La reunión con mi madre y mis tíos no fue diferente a las demás. La misma sala, con sus paredes revestidas de madera oscura, la misma atmósfera sofocante, cargada de silencios que gritaban más que cualquier palabra, y sonrisas que dolían más que una bofetada. La fachada impecable de la familia Mancini se mantenía, pero debajo... todo crujía. Como cristales a punto de romperse.
Mi madre, sentada a la cabecera de la mesa, con esa mirada helada y altiva que siempre escondía un propósito, me observaba con una mezcla de expectativa y amenaza. No amor. No ternura. Solo control. Solo poder.
—Isabella, ya sabes lo que se espera de ti —dijo con voz suave, pero con la dureza de una sentencia. Su tono era tan familiar que ya me sabía cada entonación, cada pausa—. Este matrimonio con Roberto es esencial. Es un pacto, una alianza. Una guerra que ganamos sin disparar una sola bala.
Asentí. No porque creyera en sus palabras, sino porque cualquier intento de resistencia sería como gritar en medio de un terremoto: nadie escucharía. Mi destino estaba tallado en piedra antes de que yo pudiera decir mi primer "no".
Los ojos de mis tíos me recorrían como si evaluaran una mercancía. Roberto ni siquiera estaba presente, pero su ausencia pesaba más que cualquier presencia. Para él, yo no era más que una extensión del imperio Mancini. Un trofeo. Un nombre que le daría más poder.
—Es por el bien de todos —insistió mi madre—. Tú entiendes eso, ¿verdad?
Me quemaba por dentro. La pregunta era una daga disfrazada de consuelo. ¿Qué sabían ellos del bien? ¿Qué sabían ellos de mí?
Me levanté sin permiso, caminé hacia la ventana y abrí los postigos. El aire frío golpeó mi cara con la fuerza de la libertad que nunca tuve. Afuera, la noche parecía más honesta que toda esta gente reunida.
—No quiero este matrimonio —susurré. Ni siquiera sabía por qué lo decía. No era un acto de rebelión. Era un grito de auxilio.
Un silencio incómodo se instaló en la sala.
—No es cuestión de lo que quieres, Isabella —dijo mi madre, sin mirarme—. Es cuestión de lo que debes hacer.
Ahí estaba otra vez. Esa palabra: deber. En esta familia, el "deber" era un dios cruel, y nosotras éramos sus fieles sacerdotisas.
—Lo que no entiendes, hija —continuó—, es que los sentimientos son un lujo que no podemos permitirnos. Tú no eres una niña. Eres una Mancini. Y eso significa sacrificar.
Sacrificar.
Cerré los ojos con fuerza. Por un instante, sentí que si abría la boca, gritaría hasta romper las ventanas.
Esa noche no pude dormir. Me recosté en la cama, las sábanas frías como mi futuro. Cerré los ojos y, sin querer, su rostro apareció: Alessio. Sus ojos oscuros, su voz dura, su forma de leerme como si fuera un libro abierto. Maldito sea. ¿Por qué pensaba en él?
Era de la familia enemiga. Un hombre peligroso, impredecible, cargado de una energía tan oscura como magnética. Y aún así, su imagen no me soltaba. Había en él algo que me perturbaba… y me llamaba.
Pasaron los días, pero no la sensación de estar a punto de estallar. Cada comida, cada reunión, cada palabra de mi madre era una cuerda más atada a mi cuello. La jaula se estrechaba, y yo no podía respirar.
Y entonces, como si el universo quisiera reírse de mí, lo volví a ver.
Durante una reunión de negocios en casa, Alessio apareció. Vestido de negro, como la amenaza que era. Inmóvil, arrogante. Cada gesto suyo hablaba de poder y desafío. Pero sus ojos… sus ojos no eran los de un enemigo. Eran los de alguien que sabía demasiado.
Intenté evitarlo, pero fue inútil. Su mirada me encontró en medio del gentío y me dejó desnuda.
