2

Mi vida siempre ha sido un escenario de lujo cubierto de sombras. El apellido Mancini no era solo un nombre, era un yugo, una maldición que se arrastraba por generaciones. Desde pequeña, aprendí que la familia no era solo un refugio, sino una prisión de la que no podía escapar. Mi padre desapareció en las sombras de su propio imperio, dejando un vacío que mi madre intentó llenar con su frialdad. Y, sin embargo, la herencia de esa oscuridad seguía creciendo dentro de mí.

La mansión Mancini era una fortaleza, pero sus paredes nunca me dieron refugio. Siempre sentí que respiraba aire viciado, envenenado por los secretos y traiciones que se tejían entre sus paredes. Las cenas familiares eran una puesta en escena: sonrisas vacías, miradas frías, palabras medidas. Mi padre nunca asistía; sus negocios estaban en otro mundo, un mundo donde yo no importaba. Mi madre, en cambio, estaba en todas partes. Era la reina, pero su reino estaba hecho de hielo y poder. Y yo, su hija, la heredera, solo era una pieza en su ajedrez.

“Isabella, ya lo sabes”, dijo mi madre una vez más, mientras me observaba con esos ojos fríos que no reflejaban ni un atisbo de emoción. “El futuro de la familia depende de ti. No puedes dudar, no puedes ceder a las tentaciones. Somos Mancini, y tú eres nuestra salvación.”

¿Nuestra salvación? ¿Era eso lo que representaba mi vida? Un sacrificio interminable, un peso del que no podía desprenderme. A veces, por un segundo fugaz, pensaba en huir, en abandonar todo lo que conocía. Pero la verdad era que nunca supe quién era sin esta carga.

Esa noche, sentada frente a ella en la sala de estar, el aire estaba cargado de una presión insoportable. La lámpara de cristal que colgaba sobre la mesa reflejaba una luz fría, implacable, sobre sus ojos calculadores. Mi madre no se detendría. Nunca lo hacía. No había espacio para mis deseos, ni siquiera para mis dudas.

“Tu matrimonio está acordado, Isabella. Marco será tu esposo, como lo hemos planeado. Es un buen hombre, fuerte, necesario. Es lo que la familia necesita.”

El nombre de Marco, su prometido, salió de sus labios con la frialdad con la que se menciona un contrato. Un hombre de otra familia mafiosa, alguien a quien ni siquiera conocía bien. ¿Pero qué importaba eso? Mi vida nunca había sido mía. Era un negocio, un acuerdo entre poderosos, no un romance. No había cabida para el amor en la ecuación.

Mi corazón latía con una furia contenida. La copa de vino que sostenía entre los dedos parecía más un objeto vacío que un consuelo. Las palabras de mi madre, esa maldita condena que me esperaba, me ahogaban. Pero no podía mostrar debilidad. No podía, no en frente de ella.

“Pero madre... ¿y yo?” Mi voz fue casi un susurro, pero en ella se escuchaba la presión acumulada de años de sumisión. “¿Qué pasa conmigo? ¿Con lo que quiero?”

Ella me miró como si fuera una niña estúpida que no entendiera lo que estaba en juego. “Lo que tú quieres no importa. Lo que importa es la familia. Y tú eres la heredera de los Mancini. Debes aceptarlo, Isabella. El futuro de la familia está en tus manos.”

Esas palabras me golpearon como una bofetada. En sus ojos no había amor, ni siquiera respeto. Solo un control absoluto, un mandato que no podía desafiar. Yo no era una hija. Yo era una herramienta. Un peón en su tablero.

Mi cuerpo comenzó a temblar, pero no podía dejar que lo viera. Me levanté de la mesa, mi mente un torbellino de emociones que luchaban por salir. Necesitaba escapar. Necesitaba aire. No podía seguir allí, mirando cómo mi vida se desmoronaba bajo el peso de las expectativas que otros habían puesto sobre mí.

“Voy a dar un paseo,” murmuré, sin esperar respuesta alguna. La puerta se cerró tras de mí como una prisión, pero por un segundo, me sentí más libre que nunca.

El jardín estaba oscuro, con el eco de la fiesta sonando débilmente a lo lejos. Las estrellas brillaban en el cielo, pero no podía verlas. Estaba atrapada, y no había manera de escapar. Ni siquiera el viento parecía aliviar el peso que llevaba en el pecho.

Fue entonces cuando lo vi. Alessio. Estaba allí, como una sombra, observándome desde una de las columnas del jardín. Su presencia me atravesó, como una corriente eléctrica que me paralizó. No lo esperaba, pero lo sentí en lo más profundo, como si hubiera estado esperando que lo encontrara. ¿Por qué sentí que el aire se volvía más espeso al verlo? ¿Por qué su sola presencia alteraba todo mi ser?

