CAPÍTULO 6. De la tormenta al escándalo

CAPÍTULO 6. De la tormenta al escándalo

La mañana siguiente llegó como un ladrón a plena luz: inesperada, molesta y llena de esa sensación de irrealidad después de lo que habían hecho. Maggie abrió los ojos primero, y se encontró todavía medio enredada con Jackson, en el miserable saco de dormir improvisado que compartían… desnudos. Lo sintió respirar contra su nuca, y su cuerpo se tensó como un alambre de alta tensión.

“¡Joder, no otra vez!”, pensó con sarcasmo mientras se desenredaba como podía. “Supongo que debo darle gracias al desastre natural porque ahora sí amaneció aquí en vez de escaparse en la madrugada”.

Y quizás ese era el problema, que aun después de tantos años en que los dos habían fingido que nada había pasado, Maggie no olvidaba que no había sido más que un pedacito de noche para él.

Jackson también abrió los ojos, parpadeando como un cachorro confundido, y la miró como si no supiera si debía sonreírle o esconderse debajo del suelo. Así que al final optó por lo más seguro: hacerse el muerto hasta que viera su reacción.

Pero Maggie solo se puso en pie y caminó hacia la destartalada ventana. Afuera, la tormenta seguía rugiendo como una suegra despechada y el frío parecía querer colarse por cada rendija.

—Probablemente no salgamos vivos de aquí —murmuró, abrazándose el cuerpo mientras aquella sensación helada se le asentaba en el alma.

Jackson apretó los labios y se levantó lentamente, arrastrando la manta sobre su cintura, más por necesidad que por pudor. Se acercó a ella y la envolvió en un abrazo inesperado.

—No vamos a morir aquí —dijo en voz baja—, pero si eso es lo que nos toca, entonces prefiero aprovechar el tiempo que nos queda. No pienso pasar mis últimos días discutiendo contigo.

Maggie giró la cabeza, frunciendo el ceño.

—¿De verdad acabas de proponerme sexo apocalíptico?

Él encogió los hombros, como si la idea fuera tan lógica como hacer café por la mañana.

—Podríamos morir en cualquier momento. Hay que priorizar.

Y así, casi sin más discusión —porque en situaciones extremas las prioridades efectivamente cambian de sitio—, volvieron a caer el uno en el otro.

Después de eso, el frío y la tormenta pasaron a segundo plano. Y priorizaron una, dos, muchas veces más, como si el tiempo se les fuera a acabar en cualquier momento. Alerta de Spoiler: casi.

La situación, sin embargo, empezó a volverse más crítica cuando la sopa enlatada, su último vestigio de civilización, comenzó a acabarse. No había forma de salir de aquel sitio, de verdad no había, todo lo que les quedaba eran besos y alguna esperanza.

Jackson todavía creía que podían encontrarlos, de alguna forma aquella puerta se abría y su familia entraba, lo habían estado buscando, su madre lo abrazaba, su padre se alegraba de que estuviera vivo y su exnovia… ¿qué estaba haciendo su exnovia ahí?

Tirándosele al cuello, eso era lo que estaba haciendo…

—Brenda… —No quería que lo estuviera manoseando, su compromiso se había roto—. ¡Brenda!

La bofetada lo hizo despertarse y sentarse en la cama de golpe mientras miraba a Maggie con los ojos desencajados. La muchacha apretaba en un puño esa mano con la que le había pegado, y tenía los ojos echando chispas aunque ni una sola palabra salía de su boca.

—Maggie no es lo que crees…

—Si vas a estar soñando con tu ex después de follarme, haz el puto favor de no dormirte entonces —murmuró ella apretando los labios, y se dio la vuelta en aquella camita mientras otra vez veía los pedacitos de su corazón caerse.

¿Por qué siempre era así? ¿Por qué siempre elegía a Brenda? Maggie cerró los ojos y sabía que no tenía más remedio que quedarse en aquel saco de dormir, pero ya no estaba allí, su mente estaba en el error que había cometido cediendo de nuevo ante Jackson Wyndham.  

Así que ninguno dijo otra palabra y cuando la última cucharada de sopa se les terminó, solo pudieron dormir. Y durmieron, con hambre y cansancio y pocas esperanzas hasta que finalmente, tres días después, la puerta de la cabaña cayó con un estruendo, y ella y Jackson apenas lograron incorporarse en su saco de dormir.

