Paco Gibaros permanecía parado frente a la puerta de acero abierta de par en par, observando con detenimiento los cadáveres de sus hombres esparcidos en raras posiciones en medio de sendos charcos de sangre con las armas todavía en sus manos.
— ¿Y dices que no se escuchó ni un disparo? —le preguntó a otro que permanecía a su lado con el horror dibujado en el rostro.
—Ni uno solo, señor. Parece cosa de hechicería.
—La hechicería no existe. En cambio los hombres incapaces sobran —lo miró por encima del hombro y vio cómo bajaba la mirada—. Parece que subestimé el valor del prisionero; algo así no se hace por un cualquiera; debieron m****r un comando de élite bien entrenado.
—Señor, hay un sobreviviente del ataque y dice que fue un solo hombre.
— ¿Por qué no empezaste por eso? Vamos a verlo...espera, ¿dijiste un solo hombre?
—Sí, señor; es lo que él dice.
—Estará loco. ¡Vamos!
Se encaminaron a una habitación sin puertas cerca de allí. Uno de sus hombres estaba acostado, quejándose en voz baja por los dolores de las heridas cubiertas por una tela ensangrentada que trataba de parar la hemorragia y dos más le atendían. Gibaros se dirigió al herido.
— ¿Qué sucedió, Marcus?
El hombre abrió los ojos que mantenía cerrados por el dolor y tomó la mano que le ofrecía su jefe con toda la fuerza que tenía. Sudaba demasiado y su rostro salpicado de sangre le daba un aspecto grotesco.
— ¡Un hombre...un hombre con alas...negras...negras como la noche! ¡Los mató a todos...a todos...en...en...un segundo!
—Tranquilo Marcus, tranquilo; lo encontraremos y tú estarás bien, no te preocupes.
El jefe interrogó con la mirada al que presionaba la herida y éste movió la cabeza en señal de que no había esperanza. Marcus empezó a convulsionar y sus ojos quedaron en blanco mientras vomitaba sangre espesa por la boca. En unos instantes la mano que sostenía Gibaros perdió toda su fuerza y luego se quedó quieto. El jefe le puso la mano sobre el pecho y se incorporó. Su mirada cayó en un chaleco antibalas que yacía no muy lejos del cuerpo, cortado en dos a la altura del abdomen.
— ¿Ése es su chaleco?
—Sí, señor, parece que algo muy filoso lo cortó a la mitad junto con las tripas de Marcus.
—Hay demasiada gente hablando de alas por aquí.
— ¿Qué quiere decir jefe?
—Nada. En una semana vamos a hacer una incursión al campamento Corpus Cristi; prepárense, parece que tendremos pelea.
Dos días después, cuando ya se disponía a marchar sobre el campamento, uno de sus hombres le interrumpió en sus aposentos.
— ¡Señor! Hay una persona allá afuera que desea hablar con usted; dice que es muy urgente y que es sobre el prisionero que escapó.
—Demórate dos minutos y déjalo que pase.
Gibaros ocupó su puesto detrás de un inmenso escritorio de madera con las huellas de numerosas esquirlas sobre su superficie. Sacó de debajo del mismo una pesada escopeta de cañón recortado y la colocó en unas correas atadas bajo la superficie de cedro, que le permitían sujetar el arma por tiempo indefinido en dirección de quien se sentara frente a él. Al terminar de acomodarse, su soldado entró acompañado de un extraño que hacía que su subordinado pareciera un juguete. Se arrepintió de no tomar un arma de más poder, pero se resignó al momento y se dispuso a esperar. Llegaron frente a él y el visitante se sentó en el único asiento disponible, frente a Gibaros.
—Buenas, yo soy quien mató a todos esos hombres tuyos hace unos días y vengo a negociar en nombre de mi superior.
Sintió que sus músculos se tensaban y un cosquilleo le subió por el abdomen hasta el cuello.
— ¿Qué desea usted y su “superior”?
—Desea unir fuerzas para lograr un objetivo común —le respondió ignorando el sarcasmo—. Algo en lo que usted también está interesado.