Me detuve en seco, mi cuerpo tenso, pero no podía mostrar ni un ápice de debilidad. No ante él. No ante nadie.

“¿No deberías estar dentro, en la fiesta?” Mi voz salió más desafiante de lo que pretendía, pero incluso yo podía escuchar el temblor que había debajo.

Alessio sonrió, pero no era una sonrisa cálida. Era la sonrisa de un hombre que sabía que tenía el control. El control de todo.

“Fiesta…” repitió, como si fuera una broma. “Esto no es una fiesta, Isabella. Es un mercado. Y tú eres la mercancía más valiosa.”

Sus palabras me golpearon como un martillo. Mi estómago se tensó, pero no podía apartar la mirada de él. Algo en su tono, tan brutalmente honesto, me hizo sentir viva, más viva que nunca. Y eso me aterraba.

“No sé de qué hablas,” dije, intentando recobrar algo de mi compostura, aunque el caos en mi interior comenzaba a ser evidente.

“No lo sabes porque no quieres saberlo,” respondió, dando un paso hacia mí. Su cercanía me hizo temblar, pero no podía retroceder. “Tu familia está construida sobre ruinas, Isabella. Y tú lo sabes. No puedes ignorarlo por más tiempo.”

Esas palabras calaron hondo, como una flecha directa al corazón. ¿Cómo podía él saber lo que ni yo misma me atrevía a aceptar? ¿Cómo podía él tocar esa verdad tan dolorosa, tan oculta?

“¿Y qué pretendes que haga?” La rabia salió de mi pecho, un rugido ahogado. “¿Que destruya todo lo que mi familia ha construido? ¿Que me aparte del legado Mancini?”

Alessio se acercó aún más, su cuerpo casi tocando el mío. Podía sentir su calor, su poder, su peligro. “No todos los príncipes heredan un reino, Isabella,” susurró, su voz tan baja y peligrosa que me hizo estremecer. “Algunos solo lo destruyen.”

Sus palabras resonaron en mi cabeza como un eco inquietante, y por un momento, me vi atrapada entre dos mundos: el que mi madre había trazado para mí y el que Alessio acababa de ofrecerme, uno de caos y liberación. ¿Qué significaba eso? ¿Qué intentaba decirme?

La confusión me envolvía, pero antes de que pudiera reaccionar, me giré, con el corazón palpitante en mi pecho. Tenía que salir de allí. No podía quedarme más tiempo, atrapada entre la oscuridad de mis pensamientos y el magnetismo peligroso de él.

Pero su voz me alcanzó antes de que pudiera dar un solo paso.

“No olvides lo que te dije,” dijo, y su tono fue tan cargado de significados que me detuvo en seco.

Lo miré por un instante, pero no respondí. No había palabras que pudieran abarcar lo que sentía. Solo un torbellino de emociones que no podía comprender, que ni siquiera quería comprender.

Me alejé, pero su presencia permaneció conmigo, una sombra que se alargaba detrás de mí, sin poder librarme de ella. Lo que había dicho, lo que había insinuado… ¿era posible que él tuviera razón? ¿Que mi destino, mi vida, mi familia, todo lo que había conocido, estuviera a punto de desmoronarse?

La brisa nocturna me acarició el rostro, pero no logró calmarme. Sus palabras seguían resonando en mi mente, martillando cada rincón de mi alma. “Algunos solo lo destruyen…”

Al llegar a mi habitación, caí sobre la cama, incapaz de encontrar consuelo. Mi mente no dejaba de girar. Alessio había desmoronado mi mundo con esas simples palabras, y no sabía si eso era lo peor o lo mejor que me había pasado.

La fiesta seguía en el salón, pero yo ya no podía verla con los mismos ojos. Cada risa, cada conversación, me parecía vacía, como si todos estuvieran jugando un juego del que yo ya no formaba parte. La sombra de Alessio no me dejaba.

La alfombra de mi habitación amortiguó el sonido de mis pasos, pero dentro de mí, cada latido tronaba como una alarma desesperada. Cerré la puerta con fuerza, apoyé la espalda contra la madera fría y me dejé caer lentamente al suelo. Las luces tenues del candelabro sobre mi cama parpadeaban con suavidad, como si el propio cuarto respirara conmigo, agitado, tenso.

Llevé ambas manos al rostro, presionando las palmas contra mis mejillas ardientes. ¿Qué demonios acababa de pasar? ¿Qué clase de juego había empezado Alessio? Porque sí, podía ser todo lo que dijeran de él —peligroso, hermético, impasible—, pero lo que acababa de hacer no fue un movimiento cualquiera. Me había desarmado con palabras, con una mirada, con la intensidad de su cercanía.

Y eso, maldita sea, me enfurecía.

