Capítulo XXII

                                  XXII

Ese lunes, a eso de medio día, la pasó con Juan y Ricardo. Fumaron a escondidas, tal vez demasiado pronto, el único cigarro que tenían, pues el día era joven todavía. Se lamentaron por no traer más y, sobre todo, porque Héctor aún no llegaba, siendo él una de las pocas personas que les vendía cigarros cuando no tenían de dónde robar. El mariconazo del comisario creía que Julio y los demás entraban a la tienda y los hurtaban, pero era todo lo contrario, y es que ese hijo de perra de Héctor, con el fin de vender, podía incluso ofrecerlos a un niño de cuatro años que trajera algunos centavos en la bolsa. Era tan avaro que desollaría a un piojo para obtener su piel.

Sumidos en la desesperación, terminaron en el borde del arroyo arrojando pedazos de madera al agua que corría con furia, para después salir cor

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