de ángeles verdaderos, ángeles que podrían significar su definitiva salida de ese asqueroso mundo a otra vida mucho mejor de lujos y excesos. Se deslizó hacia el exterior sin dejarse notar y presa de la excitación se retiró a valorar el verdadero alcance de lo que acababa de descubrir y la manera de sacarle la mayor ventaja.

Demoró todo un año trazando un plan para poder hacerse con el poder de las plumas de los ángeles. Estudió sus rutinas y sus costumbres, escuchó todas las conversaciones que sostenían entre ellos y con el viejo y cuando al fin pudo tener en su poder una de las plumas, pasó a buscar un posible comprador para tan precioso recurso.

Por su parte los ángeles siguieron su misión sin sospechar que habían sido descubiertos desde el mismo primer día. Con mucho disimulo imponían sus manos a los enfermos y les curaban poco a poco, mientras les hablaban de la fe perdida por la humanidad y les hacían creer que sus curaciones eran debido a esa fe que, como es lógico, aumentaba a medida que mejoraban y la transmitían a los demás, esparciéndose entre todos como la pólvora húmeda que se seca con el tiempo y estalla repentinamente en todas direcciones. Así el campo, que parecía un cementerio de almas adoloridas, se convirtió en una explosión de alegría y esperanza que contagiaba a todos. Se comenzaron a reunir en grupos cada vez más grandes para cantar alabanzas y contarles a los nuevos que venían de todos los lugares sus experiencias. La buena salud y la esperanza les hicieron trabajar mejor las pocas tierras de que disponían y hasta los exiguos ganados mejoraron su rendimiento. Parecían estar viviendo una época de prosperidad como nunca antes sin sospechar siquiera de dónde provenía tanta buenaventura.

Toda esa bonanza atrajo la atención de los señores de la tierra, y más específicamente la de Paco Gibaros, el más prominente de esos mafiosos en toda la zona del sur de los antiguos Estados Unidos, que abarcaba cinco núcleos poblacionales y la nueva ciudad amurallada, con un total de siete millones de personas. El centro y norte del otrora gran país permanecía inhabitable, aportando solo algunos animales contaminados con radiación que emigraban hacia el sur buscando algo de pasto.

Paco Gibaros puso su atención en el campo de refugiados Corpus Cristi, no solo por su prosperidad, sino por el informe que le había llegado inesperadamente de dos de sus hombres, encargados de reunir información de posibles enemigos o pequeños comerciantes que no pagaban el debido gravamen por su protección. Dicho informe hablaba de algo que parecía haber escapado de un libro fantástico y trataba sobre alguien que decía tener en su poder una fuente infinita de juventud y salud.

Gibaros no habría prestado atención a una noticia de esa índole sino fuera porque vino acompañada de la prosperidad súbita de todo el lugar. Por más que los jóvenes ángeles trataron de mantenerse bajo el radar, no pudieron evitar que se hablara de ellos, o más bien del sistema médico del campo de refugiados y la hija del jefe mafioso sufría una leucemia grave que amenazaba con llevarse su vida en cualquier momento.

La entrevista se llevó a cabo en una estación secundaria de la red del metro que caía bajo la influencia directa de los hombres de Gibaros, a unos cinco kilómetros del Corpus Cristi. Tres de los escoltas personales del jefe mafioso, rodeaban a un individuo que permanecía nerviosamente sentado en una de las cuatro sillas oxidadas, colocadas alrededor de una mesita de aluminio redonda y con manchas de color ocre en toda su superficie, de forma que solo se podía llegar a él viviendo de frente. Había sido advertido por los matones que no pusiera sus manos sobre la mesa bajo ninguna circunstancia o lo tendrían que matar al momento. Cuando ya parecía reventarse de la desesperación, se escuchó proveniente del túnel un chirrido metálico. A los pocos segundos, una pequeña máquina de tracción manual hizo su aparición y sobre ella la figura de Paco Gibaros. Era un hombre cercano a los cincuenta, algo ancho de espaldas y más bajo de lo habitual, el resto de sus facciones denunciaban su procedencia mexicana. De un salto alcanzó la plataforma de granito y se encaminó hacia los que le esperaban sin reparar en sus guarda espaldas que, cansados por el esfuerzo de mover el vehículo, no podían seguirle el paso. Llegó junto a los cuatro individuos y sin saludar tomó asiento frente al que le esperaba sentado y nervioso en medio de los tres custodios.