Me levanté de golpe, mis piernas tambaleándose como si la conversación me hubiese drenado las fuerzas. Crucé la habitación hasta el ventanal, aparté las cortinas de terciopelo rojo y dejé que el aire nocturno, frío y húmedo, me cortara la piel. Desde allí podía ver el jardín, parcialmente iluminado por faroles. No había rastro de él. Ni de su sombra.

Pero lo sentía.

Como si hubiera dejado una huella invisible en cada rincón que había tocado con su voz.

Apoyé la frente contra el vidrio helado y cerré los ojos.

“No todos los príncipes heredan un reino. Algunos solo lo destruyen.”

La frase giraba una y otra vez en mi cabeza, como una espina que no lograba arrancarme. Él me había mirado como si supiera algo que yo misma no había aceptado todavía. Como si viera el monstruo que luchaba por despertar dentro de mí, el que durante años mi madre se había esforzado por contener.

Porque sí, yo era la heredera. La hija única del imperio Mancini. La pieza final de un rompecabezas que se había armado con sangre, silencios y alianzas sucias.

Pero… ¿y si no quería encajar?

Me aparté del ventanal, enfurecida conmigo misma. Quería gritar. Romper algo. Dejar de pensar. Pero incluso mis rabias estaban programadas, entrenadas. Me habían enseñado a no llorar, a no hacer escándalos, a no sentir.

Todo en mí había sido moldeado como una obra de porcelana perfecta, y Alessio… él venía a resquebrajarla con una sola mirada.

Fui hacia el tocador, abrí el cajón y saqué un frasco pequeño de perfume. No por el aroma, sino por el peso en mi mano. Por la tentación de arrojarlo contra el espejo y ver cómo se rompía en mil pedazos. Pero me detuve.

No.

No le daría esa satisfacción a nadie.

Volví a guardar el frasco con un suspiro entrecortado. Entonces, un leve golpe en la puerta me hizo girar en seco. Mi cuerpo se tensó como una cuerda lista para romperse.

No podía ser él.

No a estas horas. No con mi corazón aún palpitando su nombre sin permiso.

“¿Isabella?”

La voz era suave, femenina. Me acerqué con cautela y abrí. Bianca, mi prima, estaba del otro lado, con su inseparable abrigo de satén y su cabello recogido en una trenza elegante. Entró sin esperar invitación y cerró la puerta tras de sí.

“¿Qué haces aquí sola? Te desapareciste de la fiesta.”

Suspiré. “No me sentía bien.”

Bianca me miró con sus ojos escudriñadores, siempre perspicaz, siempre un paso adelante. Se acercó al sofá junto a la chimenea y se sentó con toda la gracia de una cortesana.

“¿Tiene algo que ver con Alessio Moretti?” preguntó, directa, sin rodeos.

Tragué saliva, sin responder.

Ella sonrió, ladeando la cabeza. “Lo sabía. Te vi hablando con él en el jardín. Y créeme, no pasaste desapercibida.”

“¿De qué hablas?”

“De que no fue una charla casual. Él no habla con nadie. Y contigo… parecía interesado.”

Negué con la cabeza, pero el calor me subió a las mejillas.

“Alessio no se interesa en nada ni en nadie,” solté con desdén. “Solo quiso provocarme.”

Bianca entrecerró los ojos, como si pudiera leer más allá de mis palabras. “Tal vez. Pero aún así, te miraba como si fueras un problema que quiere resolver.”

La frase me caló hondo.

¿Eso era yo? ¿Un problema para resolver? ¿Una ecuación que debía cuadrar en la lógica fría de un hombre como él?

Me senté frente a Bianca, el silencio envolviéndonos como una segunda piel. No podía decirle que sus palabras me afectaban más de lo que deberían. Que su presencia aún me quemaba bajo la piel.

“¿Sabes algo de él?” pregunté, como quien intenta disfrazar una confesión con curiosidad.

Bianca se encogió de hombros. “Solo rumores. Que trabaja para la familia, pero no es parte de ella. Que no tiene vínculos reales, solo lealtades prestadas. Que es leal, sí, pero hasta cierto punto. Nadie sabe lo que quiere. Ni siquiera si quiere algo. Es un fantasma, Isabella. Un arma que alguien suelta cuando necesita que algo desaparezca.”

Sus palabras deberían haberme asustado. Pero lo único que hicieron fue encender una chispa en mi pecho.

Un fantasma.

Una sombra.

Y, sin embargo, me había visto. Como nadie antes.

Bianca se levantó, arreglándose la falda. “Mañana hablaré con mamá sobre lo del compromiso con Marco. Tal vez logre retrasarlo un poco. Tú… tú piensa bien lo que estás haciendo, Isa. Porque a veces, lo que parece un escape… puede ser una condena peor.”

La miré, sin saber si le agradecía o la maldecía.

Cuando se fue, el silencio regresó, más pesado que antes.

