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Capitulo 4_ Nunca lo perdonaré

Al llegar a la mansión, me despido de Verónica y bajo del auto. Observo cómo su vehículo da la vuelta en U y desaparece de mi vista. Suspiro antes de entrar, deseando con todas mis fuerzas no encontrarme con Alexander. Pero, como si el destino se empeñara en contrariarme, lo primero que veo al cruzar el umbral es a Alexander cenando en el comedor junto a Arlette. Ruedo los ojos con fastidio y me apresuro hacia las escaleras, pero su voz me detiene.

—Hermanita, qué bueno que has llegado. Ven a cenar con nosotros, Mary ha preparado una deliciosa langosta —dice con fingida amabilidad.

Contengo una mueca y respondo de inmediato:

—No, gracias. Que les aproveche.

Sin esperar réplica, termino de subir y cierro la puerta de mi habitación con un golpe seco, asegurándola con llave. La audacia de esos malditos no tenía límites; ni siquiera en esta casa podía encontrar un momento de paz.

Alexander poseía varias mansiones, bien podría instalarse en alguna de ellas en lugar de quedarse aquí para atormentarme. Con ese pensamiento en la cabeza, entro al baño y me doy una ducha, dejando que el agua caliente relaje mi cuerpo. Pero mi tranquilidad se ve interrumpida cuando unos fuertes gemidos provenientes de la habitación contigua llaman mi atención. Mi sangre se hiela al instante.

Reconozco la voz de inmediato. Arlette.

Y sé perfectamente por qué lo hace. Quiere que la escuche, que sepa que está con Alexander.

—¡Sí, Alexander, más fuerte! —su voz exageradamente alta atraviesa las paredes.

Con un nudo en la garganta, me tapo los oídos con ambas manos. Treinta minutos después, el escándalo por fin cesa. Pero el daño ya está hecho. Una lágrima solitaria se desliza por mi mejilla antes de que mis piernas cedan y me derrumbe al suelo.

Alexander era un maldito.

Y jamás lo perdonaría.

Los primeros rayos del sol me despiertan. Me levanto con pesadez y me dirijo al baño. Al mirarme en el espejo, un escalofrío me recorre: mi piel luce pálida y unas ojeras oscuras rodean mis ojos. Me compadezco de mí misma.

Ojalá nunca lo hubiera conocido. Ojalá nunca lo hubiera amado. Ojalá nunca hubiera nacido… así no tendría que soportar este dolor.

Tras una ducha rápida, me visto con lo primero que encuentro y bajo las escaleras. Apenas pongo un pie en el comedor, Alexander entra en mi campo de visión. Tan guapo, tan inalcanzable, tan cruel.

Me siento en la silla más alejada de él, ignorándolo por completo, pero me sorprende cuando es él quien rompe el silencio.

—Qué bueno que despertaste temprano. Prepárate, hoy iremos a visitar a mi madre. Ha estado preguntando por ti —dice con frialdad.

—Umm… —respondo sin emoción.

—Bien, saldremos en unos minutos.

—Mmm… —respondo de la misma manera, cortante.

Alexander suelta el tenedor con un estruendo y me clava la mirada.

—¿Acaso amaneciste muda hoy? No me has dirigido la palabra.

Me levanto de la mesa de golpe y camino hasta él, fulminándolo con la mirada.

—Créeme, Alexander, ni siquiera mereces que te dirija la palabra. Ojalá no tuviera que hacerlo nunca.

Veo cómo su ceño se frunce mientras asimila mis palabras, pero no me detengo. Subo a mi habitación, tratando de calmar la ira que arde en mi pecho. Cuando por fin me siento un poco mejor, tomo mi bolso y bajo las escaleras. Alexander ya me espera en la entrada. Paso junto a él sin mirarlo, subo al auto y me acomodo en el asiento del copiloto.

Su gruñido de desaprobación no tarda en llegar.

—Avanza —le ordena al chofer, su voz cargada de molestia.

Una hora después, llegamos a la residencia Líbano, donde vive su madre. Al bajar del auto, Alexander toma mi mano, pero yo la aparto de un manotazo.

—¿Qué crees que estás haciendo? —le espeto con el ceño fruncido.

—Debemos actuar como una pareja feliz delante de mi madre. Créeme, no deseo tocarte para nada —responde con crueldad.

Su comentario es como una daga en el pecho. Siento un nudo en la garganta, pero no le daré la satisfacción de verme llorar. Me obligo a contener las lágrimas y entro en la mansión tomada de su mano, fingiendo una unión que no existe.

El mayordomo nos guía hasta la habitación de la señora Líbano. Al verla conectada a todos esos tubos, mi corazón se encoge.

Desde que tengo memoria, ella ha sido la única persona, además de Verónica, que me ha demostrado cariño. Ha sido como la madre que nunca tuve.

Me suelto de la mano de Alexander y me acerco a la cama, sentándome junto a ella. Tomo su mano con ternura, y sus ojos cansados se abren, iluminándose con una cálida sonrisa.

—Querida, al fin estás aquí. He deseado verte.

—Así es, señora Zara. Estoy aquí. ¿Cómo se encuentra? —le pregunto con dulzura, acariciando suavemente sus manos.

—Querida, como puedes ver, me estoy yendo de este mundo… Lo único que me alegra es saber que tú y Alexander son felices —susurra con una sonrisa serena.

Mis ojos se llenan de lágrimas.

—No diga eso, señora… Vivirá muchos años más.

Ella niega con suavidad.

—No llores, querida. Es algo inevitable. Mejor dime… ¿eres feliz?

Su pregunta me paraliza.

Miento sin titubear.

—Sí… Soy la mujer más feliz del mundo.

Miro a Alexander al decirlo, y él aparta la vista de inmediato.

En ese momento, una enfermera entra con una bandeja de medicamentos, interrumpiendo nuestra conversación.

—Disculpe, señora Líbano, es hora de su medicación —anuncia con respeto.

Me levanto con pesar.

—Señora, debo irme, pero vendré a visitarla más seguido.

Ella asiente con una sonrisa débil, y yo me despido, sintiendo un nudo en la garganta.

Al salir de la habitación, encuentro a Alexander en el pasillo, pero lo ignoro y camino directo hacia la salida. Subo al auto, una vez más en el asiento del copiloto.

Unos segundos después, el vehículo arranca.

Al llegar nuevamente a la mansión, salgo rápidamente del auto, pero antes de entrar, siento cómo una mano fuerte me sujeta del brazo y me gira con brusquedad hasta chocar contra su cuerpo.

—¿Hasta cuándo estarás así conmigo, Aslin? —pregunta con voz baja y peligrosa, su mirada encendida.

—¿Hasta cuándo? ¿De verdad tienes el descaro de preguntarme eso? —le espeto con furia—. Te lo diré una sola vez, Alexander: aléjate de mí mientras dure mi estadía en esta maldita mansión.

Me libero de su agarre y entro sin mirar atrás.

En mi habitación, el sonido de mi teléfono me saca de mis pensamientos. Al ver el nombre de Verónica en la pantalla, respondo de inmediato.

—Querida, tengo buenas noticias. Erick dijo que puedes presentarte mañana en su despacho. Lleva todos tus documentos contigo.

Un grito ahogado de emoción escapa de mis labios.

—¡Gracias, Vero! Mañana estaré allí sin falta. Ojalá consiga el trabajo.

—Estoy segura de que sí. Me avisas cómo te va.

Cuelgo y corro al armario. Mañana debía verme impecable. Sabía que todo saldría bien.

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