La granja

Después del incómodo trayecto en la camioneta, envuelta en la pestilente manta, y golpeándome por todas partes, cuando el coche se detuvo por fin, me sentí aliviada en cierto modo. Aunque no eran tan ingénua como para no sospechar lo que me aguardaba una vez me hubieran encerrado en la nueva localización, durante unos breves instantes, podría disfrutar de paz.

No es que me encontrara cómoda, ni a gusto, pues el cuerpo me dolía horriblemente, y la peste del pescado se había pegado a mi piel, y había inundado mis fosas nasales hasta el punto de no ser capaz de distinguir mi propio olor. Pero al menos así, quieta, me sentía en un estado cercano a la tranquilidad.

Aunque pronto perdí eso también, pues unos brazos fuertes me agarraron por la cintura y me arrancaron de la parte trasera del vehículo. Al cogerme, la ma

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