Me acerqué al espejo del tocador, me observé fijamente. Mi reflejo me devolvió la mirada, pero no era yo la que estaba allí. Era la princesa Mancini. La heredera.

Y algo dentro de ella se estaba quebrando.

Toqué el cristal, como si pudiera atravesarlo. Como si al otro lado estuviera la versión de mí que quería ser. Libre.

Pero no había libertad en la familia. Solo deber. Solo poder.

Y ahora… solo Alessio.

Él no solo me había puesto frente a mi verdad. Me había mostrado que podía haber algo más. Algo distinto.

Aunque para alcanzarlo, tal vez tendría que convertirme en todo lo que juré nunca ser.

El reloj marcaba las dos de la madrugada cuando finalmente me obligué a dejar de dar vueltas en la cama. La conversación con Bianca solo había echado más leña al fuego. No podía dormir. No con su voz aún resonando en mis oídos, no con la maldita frase grabada como un tatuaje invisible en mi piel.

Me puse de pie descalza, dejando que el frío del suelo me ayudara a pensar con claridad. Pero no había claridad. Solo un revoltijo de emociones que me carcomían desde dentro. Caminé hacia el armario, abrí la puerta de madera maciza y rebusqué entre mis cosas hasta encontrar la caja. Una vieja caja metálica, pequeña, desgastada, que escondía en el fondo desde que era adolescente.

La saqué con manos temblorosas, la llevé al escritorio y la abrí. Dentro, recortes de periódicos, fotografías, cartas que jamás envié. Fragmentos de otro tiempo. De la hija que fui. De la niña que creía que podría huir.

Mi mirada se clavó en una foto en particular. Papá, en su despacho, sosteniéndome en brazos. Yo debía tener unos diez años, con trenzas y un vestido blanco. Sonreía. Ilusa.

—¿Cómo permitiste que todo esto se convirtiera en una prisión? —susurré, más para mí que para él.

Me mordí el labio con fuerza. Ese era el problema. No fue solo mi padre. Fui yo también. Yo, que me quedé. Que obedecí. Que acepté cada jaula disfrazada de deber.

Un golpe seco en la ventana me hizo girar de golpe.

El corazón se me detuvo por un segundo. Me acerqué despacio. El jardín parecía desierto… hasta que lo vi. Una silueta entre sombras. Imposible confundirlo.

Alessio.

Mi pulso se desbocó. ¿Qué demonios estaba haciendo allí? ¿Me estaba vigilando? ¿O me estaba esperando?

Abrí el ventanal despacio, el aire cortante se coló como una bofetada. Me asomé, mirándolo desde el segundo piso.

—¿Qué haces aquí? —pregunté en voz baja.

Él alzó la vista, impasible. La tenue luz exterior dibujaba sombras en su rostro, pero aún así, sus ojos brillaban como dos cristales helados.

—Quería asegurarme de que estabas bien.

—¿Desde el jardín? —arqueé una ceja.

—No quise irrumpir otra vez —dijo, con un leve gesto de ironía—. Aunque veo que no estás durmiendo.

No contesté. Nos quedamos en silencio por unos segundos que se sintieron eternos. Él abajo. Yo arriba. Como si esa distancia física representara todo lo que nos separaba.

Y sin embargo, me sentía peligrosamente cerca.

—Tú y yo no deberíamos hablar —dije al fin, obligándome a mantener la voz firme.

—¿Porque eres la princesa y yo el perro guardián? —preguntó con tono seco.

—Porque todo esto es peligroso.

—Todo en tu vida ya lo es, Isabella. Yo solo soy el espejo que te lo recuerda.

Tragué saliva. El peso de sus palabras me atravesó como una daga. No sabía si quería gritarle… o bajar corriendo para enfrentar lo que fuera que él despertaba en mí.

—Deberías irte —susurré.

Él asintió una vez, sin desviar la mirada.

—Entonces dime que lo deseas. Que te dé la espalda. Que desaparezca.

Lo miré. El viento agitó su abrigo largo, y por un momento pareció parte de la noche misma. Una criatura hecha de sombras y secretos.

Pero no pude decirlo. No con verdad. No con el corazón.

Y él lo supo.

Sus labios se curvaron en una mueca casi triste, casi arrogante. Luego se dio media vuelta y se perdió entre los arbustos sin volver a mirar atrás.

Cerré la ventana con manos heladas. Me senté en el borde de la cama, incapaz de entender lo que me pasaba. Alessio no era parte de mi mundo. Y aún así, comenzaba a sentirse como el único que podía entenderlo.

Pero eso lo hacía más peligroso que cualquier enemigo.

Porque el enemigo te ataca de frente.

Pero él entraba en silencio.

Y te volvía contra ti misma.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP

Capítulos relacionados

Último capítulo

Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP