CAPÍTULO VEINTIOCHO

Mis ojos se abren una vez más, y me encuentro en un entorno desconocido, recibida por brillantes luces blancas que atraviesan la bruma de la confusión. El olor estéril del antiséptico llena el aire, trayendo consigo los distantes ecos de apresurados pasos y voces amortiguadas. Sentándome en la cama, observo mis alrededores, mis cejas se fruncen al darme cuenta de que estoy en lo que parece ser una habitación de hospital. Las paredes son de un tono azul apagado, adornadas con paisajes enmarcados que parecen intentar inyectar una sensación de calma en la atmósfera clínica. El leve zumbido de la maquinaria proporciona un telón de fondo constante a la escena, puntuado por ocasionales pitidos y zumbidos.

La vista de la bata de hospital que me cubre confirma mis sospechas, su tela delgada. Pero es el monitor cardíaco junto a mi cama lo que me hace enfrentar la realidad de mi situación, sus rítmicos pitidos y picos sirviendo como un vínculo tangible con la fragilidad de la vida.

—Finalmente
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