— ¿Y cómo sabe que estoy interesado en lo mismo que él?
—Mató a sus mejores hombres para guardar el secreto de las plumas de ángel; creo que está bastante interesado.
Los dos siguieron estudiándose mutuamente por unos segundos. Gibaros decidió que posiblemente perdería si enfrentaba al emisario y de debajo del buró, sacó una botella de cristal tallado.
— ¿Desea un trago? Lo destilamos nosotros mismos.
—No, gracias. No quiero morir envenenado.
Gibaros fingió una sonrisa por la broma y se encogió de hombros con el vaso en la mano.
— ¿Cuál es su oferta y en qué consiste la colaboración?
—Usted está interesado en conseguir las plumas de los ángeles y nosotros sabemos cómo hacerlo. Ustedes nos ayudan a atraparlos y le regalaremos uno de ellos para toda la eternidad.
— ¿Uno de tres? Perdone, pero eso no es justo. Además, ¿qué me impide ir y tomarlos todos para mí?
—En primer lugar son cinco y usted lo sabe bien y en segundo, solo nosotros sabemos cómo se atrapan vivos esos bichos. De lo contrario su pequeño ejército se verá muy disminuido, si no lo extinguen por completo. Bajo su belleza y esa frágil apariencia, un ángel puede llegar a tener una fuerza mortal muy importante si no se le debilita primero y cómo hacerlo solo lo sabemos nosotros.
El humano pareció reflexionar por unos momentos y luego desvió el motivo central de la conversación.
—Tengo curiosidad por saber algunas cosas —el demonio asintió con la cabeza para que continuara—. ¿Qué tan curativas son esas plumas, para qué quieren tantos sujetos y cómo diantres se supone que ustedes saben tanto sobre ellos?
Su invitado se puso de pie lentamente y el señor de la tierra apretó el arma bajo el buró. Se quitó la prenda de vestir superior, mostrando infinidad de cicatrices y, contrayendo toda su musculatura, hizo que de sus espaldas brotaran un par de excelentes alas de dos metros y medio cada una. El acto sorprendió realmente a Gibaros, quien estuvo cerca de disparar su arma. No tuvo temor, pero sí se sintió abrumado por lo inusual de la sorpresa. No se dijeron nada mientras sus bellas alas se movían suavemente hacia abajo y arriba, al ritmo de la respiración de su dueño. Poco a poco se fueron recogiendo hasta regresar por completo al interior de su cuerpo. Se volvió a sentar y se dirigió al humano con aire de superioridad.
— ¿Ya entiendes o tengo que explicarlo mejor?
—Está muy claro; ustedes son ángeles también y como son iguales saben cuáles son sus debilidades. Pero... ¿por qué son tus alas negras y las de ellos completamente blancas?
—Somos otro tipo de ángeles. Nuestras plumas son negras y vivimos aquí, en este asqueroso planeta —mintió descaradamente sobre el motivo del oscurecimiento de sus alas, pero el resto era cierto, odiaba profundamente a los humanos y a su mundo.
—Entonces por qué no los atrapan ustedes mismos.
— ¡Porque somos iguales! —Galadiel comenzaba a irritarse con tantas preguntas— nos pueden sentir a kilómetros y si le damos tiempo a prepararse quizás no podamos coger ni a uno. ¿Está de acuerdo o no?
—O quizás mueran todos en el intento.
—Quizás. Son muy fuertes aunque sean críos.
—Y con respecto a las otras preguntas...
—Son muy curativas y regenerativas, si quieres vivir para siempre solo tienes que inyectarte una cada cuatro o cinco meses, dependiendo de lo viejo o enfermo que estés. Y sobre la cantidad que queremos es nuestro maldito problema. Con uno te bastará a ti y a tu hija —diciendo eso cogió la maleta que traía consigo y la dejó caer sobre el buró, que crujió bajo el peso de los lingotes de oro—. El oro es para que puedan vivir en LA todo el tiempo que quieras sin preocuparte de los gastos al menos unos diez años.
— ¿Entonces es el oro, uno de los chicos y usted nos enseñará cómo atraparlos vivos?
