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Seres inanimados

El espíritu de Ligotti se encendía en mis entrañas cada vez que veía a las multitudes odiosas en la cafetería central de la universidad. Dedicaba horas a observar la gula de los estudiantes —Papas fritas, gaseosa, donas, burritos—. Tomaba asiento cada vez que podía en las mesas de la cafetería a escuchar las tontas conversaciones de mis contemporáneos.

             A veces soñaba con la cafetería y me veía sentada escuchando estas pláticas superficiales de bares y discotecas. Sus risas me provocaban un desaire, y un asco total por sus preceptos banales de la vida. Quería gritarles en sus caras que son unos imbéciles, y solo desperdician sus vidas intentando conseguir un título para satisfacer a sus padres y deseos de tontos que aspiran a un supuesto puesto laboral en este país donde los salarios aun doctorados cursados en Alcalá es una miseria.

            Es cierto que son jóvenes, pero a mi edad tenía otra tipo de conciencia. Como estudiante de economía comprendía el sistema bancario, tributario y comercial de este sistema. Cuando en clases hablaba al respecto del índice de GINI, nadie me prestaba atención, y los profesores evitaban esos temas que al parecer son irrelevantes en sus cátedras económicas.

            No me consideraba anarquista, más bien, pensaba que la democracia integral planteado por Bunge es la vía que puede equilibrar este mundo caótico. Pero qué pueden decir los catedráticos de Bunge cuando no entienden de metafísica. Uno debe estudiarlo todo, y en mi carrera solo se nos presentaba el mundo con un ojo, y debe verse con ambos y más allá.

            La vez que decidí alejarme de la cafetería fue porque unos muchachos empezaron a hablar de sus borracheras y de sus autos utilizados para salir a fiestas infames. Lo peor de todo es que no se dieron cuenta de mi presencia cuando hablaron del encuentro sexual con una compañera de mi clase. Fue una burda manera de abordar el tema, típico de los hombres de las cavernas en pleno siglo XXI. Enojada por lo sucedido le conté a mi compañera de clase y dijo que así era su novio y estaba enamorado de él, en ese momento no sabía si darle una bofetada y solo salir corriendo por tal estupidez.

            Eso me sucedió por meterme en cosas que no debo. Desde entonces dejé de ir a la cafetería, y me escondí en El Bosque, lugar al centro de la universidad donde hay mesas de concreto. Pero sucedió lo mismo, a pesar de la distancia de las mesas, escuché las conversaciones inútiles de un par de muchachas. Hablaban de los tamaños de penes que habían visto en sus encuentros casuales, se burlaban de uno, y de otro, y decían las sandeces más inoportunas para hablar en voz alta. No estoy en contra de las conversaciones sobre penes, sino de la forma en que la gente de mi edad pierde el tiempo.

            Ya demasiado tiempo se ha perdido, lo que quiero decir con esto, es que durante miles de años el proceso reproductivo es algo tan banal, que ni siquiera vale la pena hablar de ello, y sé que algunos no tienen conciencia de esto, pero como dije, a pesar de mi edad, comprendo que el transcurso de la historia y del tiempo es infinito cuando se tiene veinte años. Para simplificarlo, no podemos concebir la historia en nuestras mentes tal como está en los libros, y eso que los libros son apenas imágenes de acciones humanas, ni siquiera leyendo todos esos tomos de historia podríamos comprender las insignificantes ganas de la humanidad para desarrollarse y progresar en su inmundicia.

            Pero todo cambió cuando hablaba en voz alta sobre esto mismo, y un muchacho se acercó para preguntarme donde quedaba el pabellón C4. Después de darle las indicaciones, me dijo si podía sentarse; sentí mi espacio invadido, sin embargo, el muchacho repitió la última frase que dije mientras hablaba en voz alta —son unos seres inanimados, pequeños demonios incapaces de darse cuenta de su terrible verdad, su futuro incierto es un desvarío de consumo—.