—¿Te sientes atrapada, Isabella? —preguntó, apareciendo a mi lado como un maldito espectro—. Porque yo sí te veo. Y créeme… pareces una prisionera muy bonita.
Me giré hacia él, con el corazón golpeando contra mis costillas. Tenía esa sonrisa ladina que dan ganas de borrar a bofetadas… o con besos.
—No sabes nada de mí —espeté.
—Sé más de lo que tú te permites admitir. Sé que estás rota. Y sé que te arde por dentro la idea de obedecer a todos menos a ti misma.
Me temblaron las manos. No por miedo. Por rabia. O algo peor: por deseo.
—Eres un arrogante, Alessio. Un manipulador.
—¿Y tú? —dijo, dando un paso más, tan cerca que su perfume me envolvió como una trampa—. ¿Qué eres, Isabella? ¿La hija perfecta? ¿O la bomba que tu familia está ignorando?
No dije nada. No podía. Sus palabras me rompían. Pero también me daban fuerza. La fuerza de la duda. De la posibilidad.
Él bajó la voz, hasta casi rozarme el oído:
—Si vas a explotar… hazlo bien. Y asegúrate de que duela.
Cuando se alejó, mi cuerpo seguía tenso. Sus palabras no eran un simple coqueteo. Eran dinamita.
Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que quería volar todo por los aires.
El tintineo de los cubiertos contra la porcelana es lo único que rompe el silencio en el comedor. Mi padre no dice nada, pero sé que cada uno de sus movimientos está cargado de un mensaje. Se limpia los labios con una servilleta de lino bordada con nuestras iniciales familiares, como si estuviera borrando una mancha que no puede tolerar.
—¿Ha llegado el nuevo chófer? —pregunta, sin mirarme.
Mi madre, sentada a su derecha, apenas asiente. Parece más interesada en cortar su salmón en pedazos minúsculos que en participar de la conversación.
—No es chófer —corrijo en voz baja, bajando la mirada hacia mi plato casi intacto—. Es un guardaespaldas. Y ya lo conocí esta mañana.
Mi padre deja los cubiertos con un chasquido metálico, y por un segundo, el aire se espesa.
—¿Y? —pregunta. Su tono es neutro, pero sus ojos, esos malditos ojos afilados como cuchillas, me atraviesan.
—Y nada. No tiene mucho de qué hablar —me encojo de hombros, fingiendo desinterés.
En realidad, hay muchas cosas que podría decir. Que su mirada me sacudió hasta los huesos. Que su presencia tiene un peso extraño, como si hubiera entrado en mi vida para alterar el eje de mi mundo. Pero me trago todo eso. No es algo que se pueda compartir en esta mesa, menos con mi padre presente.
—Espero que no haya problemas —murmura mi madre, sin levantar la vista—. No quisiéramos repetir lo de París.
Un escalofrío me recorre. París fue un desastre. No porque yo hiciera nada malo, sino porque me atreví a escaparme durante una noche para sentirme viva. Un par de tragos, un baile con un desconocido, y todo terminó con gritos, amenazas y un avión privado que me sacó del país al amanecer.
—No habrá problemas —respondo, más firme de lo que esperaba—. Puedo comportarme.
—Eso espero —dice mi padre, volviendo a cortar su carne—. Porque si no puedes, lo harán por ti.
Traducción: el guardaespaldas tiene carta blanca para vigilar cada uno de mis movimientos. Lo entiendo sin que tenga que decirlo en voz alta. Él no confía en mí. Nunca lo ha hecho.
La cena continúa en silencio. Solo se escucha el roce de la cubertería, el goteo intermitente de la fuente de agua en el patio interior y, por supuesto, la tensión que nos envuelve como una red invisible.
Cuando me retiro, lo hago con pasos controlados, sin prisa, sin mostrar ni una pizca de debilidad. En esta casa, cualquier emoción es una grieta. Y las grietas se llenan con control, con órdenes, con amenazas.
Al subir las escaleras, mis tacones hacen eco en el mármol blanco. En cuanto llego al segundo piso, me detengo frente a uno de los ventanales. Desde aquí se ve la entrada principal. Y ahí está él.
Apoyado contra uno de los pilares de piedra, con los brazos cruzados y la mandíbula tensa. Está observando algo... o tal vez a alguien. No lleva traje ni gafas oscuras como los típicos guardaespaldas de película. Él lleva una camiseta negra ajustada, unos vaqueros oscuros y una chaqueta de cuero que parece haber vivido más guerras que yo decisiones propias. Todo en él grita peligro contenido.
Me obligo a apartar la vista y caminar hacia mi habitación.
Una vez dentro, cierro la puerta, me quito los tacones y dejo que el silencio me envuelva. Me acerco al tocador y me miro en el espejo. El vestido me queda impecable. El maquillaje está intacto. La joya de rubí en mi cuello brilla como una advertencia. Todo está en su lugar.
Y sin embargo... me siento vacía.
No debería importarme la llegada de un nuevo guardaespaldas. No debería prestarle atención. Pero hay algo en él. Algo que me inquieta.
Tomo el control remoto y abro las cortinas automatizadas. Desde la ventana, tengo una vista perfecta del jardín. Y sí, ahí sigue él. Como una sombra que ha decidido anclarse a mi existencia.
Agarro un libro del estante sin ver cuál es. No importa. Solo necesito fingir normalidad. Sentarme en el sillón junto a la chimenea apagada y pretender que soy una chica cualquiera, que esta casa no es una prisión de oro, que mi vida no está orquestada como una ópera sin alma.
Pero no puedo concentrarme. No cuando siento su presencia, incluso desde la distancia. Es como si su mirada atravesara los muros. Como si él supiera que lo estoy observando.
Un sonido me hace girar la cabeza.
Tres golpes, suaves, precisos, en mi puerta.
Frunzo el ceño. Nadie toca mi puerta sin anunciarse. Ni siquiera los empleados. Me pongo de pie con cautela y me acerco.
—¿Quién es? —pregunto, manteniendo el tono neutral.
—Domenico —responde una voz grave. Mi estómago se encoge.
Abro, despacio.
Ahí está. Más cerca que nunca.
—¿Puedo ayudarte? —pregunto, cruzando los brazos sobre el pecho. Una barrera. Inútil, pero necesaria.
—Solo vine a informarte que tu padre ha solicitado que mañana estés lista a las ocho. Salimos temprano —dice sin rodeos. Su tono es profesional, pero su mirada… es otra historia. Firme. Intensa. Evaluadora.
—¿A dónde vamos? —pregunto, alzando una ceja.
—No me lo dijo. Solo me pidió que me asegurara de que estés lista. —Hace una pausa, como si midiera sus palabras—. ¿Hay algo que necesites?
—¿Además de libertad? —respondo, casi sin pensar.
Por un segundo, su expresión cambia. Algo parecido a una sombra le cruza el rostro, pero vuelve a esconderlo bajo una máscara impenetrable.
—Entonces supongo que no.
Está a punto de girarse, pero mi voz lo detiene.
—¿Cuánto tiempo llevas trabajando para mi padre?
Se queda quieto. Luego me mira de nuevo, con una leve inclinación de cabeza.
—No lo suficiente como para responder todas tus preguntas —dice con una media sonrisa que no llega a sus ojos.
Y entonces se va. Desaparece por el pasillo como una sombra bien entrenada.
Cierro la puerta con un suspiro.
Mañana salimos. ¿A dónde? ¿Con qué propósito? Mi padre nunca hace nada sin una razón detrás. Y si ha contratado a este hombre... este demonio de ojos oscuros y presencia letal... es porque algo se avecina.
Y yo tengo que estar lista.
No para obedecer. Sino para sobrevivir.
La noche cae sobre la mansión Morelli como un telón pesado. Afuera, los reflectores iluminan los jardines simétricos y las fuentes, proyectando sombras que se mueven como fantasmas sobre el mármol pulido. Me quito el vestido con movimientos mecánicos, dejando que se deslice por mi cuerpo como una piel que ya no quiero. Me pongo un camisón de seda y me tumbo en la cama, con la espalda hundida en las sábanas frías.