—Así que tú eres el hombre del que todos hablan —dijo en un tono algo cansado, que sugería no creer en lo que le estaban vendiendo—; cuéntame toda la historia desde el principio y trata de que te crea, porque mi tiempo es muy valioso.

El individuo pareció volverse más pequeño mientras bajaba la mirada. Carraspeó la garganta y se dispuso a contar la historia de su descubrimiento lo más rápido posible, para no colmar la paciencia de su anfitrión.

—Verá; trabajo en el campo de refugiados de Corpus Cristi y sé el secreto de todo lo que está pasando allí y le aseguro que vale la pena una inversión para tener la fuente de la juventud que allí habita. Por una suma determinada yo le puedo entregar el tesoro más deseado de la tierra.

Ante la impasividad de la mirada del mafioso, el hombre siguió hablando nerviosamente luego de hacer una pausa para ver la reacción que mostraba su interlocutor.

—Le juro que todo lo que le digo es verdad. Lo he visto con mis propios ojos durante doce meses. Un viejo se volvió fuerte y vigoroso delante de mí; los enfermos se curan en una semana sin importar la dolencia que tengan; y cuando los chicos duermen, sus alas se desplie...

— ¿Alas, has dicho alas? —le interrumpió de repente mientras acercaba su rostro por encima de la mesa—. ¿Crees que soy un niño para creer en cuentos de hadas?

— ¡Señor, lo juro por mi vida! Nadie me quiere creer, pero es la verdad y tengo la prueba.

El mafioso pareció relajarse. Se echó hacia atrás y paseó la mirada por la abandonada estación de metro, se levantó lentamente y dio unos pasos en lo que parecía meditar si matar o no al individuo.

— ¿Sabes lo que pasó en esta estación; lo que significa para mí?

El hombre negó con la cabeza, intuyendo que algo no iba a terminar bien en ese encuentro.

—Yo tenía siete años cuando mis padres me trajeron aquí para seguir camino a Chicago. Estábamos sentados en esa mesa en que ahora tú estás, cuando una bomba de gas tóxico explotó justo en la entrada. Como yo era demasiado pequeño, el gas no llegó a mis pulmones de inmediato, por lo que tuve tiempo de ver a mi madre y a mi padre llevarse las manos a la garganta y vomitar sangre antes de morir. Yo me asusté como era lógico y pude llegar al tren que en ese preciso instante salía de la estación. Luego, cuando me hice un señor de la tierra regresé al mismo lugar y le di sepultura a los huesos podridos de mis padres, o lo que quedaban de ellos, pero pasó algo extraño. La sangre que vomitaron aquel día no desapareció por completo, manchando la pequeña mesa hasta hoy en día. Así que cuando juras algo ahí sentado, estás jurando sobre la sangre de mis padres y eso para mí es sagrado. ¿Entiendes? ¿Quieres volver a jurar que lo que dices es cierto?

El hombre se alejó instintivamente de la mesa, mirando con una cara diferente las manchas sobre ella, que ahora le parecían asquerosas y repulsivas.

— ¿Entonces...?

— ¡Lo juro, lo juro! ¡Aquí tengo la prueba! —dijo, sacando de un doble forro cosido en su abrigo una blanca pluma.

Mostró la carta final que había guardado celosamente en caso que no le creyesen y que podría comprar su vida si se encontrara en peligro.

A los cinco matones y al propio Jefe les brillaron los ojos con un extraño fuego.

— ¿Una pluma? Más te vale que sea una pluma mágica o saldrás de aquí con una bala en la cabeza.

— ¡Es una pluma de ángel! Yo mismo la tomé mientras dormían y se desprendió de sus alas, cogerlas de otro modo es imposible, llevo intentándolo mucho tiempo —dijo recuperando la compostura al ver la impresión causada en el rostro del jefe.

Sin quitarle la vista que clavaba en sus ojos, Gibaros extendió la mano y tomó la pluma que el hombre le ofrecía. La miró más de cerca, examinándola detenidamente. Era reamente maravillosa, aunque dudaba seriamente de su supuesta procedencia, el solo observarla procuraba un deleite infinito y extraño. En esos días que casi nada resultaba ser agradable a la vista, algo así podía hipnotizarte por horas; se notaba que no era de este mundo y sin embargo, nunca podría haber descubierto el qué.

