CAPÍTULO 5. Del odio al deseo

CAPÍTULO 5. Del odio al deseo

Maggie se quedó paralizada. Esta vez, lo admitiera o no, su cerebro se congeló por algo mucho más peligroso que la nieve: los labios de Jackson sobre los suyos; perdidos en uno de esos besos donde tenía los dedos de Jackson sujetando su cara como si dominarla fuera su único objetivo. Pero ahí estaba ella, sin poder apartarlo, sintiendo cómo su propio cuerpo empezaba a traicionarla.

Ese maldito beso la llevó directo a su época de estudiantes. A ese primer beso robado en los pasillos del hospital universitario, cuando él todavía era el “niño rico que hablaba demasiado” y ella, la “niña pobre que lo mandaba a callar con la mirada”. Rápido, caótico, y sin embargo... perfecto.

Y como aquel recuerdo realmente lastimaba, volvió a la realidad de golpe, jadeando un poco, separándose con torpeza.

—¿Qué demonios fue eso, Jackson? —preguntó ella, pasándose el dorso de la mano por los labios, como si pudiera borrar el momento.

Jackson se pasó las manos por el cabello y se alejó de ella.

—No lo sé —admitió, y esa sinceridad repentina fue casi peor que si hubiera soltado una de sus respuestas arrogantes de siempre.

—¡Pues si no lo sabes, entonces no vuelvas a tocarme! —gruñó Maggie con fiereza y él le achicó los ojos con una mirada displicente.

—Pues no te vi resistirte mucho, la verdad —se defendió.

—¡Fue el encierro! ¡La falta de oxígeno! ¡El hambre! —enumeró ella, alejándose y refugiándose en una esquina de la cabaña, cruzada de brazos.

Ambos se quedaron así, cada uno con su dignidad a medio vestir y un silencio tan denso que podría haberse cortado con un bisturí. Y no hubo otra palabra, solo al rugido terrible de la tormenta dentro, mientras los recuerdos los consumían a ambos.

Pasaron horas, largas y feroces, hasta que empezó a hacerse de noche otra vez. Maggie intentó comer algo, pero el simple hecho de llevarse la comida a la boca le provocaba náuseas. Tenía el cuerpo tenso, dolorido, y la tormenta seguía golpeando con fuerza, como si quisiera recordarle que estaban completamente solos y que, tal vez, no saldrían de ahí nunca.

Jackson mientras tanto seguía hurgando en cada rincón de la cabaña y de repente se giró hacia ella con un par de botellas en la mano.

—¡Whisky! ¡Amén! ¡Esto nos va a calentar! —exclamó él y un segundo después bebía, hacía una mueca y le pasaba la otra botella a Maggie.

Ella la tomó no muy convencida, pero en cierto punto el fuego no era suficiente, así que abrazó aquella botella como si fuera su única amiga en el mundo y bebió.

Y bebió…

Y volvió a beber…

Y bebieron…

—Tal vez deberíamos salir —murmuró Jackson finalmente, un poco envalentonado por todo el alcohol que traía en la sangre—. Necesitamos ayuda, no la conseguiremos escondidos aquí.

—Ni muriendo allá afuera en la nieve, pero haz lo que te dé la gana —respondió Maggie, sin mirarlo.

—Margaret…

—No me hables, Jackson. No vuelvas a hablarme. Nunca en tu vida.

Él suspiró, exasperado, y se acercó a ella sin miramientos.

—OK, nos quedamos, pero no vamos a sobrevivir si no descansamos. Vamos a dormir —sentenció con voz autoritaria.

—¡Yo no voy a dorrrrrrmir contigo! —exclamó ella arrastrando la lengua.

—¡Maldit@ sea, Margaret! ¡Solo tenemos un saco de dormir…!

—Qué ironía, ¿no? Médico de prestigio, especialista en cirugía... ¡incapaz de usar un cierre correctamente!

—Perfecto. ¡Entonces muere de hipotermia con orgullo! —le gruñó él.

—¡”Hipotérmica” de repente suena mejor que “toqueteada”!

—¡Por supuesto! ¿¡Cómo se me pudo olvidar!? —Jackson levantó la voz, exasperado—. ¡Recuérdame quién te gustaba que te toqueteara en ese entonces!

Maggie sintió que la sangre le hervía, porque en su momento había escuchado esas mismas palabras, hirientes y dolorosas, de parte de la señora Wyndham.