—¡Están aquí! ¡Gracias a Dios, están aquí! —gritó una voz masculina, clara como una campana.

Maggie y Jackson se miraron como dos niños atrapados con las manos en el tarro de galletas.

—¿Eso fue real o estoy delirando? —preguntó ella, con los ojos abiertos como platos.

—Si estás delirando, estamos delirando juntos —respondió Jackson viendo cómo un rescatista enorme entraba y solo fue cuestión de minutos (los que tardaron en vestirse) para que el equipo de rescate los sacara de allí.

Exclamaciones de alivio y miradas indiscretas los seguían por todos lados —porque la situación íntima en que los habían encontrado era evidente hasta para un topo ciego—, pero al final solo los envolvieron en mantas térmicas y los llevaron al hospital más cercano.

Allí, conectados a mil máquinas, hidratados hasta las pestañas y alimentados con sopas mucho más decentes que las suyas, comenzaron a recuperar fuerzas. Pero, claro, la paz duró lo que un suspiro en medio de un huracán, porque cuando alguien en el hospital soltó la bomba, no hubo quien pudiera pararla:

Dos prestigiosos médicos, archienemigos públicos, atrapados durante días en condiciones extremas… habían sido encontrados sospechosamente… juntos.

La noticia voló más rápido que un chisme en boda de pueblo. Aparecieron en todos los noticieros: fotos robadas, titulares ridículos y por supuesto, la comunidad médica que los había visto pelear durante años ahora se dedicaba a especular sobre ellos.

Jackson fue el primero en recibir el alta, lo cual casi fue peor. La cantidad de periodistas afuera queriendo ganarse la historia era una amenaza latente para la reputación familiar, así que su propio padre acabó yendo por él al hospital.

—Tienes que encargarte de esto enseguida —le advirtió lord Wyndham—. Los chismes amarillistas no son la razón por la que nuestra familia sale en los periódicos.

—Entiendo —fue la única respuesta, seca y simple de Jackson antes de llegar a su propio hospital y a su propio despacho.

Se bajó del auto y caminó hacia su oficina, ignorando las miradas curiosas que lo seguían por los pasillos como moscas.

Cuando llegó, cerró la puerta de un portazo, se dejó caer en su silla y encendió la pantalla del ordenador. El correo estaba lleno de notificaciones: periodistas, colegas, medio mundo queriendo saber los detalles escabrosos de su “aventura” con la renombrada Margaret Kingsley.

—Idiotas —murmuró, furioso.

Lo último que necesitaba era ese circo mediático en su vida, así que marcó el número de su jefe de relaciones públicas sin pensarlo dos veces.

—Quiero que limpien esto —ordenó en cuanto escuchó la voz al otro lado—. No me importa cómo. Quiero a todos esos buitres fuera de mi vista. ¿Entendido?

Hubo un silencio incómodo al otro lado.

—El equipo de relaciones públicas ya está manejando el tema, doctor Wyndham.

Jackson cortó la llamada antes de escuchar el sermón habitual. Pero por desgracia, si creía que el asunto se evaporaría en poco tiempo, se llevó un chasco monumental, porque cuanto más insistían en esconder el asunto, y conforme las semanas pasaban, más curiosa se volvía la gente.

—Hoy me encontré dos periodistas en la puerta de mi departamento —le dijo Reggie—. De alguna forma averiguaron que somos amigos.

—¡Maldición! Esto se está saliendo de control —gruñó Jackson mirando por la ventana porque también estaban en el perímetro del hospital.

—Lo bueno es que Maggie desapareció, con lo que te odia pensé que daría una conferencia de prensa solo para hundirte, pero se fue del hospital incluso antes de que le dieran el alta, me enteré porque estaban tratando de localizarla para entregarle sus análisis —murmuró Reggie como si nada, pero en ese segundo, en ese mismo, Jackson levantó la cabeza con expresión mitad incrédula y mitad consternada.

—Reggie, consígueme esos análisis.

—¿Eh? —murmuró su amigo y él insistió.

—Quiero ese sobre sellado sobre mi mesa de inmediato. Consíguelo con discreción, no importa lo que tengas que pagar —declaró con firmeza—. Consíguelo y tráemelo.

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