CAPITULO SETENTA Y SEIS

Mi pequeña mano agarra con fuerza a mamá y su palma envuelve la mía mientras nos acercamos a las imponentes puertas del castillo. Nunca antes había visto tanta grandeza y una sensación de asombro me invade. El sol brilla en la piedra pulida, invitándonos a su cálido abrazo. No quiero dejar nunca este lugar mágico, un marcado contraste con las cuevas húmedas y mohosas donde mamá y yo nos hemos refugiado estas últimas noches. Esos lúgubres escondites nunca podrían replicar la radiante belleza y la acogedora calidez que parecían emanar de las mismas paredes de este encantador castillo. Un destello de esperanza se enciende dentro de mí: tal vez mamá me permita quedarme en este hermoso castillo para siempre.

Mi ensoñación se ve abruptamente destrozada por un grito ahogado. —Su alteza…— La voz de un hombre tiembla de incredulidad mientras sus ojos se posan en mamá. Su tez cenicienta delata la conmoción que corre por sus venas como si hubiera sido testigo de cómo un espectro se materializa a
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