—¡Todo el puto campus menos tú, Jackson! —le gritó y la respuesta fue un rugido.

Sordo, feroz, imposible de evitar, que salió del pecho de aquel hombre de uno noventa, haciendo eco en la cabaña mientras quitaba aquel espacio de por medio y levantaba a Maggie contra él, y hacía lo impensable.

¡Era el maldito alcohol, pero no le importaba! ¡Solo le importaba aquella guerra de la que no había podido librarse en diez años! La odiaba por lo que le había hecho. La rivalidad profesional lo tenía sin cuidado, simplemente no podía soportar que ella fuera feliz después de romperle el corazón de aquella manera.

Sintió la mordida demasiado tarde, pero aun así sus manos rodearon a Maggie, apretándola contra su pecho mientras la besaba. Aquella era una de esas guerras que se pelean con labios y dientes, en la que el único objetivo es no ceder. Y si a fin de cuentas probablemente murieran ahí, entonces ya no importaba.

—¡Estoy harto de esto! —gruñó él sujetando su cabello—. Ya deja de fingir. Hacerme la vida miserable es un deporte para ti, pero este puto fin del mundo es mío y me lo vas a decir: Dime que no quieres que te bese. ¡Dímelo a la cara!

Sus manos la soltaron para ir a pelearse con su chaqueta y con su blusa, y la escuchó maldecir entre dientes con impotencia.  

—¡Dime que no sientes nada, que no hay nada aquí, que no quieres esto!

—¡Sé que me voy a arrepentir! —replicó Maggie mientras aquel nudo insoportable subía a su garganta.

—¡Arrepentirte no significa no quererlo! ¡Yo también me voy a arrepentir! ¡Pero eso lo haré mañana! —siseó Jackson y lo que siguió fue… un error.

Un error lleno de besos desesperados perdidos en el sabor del whisky y en el calor del fuego.

Maggie respondió a él como si le fuera la vida en ello. Estaba enojada, dolida y con el alcohol avivándole en la sangre una Guerra que quería ganar a pesar de todo.

Sentía rabia, frustración, despecho, odio, resentimiento, ganas de vengarse y cuanta mala emoción se pudiera sentir, pero su piel vibraba contra la de Jackson mientras se arrancaban la ropa. Maggie perdió el aliento cuando escuchó el siseo del cinturón de Jackson desapareciendo. Sus dedos la asaltaron solo para comprobar esa humedad desesperada entre sus piernas y no podía negarlo, quería aquello tanto como lo detestaba.

—¡Dime que no quieres esto! —gruñó Jackson mientras jugaba con sus pechos, haciéndola gemir desesperada.

Maggie ahogó un grito cuando él separó sus piernas, y sus manos se cerraron en puños mientras él le sujetaba las muñecas contra la madera de aquella pared.

—¡Dilo! —exigió mientras se acomodaba contra la humedad de su entrada.

—¡Te odio! —jadeó ella y su garganta se inundó con un grito en el mismo instante en que Jackson la penetró con fuerza, provocándole un gemido de satisfacción imposible de evitar. Lo odiaba, pero su cuerpo no, su cuerpo solo quería recibirlo con cada embestida.

—¡Maldición! —Jackson echó atrás la cabeza mientras se hundía en ella y sentía aquellas paredes cálidas y tensas tragárselo por completo—. ¡Yo debí… ah… ser el primero… y el único! —gruñó mientras una de sus manos se enredaba en el cabello de Maggie atrayéndola hacia su boca.

Maggie lo sintió pegarse por completo a su pecho, aprisionándola mientras sus labios la devoraban y su cuerpo respondía a cada embestida. Era violento, doloroso, necesario, como si fuera la única manera en que los dos pudieran sacar todo el odio que sentían el uno por el otro.

Aquel choque se hizo feroz, la boca de Jackson era fuego contra su piel y Maggie sentía que se rompería de un momento a otro. Su miembro la llenaba con fuerza, como si quisiera doblegarla con cada empuje, hasta que aquel ritmo lleno de jadeos y gritos se salió de control.

—¡Córrete! —gruñó él en su oído—. Quiero oírte gritar, Maggie. ¡Córrete!

Sintió cada contracción de su sexo mientras la espalda de Maggie hacía un arco y ella cerraba los ojos. Sintió el clímax arrastrándolos, caliente, húmedo y definitivo, y supo que nada, nada nunca, nadie podría devolverle lo que aquella mujer le había quitado.

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