            Sorprendida por su memoria le pregunté si podía quedarse un rato. Se presentó como Tyron Rodríguez, dijo que cursaba el segundo año de la carrera de derecho. En realidad, era un muchacho atractivo a excepción de su estatura, parecía medir 1.65, y mi estatura es de 1.70. A pesar de eso, no hubo problemas, conectamos inmediatamente porque llevaba en sus manos una antología de relatos de terror. Le pregunté si había leído a Ligotti, y contestó que recién había escuchado acerca del escritor. Me mostró el libro y revisé el índice: Poe, Maupassant, Lovecraft. Le dije que esos tres eran mi adoración, en especial Lovecraft, él también parecía emocionado, y hablamos de varios relatos que nos llenó de emoción al leerlos. Supuse que no había leído la narrativa completa de Lovecraft porque mientras le mencionaba algunos títulos asentía de manera inseguro, y le expliqué sobre las diferentes temáticas, desde el terror espectral, hasta el horror cósmico, que es la gloria de Lovecraft.

            No quería espantarlo con tanto contenido, así que aguardé, y dejé que él hablara.

            —Detesto a Stephen King y sus historias salvadoras, no hay nada de espectacular en su narrativa, más que drama para señoronas — dijo con la mirada fría como si quisiera golpear al escritor y quemar todos sus libros.

            Le contesté que en efecto, la obra del autor tal como señala Ligotti, es para gente que quiere leer sobre héroes, o ver películas de personajes que se salvan del miedo profundo, toda una aberración y sacrilegio a la literatura de terror. La verdadera literatura de terror causa perturbación y dudas existenciales, no me refiero a la sangre ni los sustos cinematográficos, sino a esas preguntas que nos hacemos pero somos incapaces de desarrollarlas, algunos porque no han leído a Lovecraft ni a Ligotti, Algernon o Wymark. Pero para eso escribieron, para hechizarnos con sus temáticas grotescas como el relato más conocido de terror: La pata de mono.

            Mi teoría sobre los seres inanimados exaltó a Tyron a entablar un debate, le dije que perdería si intentaba alegar con supuestos paradigmas legales que trabajan para el bienestar de la sociedad. Argumenté que las leyes son creadas para someternos, no todo el tiempo, pero si nos impide desarrollarnos a plenitud, y más allá de las leyes, la hipocresía. Al parecer mis palabras eran algo avanzada para su entendimiento, y asintió mencionando a Norberto Bobbio. Luego, extrajo una hoja de papel de su cuaderno y me mostró los silogismos del orden jurídico.

            Llegamos a un acuerdo y es que como muestra el italiano, hay leyes que son inmorales, por decirlo así de la manera judeocristiana. Es decir, hay leyes que transgreden la dignidad de la humanidad, y están establecidas en códigos y en la Constitución. A mi parecer, las leyes son pura poesía en este país, aquí se recitan para alabar sus criterios morales y patrones repetitivos de otros países.

             Tyron argumentó lo mismo, y dijo que en realidad las leyes obstruían las libertades humanas, sin embargo, noté algo en él de socialismo, porque hablaba de la repartición de los bienes y el control de la banca por medio del Estado absoluto como en los ochenta.

            A mi parecer, no es que me importe la banca, tampoco la defiendo debido a sus abusos como la quiebra bancaria de los noventa, cuando miles de ciudadanos fueron a retirar sus ahorros de los bancos que en ese tiempo quebraron. Quebraron porque sus dueños utilizaron los fondos de los ahorrantes para su bienestar y calidad de vida.

            Como en clases nos han enviado a investigar estos temas cruciales, por eso los comprendo, y Tyron desconocía estos hechos, le recomendé algunas lecturas que están en internet, y luego de eso, se marchó porque debía asistir a su clase de derecho.

            Pensé en Tyron bastante tiempo, pasaron los días y no lo volví a ver, incluso fui al pabellón C4 a las 10 en punto del miércoles, el mismo día y hora que nos conocimos, pero no lo encontré. Tal vez estaba delirando, y solo fue parte de mi imaginación, pero la antología de relatos de terror estaba en mi mochila cuando de casualidad buscaba un manual de economía. Sorprendida por el nombre y el número de celular «en caso de extravío», decidí llamarlo por la noche.