No puedo dormir.
No dejo de pensar en él. En su mirada. En la forma en que dijo mi nombre. "Domenico". Hasta su nombre suena peligroso, como un filo que corta en silencio.
Me levanto. Camino descalza por la habitación hasta llegar al ventanal. Desde aquí, puedo ver parte de la entrada principal. Y ahí está él, otra vez. Aún despierto. Aún de pie.
¿Por qué no se va a dormir? ¿Qué vigila exactamente?
¿A mí?
El pensamiento me estremece. Nunca antes un guardaespaldas me había provocado esto. Curiosidad. Desconfianza. Atracción. Todo mezclado en un cóctel que me arde en la boca del estómago.
Me obligo a apartarme del vidrio y a meterme en la cama. Cierro los ojos, pero no hay descanso. Solo imágenes. Recuerdos. Fragmentos de una vida que no me pertenece. Desfiles de vestidos, bailes coreografiados, sonrisas falsas frente a cámaras que no perdonan.
Y siempre la misma sensación: estar atrapada.
Como si mi nombre fuera una cadena. Como si cada "Valentina Morelli" que escucho fuera un recordatorio de que yo no me pertenezco.
Mañana salimos. Eso fue lo que dijo.
¿A dónde? ¿Con qué fin?
No tengo respuestas, y lo peor es que ya aprendí a no preguntar. Las respuestas, en esta casa, suelen doler más que las dudas.
A la mañana siguiente, el sonido del timbre de alarma me arranca de un sueño que no recuerdo. El sol se cuela por las cortinas, demasiado brillante para lo que siento. Me ducho rápido, me visto sin pensar —pantalones de lino color crema, blusa blanca de seda, sandalias bajas— y bajo las escaleras al encuentro del silencio habitual.
No hay desayuno servido. No hay empleados visibles.
Solo él.
Domenico me espera en la entrada. Tiene el mismo atuendo oscuro de ayer, pero ahora lleva una mochila colgada al hombro. No dice nada al verme, pero sus ojos recorren mi figura con un análisis profesional. Aún así, siento cómo su mirada deja una estela caliente sobre mi piel.
—Lista —digo, con una voz más firme de lo que siento.
Él asiente. Me abre la puerta del auto sin decir una palabra. Como buen soldado. Como buena sombra.
Durante el trayecto, el silencio se vuelve más espeso que el aire. Quiero preguntarle. Quiero saber a dónde vamos, pero mi orgullo se niega. No voy a mostrarle que me siento vulnerable. No voy a permitirle tener ese poder.
Pero él me lo arrebata sin tocarme.
—Tu padre quiere que estés presente en una reunión importante —dice de pronto, como si pudiera leer mi mente—. Es una especie de presentación. Oficial.
—¿Presentación? ¿De quién? —pregunto, frunciendo el ceño.
Él no contesta. En su lugar, desvía la vista hacia la carretera.
La rabia me crece en el pecho. Estoy harta de este juego de secretos.
—¿Tú también eres así de obediente con todos, o solo con él? —pregunto, con veneno en la voz.
Domenico gira la cabeza y me mira de lleno. Su mandíbula se tensa.
—Yo obedezco a quien me paga. Pero también tengo mis límites, princesa.
La palabra "princesa" en sus labios no suena como un halago. Suena a desafío.
Y por primera vez en mucho tiempo, alguien me habla sin miedo.
Y eso… eso me enciende más que cualquier piropo.
El resto del trayecto lo pasamos en silencio. Un silencio distinto. Lleno de tensión. De algo que no sé si es anticipación o peligro. El auto avanza por caminos privados, flanqueados de cipreses altos que nos aíslan del mundo. Finalmente, llegamos a una villa antigua, rodeada de muros y cámaras. Reconozco el lugar: una de las propiedades que mi padre usa para sus "negocios".
Mi estómago se revuelve.
No me gusta estar aquí.
