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CAPÍTULO 3. De la impotencia a un saco de dormir

CAPÍTULO 3. De la impotencia a un saco de dormir

Jackson Wyndham, cirujano brillante, orgulloso heredero de una fortuna de proporciones escandalosas y eterno ganador de debates académicos, estaba hincado en el suelo de una cabaña olvidada por Dios, revisando el abdomen de su mayor enemiga con manos frías.

—No hay necesidad de que me quites la blus…

—No tienes nada interesante que ver ahí —le gruñó Jackson examinándola—. Podrías tener una hemorragia interna y la adrenalina puede haberlo camuflado.

—Oh, gracias por tu opinión, Doctor Milagro. Pero a menos que tengas los ojos de Rayos X de Superman, dudo que sepamos más hasta que nos rescaten.

Maggie Kingsley tenía el don de sonar arrogante incluso cuando estaba pálida, con las cejas fruncidas por el dolor y envuelta en tres mantas que olían a ratón encerrado desde 1972. Estaba helada, herida y atrapada en medio de la nada con el hombre que más odiaba.

—Creo que sería un buen momento para rezar —dijo Jackson con tono indiferente, y ella no vio que su mandíbula se apretaba cuando se dio la vuelta para buscar con qué encender el fuego.

—Dios siempre ha sido sordo conmigo —murmuró Maggie sin mirarlo—. No veo por qué empezaría a escucharme ahora.

—Bueno, para ser honestos la situación es una mierd@ —gruñó él—. No tenemos comunicación, la nieve cae como si fuera el apocalipsis, y la probabilidad de que nos encuentren pronto… digamos que no es muy alta. Parece que somos tú y yo contra el mundo, Kingsley, así que más vale que empieces a creer en algo.

—Tú y yo solos contra el mundo —repitió ella bufando con sarcasmo—. Mi mayor sueño y mi mayor pesadilla hechas realidad a la vez. Tantas oportunidades para deshacerme de ti… y resulta que no puedo.

Jackson le lanzó una mirada asesina, y luego se concentró en la chimenea, pero por más que intentó encenderla no lo consiguió.

—¿No prende el fuego, señor cavernícola?

—La chimenea debe estar rota —gruñó Jackson.

—Literalmente es un hueco en la pared, no hay forma de que se rompa. La pregunta es: ¿Cuántas veces piensas intentar prender fuego con una rama húmeda? —preguntó Maggie, cruzada de brazos y con una irónica ceja arqueada.

—Hasta que lo logre. La persistencia es una virtud —respondió Jackson con esa voz suya de “tengo razón aunque esté equivocado”.

Maggie suspiró, rodó los ojos y caminó tambaleante hacia la chimenea. A pesar del dolor en el costado pateó el suelo hasta que lo sintió hueco y le señaló a Jackson la tapa de un leñero con madera que estaba completamente seca. Cargó un par de tocones pequeños, un poco de algodón asqueroso de una manta y... ¡voilà! Llamas. Hermosas, cálidas y arrogantes llamas.

—¡Mira, fuego! Y ni siquiera tuve que llamar a tu mayordomo —dijo ella, satisfecha, y el labio superior de Jackson subió sobre sus dietes como si fuera un depredador herido.

—Eres como un maldito tutorial que nadie pidió —masculló entre dientes y un segundo después alcanzaba una de aquellas latas de sopa y trataba de abrirla… sin mucho éxito.

Maggie se acomodó en sus mantas y lo dejó sufrir otra media hora, quejándose de que debían poner abertura fácil para las latas de emergencia, hasta que le dio hambre y terminó abriendo un par de latas con un picahielo, que al parecer era lo único puntiagudo que había.

Las horas pasaron entre sopa tibia caducada, mantas insuficientes y sarcasmo mal disimulado. Cada tanto, el viento soplaba tan fuerte que parecía querer arrancarles el techo, y Maggie temblaba, aunque no sabía si por el frío o por la situación.

—Nunca te imaginé así —murmuró Jackson de repente como si hablara consigo mismo.

—¿Congelada y sin maquillaje?

—No. Humana.

Ella lo miró con una mezcla de sorpresa y fastidio.

—Y yo nunca te imaginé tan inútil sin tu tarjeta Black, Wyndham.

Él se rio con una mezcla de irritación e ironía.