— ¡Efectivamente! —dijo con alegría al darse cuenta que la reunión terminaba.
—Pues dígale a su superior que tenemos un trato; que venga a ponernos de acuerdo en los detalles.
—De acuerdo. Mañana a primera hora estaremos aquí, ¿alguna otra impertinente pregunta?
— ¿No podemos matarlos y desplumarlos?
Galadiel se sintió asqueado ante la sola idea de ver un ángel desplumado. Él era enemigo del cielo, pero eso sería incapaz de hacerlo; al fin de cuentas eran seres de su misma naturaleza, no como los humanos que se torturan entre ellos y se denigran. Un ángel podía ser asesinado y de hecho él mismo mató algunos; pero siempre fue en combate y dignamente, su muerte no podía ser mancillada por otra clase de naturaleza; incluso cuando lo hizo no sintió ningún placer, sino que su mente rozó algo muy parecido a la culpa. Era un desperdicio quitarle la vida a seres tan bellos y perfectos. En cambio matar humanos le reportaba un sádico gusto, como el que se siente al poner el pie sobre la cabeza de un oso baleado; lástima que no podía dejarse llevar por sus instintos y tenía que conformarse con infinitas jugarretas para provocar disturbios, peleas y guerras con su bien formada habilidad para engañar a las personas e incitarlas a hacer lo que deseaba, cosa que también disfrutaba.
—Mejor que nadie esté a su alrededor si eso sucede. La conversión de la materia en energía pura sería suficiente para desaparecer todo el campo de refugiados en un segundo, ni siquiera te enterarías; pero tenemos la solución para eso. Durante milenios hemos aprendido que hay ciertas sustancias que debilitan tanto la fuerza de nuestros cuerpos, que podemos ser dominados con relativa facilidad, siempre que se nos suministre la sustancia cada cierto tiempo. Ustedes se podrán acercar y ponerles la droga en la comida. Después de unas horas podremos ir sin temor de ser descubiertos y tomaríamos el control de la situación; le damos su ángel con suficiente droga para el tiempo que necesite y nos llevamos el resto.
— ¿Así de simple?
—Así de simple. Le daré algunos datos extra por un asunto de confianza, no vaya a ser que en un futuro necesitemos de usted y tenga alguna queja para no hacerlo. Hay que drogarlo una vez a la semana, o matará a todos, usted incluido; no se le pueden arrancar las plumas, deberá ser paciente y esperar que se caigan solas. Mientras esté drogado no podrá replegar sus alas, por lo que tienen que amarrárselas fuertemente; aunque estén débiles, sus alas son muy peligrosas. Hay que pegarles y herirlos todo el tiempo para que puedan ver a qué velocidad se cicatrizan las heridas; si se cierran en menos de cinco minutos, entonces hay que suministrarle más drogas.
Los dos se quedaron pensativos, pero en verdad estaban estudiando a su oponente y quizás próximo socio. Ambos sabían que una relación así tendría que ser de una sola vez; pues si se extendían mucho las cosas terminarían mal de una manera u otra. Gibaros estaba sorprendido por el mundo desconocido que se abría ante él y que había estado oculto a sus ojos. No sentía miedo, nunca lo sintió después de aquel ataque donde perdió a sus padres; pero era lo suficientemente inteligente para evitar una confrontación directa con esta cosa que tenía delante.
— ¿Quién asegura que después de entregarles a los ángeles, usted cumplirá su palabra y no nos matará a todos?
— ¿No le basta mi palabra, señor Gibaros?
—Según usted, mató a varios de mis hombres, ¿cómo puedo confiar?
—Creo que tiene razón. Entonces le confesaré otra de nuestras debilidades —se revolvió un poco incómodo en el asiento y prosiguió—. No podemos atacar directamente a nadie, a menos que ese alguien intente atacarnos. Por ejemplo, si usted hubiese decidido apretar el gatillo del arma que tenía bajo su buró, podría esquivar las balas y haber separado su cabeza del cuerpo en menos de un parpadeo.
