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Durmiendo en el castillo

Cuando Isobel abrió los ojos, no podía creer dónde se encontraba. Estaba en el palacio a los pies de Ben Nevis, perteneciente por siglos al Clan MacAllister. Era una construcción blanca, hermosa y amplia que estaba situada en el valle que bordeaba los Montes Grampianos y llevaba años siendo mantenida intacta por sus familiares, quiénes habían amasado una fortuna a mediados de los siglos a raíz del comercio y la agricultura. Siempre había querido entrar en él, pero era una propiedad privada. Sus dueños siempre habían esquivado las propuestas de las organizaciones culturales para convertirlo en museo. Hasta dónde sabía, todavía había MacAllisters viviendo allí.

Lo que nunca pensó fue que fueran tan extraños.

En la habitación en la que se despertó, no había ni una sola bombilla. Había estado alumbrada con antorchas y el tenue y cálido fuego de una fogata dentro de una chimenea de piedra pulida. Las sirvientas que habían estado inspeccionando sus heridas también lucían ropas tradicionales de servidumbre, por no mencionar la brusca y tosca forma de hablar de sus captores, quienes vestían como si vivieran unos cuantos siglos atrás. Su cabeza se sentía a borde del colapso ya que lo último que recordaba era su muerte o, mejor dicho, la sensación de su cuerpo al desgarrarse con la caída desde el deslave en la parte alta de la montaña.

Con la garganta desgarrada debido a los gritos y las extremidades cansadas por agitarse tanto, no pudo evitar relajarse mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. Estaba asustada, temía las intenciones del gigante que llevaba minutos internándose con ella en el bosque, a oscuras, pero también estaba agradecida de estar viva.

Creyó haber muerto.

Aunque eso debería asustarla más, no pudo evitar sentirse aliviada cuando se detuvieron frente a una extraña estructura de madera que no podía identificar muy bien debido a la oscuridad. Isobel protestó con un quejido cuando el hombre la arrojó sobre una cama sin importar el estado en el que ella se encontraba. Después, el desconocido se alejó para dirigirse de nuevo al exterior.

A pesar de que se consideraba a sí misma una mujer fuerte, no pudo evitar ponerse a temblar mientras esperaba su regreso. En cualquier otro momento continuaría gritando y pataleando, pero había vivido demasiadas cosas en muy poco tiempo. Había estado a punto de morir y ahora era cautiva de un hombre cuyas intenciones desconocía, y por su complexión física y altura parecía espeluznante.

Sollozó cuando este volvió y se detuvo frente a ella.

Sostenía una antorcha que alumbraba su rostro de facciones duras y cuadradas, y la miraba con tanta intensidad que Isobel no pudo evitar la contracción involuntaria de su estómago. Por lo poco que podía ver, identificaba un cabello castaño oscuro largo, una piel bronceada que parecía directamente besada por el sol a pesar del clima invernal y un par de ojos del más vivo verde en la escala de colores. Casi podría decir que eran del tono del neón de las luces de los clubes nocturnos, ya que brillaban como los de un depredador en la más absoluta oscuridad.

Empezó retroceder sobre el colchón.

─Duerme ─graznó antes de tomar una manta de lo que parecía una mesita de noche de madera, solo que vieja y casi destartalada, y lanzarla en su dirección con más fuerza de la necesaria.

Isobel no la agarró, por lo que el trozo de tela cayó junto a ella. Se limitó a sorber por la nariz, siendo un huracán de emociones, y a quedarse petrificada ante el sonido de su voz y su inesperada orden. Al visualizar el miedo en sus ojos, Graham rechinó sus dientes entre sí, apretándolos con fuerza, y depositó la antorcha en un anillo de hierro en la pared antes de inclinarse hacia adelante y tomar la manta de lana de regreso. No entendía a esta mujer en lo absoluto. En lugar de estar agradecida por salvarla o ansiar acurrucarse entre sus brazos, como todas las mujeres en edad casadera, parecía querer huir de él, no atarse a su fortuna y a su herencia dándole un heredero.

Como Leslie también había querido, solo que sin malicia.

Pero a diferencia de ella, la joven que tenía enfrente no se veía inocente, pura y, mucho menos, amable o material de esposa. Sabía que, si en ese momento era dócil, era porque estaba asustada de él y de la situación, pero seguramente aprovecharía la más mínima oportunidad para escapar

apenas pudiera. Sospechaba por su manera de vestir, de moverse y de hablar que era una prostituta extranjera.

─Duerme, ratón ─repitió antes de darse la vuelta y salir de la cabaña, esperando no hallarla en ella una vez regresara de su jornada de búsqueda, ya que se fuera una vez tuviese la fuerza para ello era lo mejor.

Ocultó una sonrisa por el apodo que le había dedicado. Era lo que parecía, un ratoncillo huidizo y asustado.

Isobel lo escuchó, frunció el ceño por la forma en que se dirigió a ella y lo observó marcharse de la caballa. Por la forma en la que se alejaba parecía muy tenso. A pesar de que querer huir hacia la estación de bus de Fort William y tomar el primer viaje de regreso que hubiera disponible, una vez se encontró a solas y las secuelas de la adrenalina empezaron a golpearla, no pudo evitar cerrar los ojos con un suave aleteo de párpados y acurrucarse en la suave cama de paja y madera. En el estado en que estaba no lograría sobrevivir si ponía un solo pie fuera de la cabaña.

Así que, por una sola vez en su vida, obedeció con facilidad.

Amanecía cuando Graham regresó a la cabaña. El cielo sobre él era entre púrpura y rosado. Había pasado el resto de la madrugada buscando a Leslie, pero no la había hallado por ningún lugar. Tampoco había encontrado ninguna evidencia de que se hubiera caído como la joven que encontró, así que se empezó a resignar a la idea de que lo había abandonado tanto a él como a su vieja madre. De que tal vez no lo amaba tanto como decía, ni a su progenitora. Esa certeza en lugar de aliviarlo, oprimía su corazón. De nuevo se había equivocado al creer que era digno de la calidez que había ansiado desde niño, cuando veía a sus padres siendo felices mientras crecía. Su madre, quién se había mantenido sencilla y hermosa a pesar de estar casada con uno de los hombres más nefastos de toda la tierra escocesa, era su prototipo de mujer ideal. A pesar de lo mucho que odiaba a su padre en esos momentos, no podía evitar entender la manera en la que enloqueció cuando perdió a la única persona que lo veía como si él mereciera la pena, no solo por su riqueza o por su sangre. Sentía algo similar en ese preciso instante.

Pese a esa sensación que lo carcomía por dentro, sabía que no se encontraba sufriendo como un hombre que haya perdido su gran amor.

         Estaba preocupado por ella, sí, por lo que podría estar o no viviendo por su culpa. Por culpa de sus celos, pero no estaba mortificado, lo cual era la evidencia de que Leslie tenía razones de sobra para dejarlo. Un hombre que se niega a volver a su posición, aislado a los pies de una de las montañas más altas de Escocia, que ni siquiera se dignó a pedirle matrimonio... No era el mejor partido, la verdad.

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