54. Amor sentenciado

Bella

Atardecía.

Y lo único que me importaba en ese momento era saber si Rigo había sobrevivido a aquella herida de bala.

No recordaba el tiempo exacto que llevaba sentaba en aquella roca, observando como las olas se formaban como dos espesas nubes de agua y rompían en la orilla, rociándome los talones.

Detrás, en aquel lejano horizonte cubierto de neblina, se levantaba un imperioso risco que me separaba de roma.

Las últimas veinticuatro horas habían pasado sin apenas sentirlas. Las siete primeras dormí hasta creer que el agotamiento no me permitiría reaccionar. Al medio día, si quiera se me pidió bajar a un comedor propio de un hombre como Fabiano, sino que se me obligó al declinar aquella particular invitación.

Solo éramos él y yo, cada uno en su extremo de la mesa. Fue una suerte que las siguientes horas me permitiera dar un paseo en los al rededores de la casa, quizás fue porque todo el mundo estaba ocupado en los preparativos de una misteriosa e intimida velada.

Hubo un instante
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