— ¿Por qué, hay alguna ley divina que lo prohíba? —dijo sarcásticamente Gibaros, meditando si lo que le había dicho era solo un ejemplo casual o si era una amenaza proferida directamente contra él.
—No. Simplemente está grabada en nuestros genes, quizás por el inmenso amor que Dios puso en nuestra creación; la de nuestras razas, humanos y ángeles, pero ustedes degeneraron tanto que la mayoría poder matar sin ningún problema. La mentira también era parte de esa naturaleza; pero ambos sabemos que es fácil acostumbrarse a mentir, ¿no?
—Sin embargo ustedes han matado humanos y muchos según tengo entendido, aunque a decir verdad no soy un fanático de la historia y menos aún de dioses y ángeles.
El demonio se había aburrido grandemente y se puso de pie para marcharse. La conversación estaba divagando sin llegar a ningún lugar.
—Esas fueron circunstancias especiales y autorizadas por el creador. Ahora bien, ¿tenemos un trato o no? Necesito una respuesta ya.
Gibaros se levantó de su silla y le extendió la mano lentamente al demonio frente a él sobre el buró de cedro. Éste le devolvió el estrechón, feliz de haber terminado con el asunto, entonces le dijo antes de dar la vuelta y marcharse a toda prisa:
—Mañana regreso con el jefe y le damos las instrucciones.
En el campamento todo marchaba según lo habían planeado el grupo de los cinco ángeles jóvenes que llegaron materializados en adolescentes humanos, que después de un corto tiempo ya estaban recogiendo la cosecha de personas agradecidas y temerosas de Dios que venían sembrando pacientemente. Todos hablaban de estos niños que los trataban con una especial dulzura y que les hablaban de los caminos olvidados que el creador les señalaba desde su palabra escrita. El llanto de sus ojos al perder a alguien o al ver la alegría de una madre cuando sanaban a sus hijos moribundos, estremecía al alma más endurecida por la guerra y la muerte. Muchos volvieron a rezar diariamente y a tomarse de las manos antes de alimentarse; muchos acudían un día a la semana para escuchar a uno de estos jóvenes, disfrazados para no levantar sospechas, pronunciar bellos y esperanzadores discursos. Cuando pod&iacu
Casi todo el ejército de Gibaros se encontraba en la instalación esperando la llegada de los demonios, aunque les dieron órdenes de permanecer ocultos a la gran mayoría. El jefe no quería demostrar que temía un ataque repentino de ellos, aunque la entrevista previa le convenció de que realmente se trataba de un pacto y no de una jugarreta para eliminarlo debido a la competencia.Justo despuntaba el sol en una turbia cortina de polvo atmosférico que se acrecentó debido a una pequeña tormenta cercana al este de donde estaban. Enseguida llegó la noticia de que dos sujetos se acercaban al lugar cargando una bolsa. Al llegar se dejaron revisar sin problemas por los hombres de la entrada y se introdujeron en el escondite como si toda la vida hubiesen vivido allí. Caminaron hasta llegar frente al mafioso que los esperaba de pie detrás del buró.—Bienvenidos. Tomen asiento,
— ¿Qué te pareció el humano? —le preguntó Gabriel a Galadiel mientras se alejaban del lugar escogido para la reunión de negocios.—Interesante sin duda alguna; parece que no se impresionó mucho, ni siquiera preguntó qué éramos, como suelen hacer todos cuando ven nuestras alas.—Quizás sea un poco más inteligente que la mayoría o tal vez ya sabría de nuestra existencia. Lo cierto es que tiene algo que no me gusta...una determinación en su mirada o un deseo muy arraigado en su alma; algo carcome a ese hombre y le hace peligroso. Lo raro es que no supe lo que era; de todos modos tengamos cuidado con él.—Eso quiere decir que cuando deje de ser útil debemos de desecharlo, ¿no?—Exactamente mi querido Galadiel; hemos llegado hasta aquí por la sencilla ra
La joven caminaba detrás de su padre, quien iba sentado en una silla de ruedas guiada por una mujer. A sus espaldas cerraban la marcha dos descomunales hombres, metidos en trajes más o menos decentes. Dejaron las instalaciones principales y se internaron en un largo y sinuoso pasillo, que se tornaba con cada curva más oscuro y sucio. Los pasos, amortiguados por el polvo acumulado durante años, se hacían silenciosos y la suela de los zapatos se pegaba al piso húmedo. Llegaron delante de una enorme puerta metálica y oxidada. Otros dos hombres que la custodiaban las abrieron para ellos, quitando un gran candado cogido con cadenas y causando un chirrido espantoso que le erizó los pelos de la nuca a Naolia, quien se encogió de hombros y siguió a su padre sin hacer ninguna pregunta. Los custodios miraron por una ranura muy estrecha y asintieron con la cabeza, retirando las dos vigas metálicas que la reforzaban.