—Mis tarjetas están mojadas, literalmente. Y no funcionan como leña, por cierto.

—¡Vaya revelación! ¿Qué harás ahora que no puedes comprar tu camino fuera de esta?

Jackson se acomodó contra la pared de troncos.

—Tal vez dejar que tú lo hagas, ya que al parecer sabes todo. Cómo hacer fuego, cómo abrir latas con picahielos, cómo sobrevivir sin quejarte…

—Ah, ¿ves? Empiezas a apreciar mis encantos.

—Dije “sin quejarte”, no “sin sarcasmo venenoso”.

Se miraron una vez, una sola a los ojos, y los recuerdos fueron como carbones encendidos que vinieron a avivar aquel odio que sentían el uno por el otro. Pero no pasó más de una hora antes de que la noche cayera por completo, y la cabaña se volvió una trampa de sombras largas y ruidos sospechosos. El viento chillaba entre las grietas de las paredes y los árboles crujían como si tuvieran huesos viejos.

Jackson, todavía en su cruzada por demostrar que era el hombre a cargo, intentó armar uno de los sacos de dormir mientras Maggie arreglaba el otro.

—No lo fuerces —le advirtió ella desde la cama improvisada—. Está viejo.

—Soy cirujano, Margaret, puedo coser órganos, es imposible que no sepa manejar una cremallera —gruñó él con molestia y…

“Rasgaasshh”

—¡¿En serio?! —gritó Maggie viendo la tela abrirse en canal.

El saco de dormir explotó en una lluvia de relleno sintético que voló por toda la cabaña como si una gallina artificial hubiera estornudado.

—¿Por qué no me sorprende que seas un total inútil?

—¡Fue un accidente! —se defendió él—. La cremallera tenía un problema estructural.

—¡Tú eres un problema estructural! ¿Ahora dónde vas a dormir? ¿A ver? —le preguntó con el tono resignado de quien ya sabe que la vida le tiene guardado otro chiste cruel—. ¡Maldición, trae la otra manta, y métete en mi puto saco de dormir!

Jackson la miró con una mueca de asco que para ella fue como una vieja espina hurgando en su costado, porque ya la había mirado así antes.

—¿Juntos? —preguntó él como si no pudiera creerlo.

—¡No, separados! Ahora que lo pienso, puedes dormir ahí en el suelo y yo mañana bailaré sobre tu duro cuerpo congelado.

—Pues lo de congelado no lo garantizo, pero lo de duro…

—Maldito estúpido.

Se acostaron espalda contra espalda. Al principio, tensos como estatuas; pero luego, cuando el frío caló hasta los huesos, Maggie fue la primera en ceder.

—Dame tu brazo. Lo necesito como barrera térmica. No significa nada.

—Claro. Como cuando la ONU presta ayuda humanitaria a los más desfavorecidos —sentenció él pasando un brazo alrededor de su cuerpo y pegándose a su espalda, porque no quería decirlo, pero él también estaba muerto de frío.

Su cuerpo estaba cálido, irritantemente cálido, y Maggie cerró los ojos mientras se decía que aquello solo era instinto de supervivencia.

—Eres un horno humano —protestó medio dormida.

—Y tú eres como un cactus: difícil de abrazar.

—Eres un idiota —murmuró ella, pero ya no sonaba tan molesta. Tal vez porque sus párpados pesaban y dejar de temblar hacía que el dolor remitiera un poco.

Pero justo cuando parecía que por fin podrían dormir, un fuerte golpe en el techo hizo que Jackson se levantara sobresaltado.

—¿Qué fue eso?

—Una rama… espero. O un oso.

—O el Yeti —intentó bromear él y Maggie lo miró de reojo.

—Mira Jackson, si viene el hombre de las nieves, te juro que yo me ofrezco en sacrificio. Ahora por favor, cállate y duérmete. Si tengo que morir esta noche, no quiero hacerlo escuchando la voz del idiota más irritante del Reino Unido.

Pero toda la respuesta del eminente doctor Wyndham fue pegarse más a ella y hacerle una descarada cucharita, mientras esa mano suya enorme iba a descansar sobre uno de sus pechos.

—Jackson, si salimos de aquí vivos... te voy a matar.

—Justo estaba pensando lo mismo.

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