Domenico me abre la puerta y me guía hacia el interior. El aire está impregnado de incienso y madera vieja. Hombres trajeados se mueven por los pasillos como piezas de ajedrez. Todos me miran. Todos saben quién soy.
Pero esta vez, hay algo diferente en el ambiente. Una vibración. Una tensión subterránea.
Mi padre aparece en el salón principal. Impecable. Sonríe, pero sus ojos no sonríen.
—Valentina, por fin —dice—. Ven. Hay alguien que quiero que conozcas.
Y entonces lo veo.
Un hombre joven, de no más de treinta, de traje gris claro y sonrisa ambigua. No lo reconozco. Pero algo en su postura me hace fruncir el ceño. Está demasiado cómodo aquí. Como si ya formara parte de esto. Como si ya supiera que vendría.
—Él es Luca Bianchi —dice mi padre—. Su familia y la nuestra tienen intereses en común. Y esta reunión es... el primer paso para algo grande.
Luca me extiende la mano. Yo se la estrecho con frialdad. Él la retiene más de lo necesario.
—Es un placer conocerte, Valentina —dice, como si ya me conociera de antes.
Domenico da un paso sutil hacia mí. Está a mi lado, sin tocarme, pero su presencia es un muro.
Mi padre no lo nota. O elige no notarlo.
—A partir de ahora —añade—, pasarás más tiempo aquí. Necesito que empieces a involucrarte, hija. Ya no eres una niña.
No. Ya no soy una niña.
Pero tampoco soy un peón.
Luca sigue mirándome como si ya supiera mi destino. Como si yo fuera parte de un plan que se trazó sin mi consentimiento.
Y entonces lo entiendo.
Esta no es solo una presentación.
Es una advertencia.
Y mientras los hombres hablan, mientras las sonrisas falsas se multiplican a mi alrededor, yo solo puedo pensar en una cosa:
Tengo que encontrar la forma de salir de esta jaula.
Pero esta vez sin que me rompan las alas.
El sonido de los tacones sobre el mármol frío de la mansión Mancini me recuerda lo que soy. O mejor dicho, lo que esperan que sea. La última heredera de una familia marcada por el crimen, el poder y la opulencia. Rodeada de lujo, de riquezas incalculables, pero vacía por dentro. Hay algo frío en este lugar, algo que nunca logra calentarme por completo, por mucho que intente.Mi vida está cuidadosamente diseñada, encajada entre las paredes doradas de esta mansión. Cada paso que doy está guiado por un destino ya trazado para mí: ser la pieza clave que siga expandiendo el legado Mancini. Un legado de sangre, control y decisiones difíciles. No soy una persona, soy un símbolo. La hija del líder mafioso, la última pieza en un tablero de ajedrez.¿Y qué hay de mí? De mis deseos, mis sueños, mi libertad. Si me atreviera a mencionarlos, seguro que los tres caería en la categoría de ilusiones ridículas. El simple hecho de pensar en ellos me hace reír de lo estúpida que sería. Las personas como
Mi vida siempre ha sido un escenario de lujo cubierto de sombras. El apellido Mancini no era solo un nombre, era un yugo, una maldición que se arrastraba por generaciones. Desde pequeña, aprendí que la familia no era solo un refugio, sino una prisión de la que no podía escapar. Mi padre desapareció en las sombras de su propio imperio, dejando un vacío que mi madre intentó llenar con su frialdad. Y, sin embargo, la herencia de esa oscuridad seguía creciendo dentro de mí.La mansión Mancini era una fortaleza, pero sus paredes nunca me dieron refugio. Siempre sentí que respiraba aire viciado, envenenado por los secretos y traiciones que se tejían entre sus paredes. Las cenas familiares eran una puesta en escena: sonrisas vacías, miradas frías, palabras medidas. Mi padre nunca asistía; sus negocios estaban en otro mundo, un mundo donde yo no importaba. Mi madre, en cambio, estaba en todas partes. Era la reina, pero su reino estaba hecho de hielo y poder. Y yo, su hija, la heredera, solo e