            Cuando Tyron contestó luego de dos llamadas, preguntó quién era. Le dije mi nombre: Jimena Potoy, la economista. Aguardó unos segundos en silencio, y escuché como si movieran una taza de lado a lado, luego sonó un encendedor, lo que supuse era, y escuché la calada de cigarro. Tyron se disculpó diciendo que se preparaba para un examen. No sabía si invitarlo a una cita, más por averiguar si todo era una alucinación o que en verdad nuestro encuentro sucedió. Tyron segundos después dijo que podíamos hablar pero unos pocos minutos. Le dije que en la antología de terror aparecía su número y por eso lo llamé, para devolvérselo. Contestó que el libro me lo había regalado, y si quería verlo podíamos ir a la cafetería central, el miércoles a las 9 am.

            No tenía otra opción, quería de verdad darme cuenta que todo no se trataba de un desvarío. Y, así fue, esperé los días con ansías, y estuve en la cafetería desde las 8 esperándolo. Las inquietud me abordó como nunca antes, y de pronto, apareció Tyron con sus grades gafas de pasta parecidas a los revolucionaros de los ochenta. En realidad se parecía Leonel Rugama, y al verme, sonrió, me saludó con un beso en la mejilla y tomó asiento.

            —¿Estabas aquí desde hace tiempo?

            Le contesté que minutos antes había llegado, y le mostré el libro, le dije que no podía conservarlo, porque en mi librero personal tenía una segunda copia del libro, además, yo podía prestarles libros de Ligotti o de Lovecraft. Me confesó que escribía relatos y quería que yo los leyera. Le pregunté si eran de terror, y asintió.

            Luego extrajo unas páginas impresas y me dio en mis manos el manuscrito. El título decía «Los cadáveres inanimados». Dijo que recién lo había escrito pensando en mis palabras que repetí en voz alta. La narrativa era fluida, sin embargo, los personajes eran planos y había un exceso de dialogo innecesario escrito en tú. Le comenté el relato y le dije lo mismo que pensaba. Dijo que tenía otros relatos y me solicitó mi ayuda para leerlos. De inmediato, me entregó varios manuscritos de cuatro a cinco páginas, al menos seis de ellos.

            Los leí en una sentada, todos tenían los mismos temas sangrientos, y es demás decir, que las víctimas eran mujeres. Me dio un poco de terror que Tyron pudiera tener una mente maniática, y pensé que lo mejor era evitarlo.

            Un día me llamó por teléfono preguntándome por los relatos, le dije que estaba ocupada y no podía atenderlo en ese momento y colgué. Sentí lástima porque no quería herirlo, pero sus relatos eran espeluznantes, tanto narratológicos como temáticos. Tal vez un buen taller de relatos y corrección de estilo podría iluminarlo, en todo caso, comprender la narrativa moderna del terror, y evitar el tuteo a toda costa.

            Durante semanas me ensimismé en mis tareas de la carrera, y a veces leía a Ligotti, en especial su ensayo «La conspiración contra la especie humana». Desencantada por la posibilidad de haber encontrado a alguien con quien hablar, resolví que lo mejor era continuar mis lecturas y olvidarme de mis contemporáneos. Tal vez algún día, no sé cuándo ni cómo, encuentre a alguien para hablar sobre mis inclinaciones económicas y sobre la literatura de terror.

            Nunca volvía a saber más de Tyron, a esta edad, debe tener una maestría relacionado en derecho, o tal vez es profesor de la Facultad de Ciencias Jurídicas, en mi caso, abandoné la carrera para trabajar como mesera en Barcelona, viaje que se dio por mi hermano mayor.

            He pasado en soledad durante todos estos años, convencida de que la humanidad solo sirve para establecer conversaciones porque están agobiados por sus pensamientos que socaban sus desvaríos. A lo mejor, estoy destinada a hablar conmigo misma, y también con Ligotti, hasta donde el destino lo permita, sin embargo, puede que muera, pero su legado escrito siempre será mi escondite ante mis penurias existenciales.

            Al final desistí con la necesidad de obtener un título, me fue suficiente ahorrar para seguir leyendo literatura de terror. Aunque es irónico, volví a una cafetería donde podía escuchar las sandeces de las personas, esta vez en muchos idiomas, sin embargo, me desenvolví para trabajar y aceptar que así son los seres inanimados.

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