Cada vez que tenía que ir a inyectarse una pluma, Naolia aprovechaba para hacerse la enferma y permanecer uno o dos días cerca de Reilar, aunque no se atrevía a ir a visitarlo porque los hombres de su padre seguro la delatarían. Así que solo se podían ver cuando ella insistía en recoger personalmente la pluma al asegurar que se sentía mejor cuando lo hacía. Realmente lo único que necesitaba era ver que estaba bien dentro de lo posible y aunque intentó que su padre ordenara que le castigasen menos o que no le drogasen, no consiguió un mejor trato para él. Con la posible rebeldía del ángel y la consiguiente aniquilación de todos bajo su pode
—Tengo una misión para ti. Algo muy importante en lo que no puedes fallar. En cuanto a la paga te diré que no tendrás que preocuparte por dinero en un buen tiempo.— ¿A cuántos tengo que liquidar? —preguntó Murillo con menos emoción que si estuviese hablando de sus zapatos.—A uno solo —respondió Gibaros mirándole a los ojos por primera vez desde que el hombre entrara.A Murillo no pareció importarle. Le daba lo mismo uno que ochenta, de todos modos no hacía otra cosa que mandar infelices al infierno todo el tiempo, por paga o por diversión. A los ojos de Naolia el asesino parecía mucho más atroz que en sus recuerdos. Su cara se había transformado en una mueca cruzada en todas las direcciones por cortes y cicatrices; huellas seguramente de sus múltiples batallas y prueba de su destreza y suerte en la pr
Los cuatro ángeles despertaron desconcertados y adoloridos. Fuertes cadenas les apretaban las manos y los pies, manteniéndoles en posiciones sumamente incómodas. A pesar de la confusión de sus sentidos trataron con todas sus fuerzas de desatar sus alas, amarradas con durísimas cintas de carbono. No lograban entender qué les había sucedido, cuando una puerta en el oscuro cuarto donde se encontraban se abrió y vieron espantados la silueta de un ángel mayor con las alas desplegadas y completamente negras. Al adaptarse los ojos a la nueva fuente de claridad que entraba por la puerta, pudieron divisar que se trataba de Gabriel. Entró al lugar y detrás de él también lo hicieron tres humanos fuertemente armados con fusiles automáticos, quienes se posicionaron pegados a la pared más alejada de ellos y les apuntaron con las armas después de rastrillarlas, en clara señal de q
Naolia fingió quedarse dormida. Conocía la rutina de su padre de memoria y sabía exactamente lo que iba a pasar los próximos minutos antes de salir. Gibaros entró en la habitación y se acercó lentamente al lecho donde yacía su hija. La tocó suavemente por el hombro y al no obtener respuesta suspiró aliviado. Salió un rato y regresó con una manta; la extendió al lado de Naolia y la hizo rodar, envolviéndola en ella para que no se resfriara. Con un movimiento repetido miles de veces la cargó en brazos y se dirigió al vehículo blindado que le esperaba en las afueras del complejo. Al llegar a la parte posterior del auto ya la puerta trasera estaba abierta. La colocó suavemente en el interior y le dio un beso tibio e imperceptible en la frente. Ella casi abre los ojos y se lanza al cuello de su padre para suplicarle por la vida del ángel. Ardía en de