— ¿Dices que ésta pluma es el tesoro más grande de la tierra?

—Sí señor, he visto cómo puede convertir a un anciano en un hombre joven y fuerte en pocos segundos y personas moribundas vuelven a correr y saltar como niños...es la pura verdad...si quiere puede probarlo en usted mismo.

— ¿Y cómo se usa?

—Se encaja en cualquier parte del cuerpo y después de desmayarse comienza la transformación. Solo dura unos segundos como le dije.

El jefe dio media vuelta sobre sus talones, mientras parecía meditar con la pluma sostenida en la mano a la altura de sus ojos. Dio un lento paseo alrededor de la mesa y de sus hombres. De repente, con un movimiento rápido e inesperado, le clavó fuertemente la pluma en la espalda de uno de sus guardaespaldas. Éste cayó de rodillas como fulminado por un disparo y convulsionó por unos segundos. Los otros matones se apartaron recelosos, pero con cuidado de no ofender al jefe, quien miraba con curiosidad lo que sucedía con su subalterno. Pasado el colapso y con algo de fatiga, el hombre se puso de pie y miró fijamente a su superior con los ojos grandes como platos.

— ¡Puedo...puedo ver...con los dos ojos mi señor! ¡Es un milagro!

Se movió hacia atrás y observó a sus colegas con una sonrisa de loco en los labios.

— ¡Y tampoco me duele la pierna! ¡Es maravilloso!

El hombre perdió la compostura. Comenzó a saltar y gritar que era un milagro y bajó a las vías del metro y corrió a toda velocidad, perdiéndose de vista por el túnel. Los otros quedaron anonadados ante la escena y se volvieron con la mirada a su jefe, quien demoró unos momentos en responder a la obvia pregunta que todos le hacían.

— ¡Déjenlo! Cuando se calme regresará —alcanzó a decir, tratando de ocultar su perturbación. Ahora se arrepentía de no haber probado el efecto de la pluma con él mismo, pero era demasiado tarde para lamentarse.

Buscó con la vista dónde había caído la pluma y la encontró tres metros más allá de donde cayera desplomado su empleado. Pareció confundido al percatarse de que ya no era blanca, sino que se comenzaba a tornar oscura paulatinamente. Miró al desconocido que permanecía sentado, observando el desarrollo del drama.

—Luego de usarse se pone negra y no sirve más que de adorno —dijo con algo de tristeza, casi de melancolía; quizás por ver desperdiciada una de las preciosas plumas.

— ¡Suficiente; vamos al cuartel general!

Solo con una mirada de su jefe, los hombres tomaron por las axilas a su invitado y se subieron todos a la máquina. Arrancó suavemente cuando dos de ellos accionaron las manivelas y fue tomando velocidad poco a poco, hasta perderse por completo en la oscuridad subterránea.

El cuartel general de Gibaros era el sótano del edificio del FBI en LA, pero quedaba ahora en las afueras de la nueva ciudad amurallada, que ocupaba un tercio de lo que fuera la próspera metrópolis. Cuando llegaron, el jefe ordenó que no se le molestara de ningún modo y entró a su bunker acompañado por los que estaban en la estación y el sujeto desconocido. Mandó a buscar al que había sido curado y se encerró con todos en una habitación contigua a la que estaba ocupada por el portador de la pluma. Después de unos minutos se escuchó el trepidar de un fusil automático; se abrió la puerta por donde entraron y salió el jefe, todavía con el humo de la pólvora escapando lentamente de sus ropas. Se dirigió a él con el fusil en la mano y la vista clavada en el suelo, como si cargara con un enorme peso en su espalda.

—Esos hombres eran muy valiosos para mí —levantó la cabeza y le atravesó con la mirada—, y los he matado por tu causa; así que de ti depende si su muerte fue en vano o si tengo que mandarte donde ellos para que les des explicaciones, ¿entiendes?

Nerviosamente el sujeto asintió con la cabeza sin quitarle la vista al arma humeante que sostenían delante de él.

— ¿Cómo te llamas?

— ¿Qué?

— ¡Tu nombre!

—Des...Robert Des; pero...pero todos me dicen RD.

—Bien, RD. Mejor me cuentas todo desde el principio sin omitir ningún detalle sobre las dichosas plumas y lo que sabes de ellas y sus dueños, esos ángeles que dices.

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