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Desde el momento en que mi padre agarró las maletas y se fue, mi inocencia también se esfumó. El color rosa que debía de ver una niña se transformó en la verdadera negrura del mundo.

Vi a mamá llorar, tomar antidepresivos, vi venir y rendirse psicopedagogos. A los doce ya sabía cómo jugar con sus mentes experimentadas porque puedo jurar que en ningún momento se imaginaron toparse con una chiquilla más inteligente que ellos, más retorcida y manipuladora que sus clases de análisis de la mente le enseñaron.

Recuerdo cuando a una vieja la hice dudar de su religión, la convertí en espectadora de las obras del diablo con trucos de magia baratos. Mamá se vio obligada a llamar a un exorcista y ahí estaba yo, fingiendo que se me iba el demonio como el dinero despilfarrado de mamá para que no me castigaran.

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