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3: Trabajo en equipo

Tres semanas habían transcurrido desde que el curso de inglés comenzó.

Emilio se acostumbró a su situación prontamente. No peleó, no discutió con el coordinador, no volvió a putear a Marco. Se resignó a concluir los dos niveles que faltaban y a escuchar las bromas sosas de sus compañeros y a contemplar, a ratos, a la belleza de los labios color durazno, de quién sabía su nombre, sus gustos y conocía su personalidad; todo gracias a las preguntas insidiosas que la teacher hacía a los estudiantes y que él, odioso, evitaba responder en la medida de lo posible. El muchacho evitó cuanto pudo cualquier contacto con la chica que tanta atracción le produjo esa primera vez. Luchó con su anhelo de conocer a alguien más, con el deseo de ser feliz.

 Sin embargo, a veces ciertas acciones y situaciones deben de suceder y aunque queramos evitar que así sea, entonces la vida se encarga de recordarnos que ella es la dueña del tablero y nosotros sus peones. Todo habría continuado igual sino fuera por esa mañana. Después de sus habituales bromas y preguntas con los estudiantes, la profesora se levantó y anunció que tendrían que hacer un trabajo en clase. “Yo elegiré sus parejas”, dijo y los apellidos empezaron a juntarse en su boca.

Emilio, fastidiado, esperaba escuchar con que idiota le tocaría esta vez. Su atención se dividía entre la ventana y el cielo azul y las palabras de la profesora, por lo que no escuchó la primera vez que su apellido fue pronunciado junto al de ella. “Cartagena y Ortiz”, repitió la teacher y por fin, el muchacho exclamó “presente”.

<<Cartagena y Ortiz>>. Recalcó su mente, sin caer en cuenta todavía. Apresurado, se levantó y tomó el papel mal recortado donde se encontraba escrito el tema para su trabajo en equipo. Se sentó, leyó el tema y contempló como los rayos de sol iluminaban las motas de polvo en su danza eterna. Su mente continuó desconectada aun cuando la profesora se levantó diciéndoles a los muchachos que hagan el trabajo, que ella volvería luego.

Solo pudo despertar cuando la vio acercándose. Solo entonces cayó en cuenta de quién era la dueña de ese apellido. La belleza de los labios duraznos caminó hacia él, y el dorado del sol chocó con el negro de su cabello, resaltando su color. Se paró frente a su pupitre. —Soy Julieta. Tenemos que hacer el trabajo juntos. —Así se presentó, directa.

<<Julieta Ortiz. Lo sé. Por supuesto que lo sé>>.

En un instante, las circunstancias se desviaron y el destino puso en marcha los engranajes que ya llevaban tres semanas esperando. La conversación surgió fluida, sus diálogos parecían hechos por alguna clase de caprichoso guionista. Ella estaba ya ahí, por lo que él no desperdiciaría la oportunidad, aun cuando su mente le pedía a gritos que dejase de hacer lo que quiera que estuviese haciendo.

— ¿Así que te gusta la poesía, compañera? —Inquirió él, acercándose cada vez más hacia su fragante aroma.

—Pues sí, compañero, —reveló ella con una sonrisa amplia. Cual cliché de cualquier historia romántica, ella contó que le gustaba lo que él acostumbraba a escribir.

Después de terminar el trabajo, Emilio y Julieta continuaron conversando, sencillos, sobre sus propias vidas y sobre sí mismos. Ella del norte, él del sur, ella en una carrera humanística, él en una carrera técnica. Sus vidas y gustos se entrelazaron, revelando lo distintos que eran y lo similares que resultaban. <<Cuando hay química, la hay>>. Así de sencillo.

La teacher todavía no volvía, por lo que ambos muchachos pudieron continuar hablando durante largo rato, envolviéndose en un cascarón que el mundo no podía penetrar. Ella estaba contándole sobre cómo llegó allí, a ese instituto, la historia desde que salió del colegio hasta ese día. Él se embeleso con sus palabras y por primera vez desde La Tragedia, permitió que su corazón actué con más prontitud que su mente.

—Oe vamos a pegarnos una empanada. —Soltó, casi atragantándose al hablar tan rápido—. Las de aquí abajo.

Ella le miró fijamente. —Una… empanada. —Repitió.

—Sí. Con cola. Después de clases claro, —respondió, con la misma seriedad, sin bajarle la mirada a la muchacha.

Por fin, Julieta sonrió. Fue una sonrisa pura y sincera que mostraba las perlas en su boca, tan bonita que terminó de derribar cualquier defensa que él aun tuviera. —Una empanada con cola. ¿Así de simple? No me conoces, no te conozco, pero quieres que nos peguemos una empanada con cola. —Su voz ahora era más divertida que seria.

—A veces, las mejores cosas de la vida se reducen a estas sencillas decisiones. Tan simple como una empanadita, mi estimada.

Ella no replicó, mirándole con algo distinto a la cordialidad que manejaba hasta el momento. En ese momento, la voz chillona de la profesora se hizo escuchar entrando por la puerta, ordenando que comenzasen las exposiciones. No fue hasta que terminaron que Julieta Ortiz, con el cabello negro moviéndose al ritmo de su caminar y con un rayo de sol iluminándole a través de la ventana como un destello dorado, se le acercó y pronunció un “sí” con sus labios de durazno.

Cuando la tarde cayó, como cualquier otro sábado, Marco estaba en la puerta esperando a su amigo. Grande fue su sorpresa cuando Emilio cruzó junto a una chica, conversando con una animosidad que rozaba el nerviosismo. El chico le ignoró cuando su amigo soltó un “bien mija”, por lo que dejó que se fuera con la simpática muchacha y se encaminó hacia un grupo de chicas que vio en una esquina.

Emilio y Julieta caminaron por la calle disfrutando de una brisa que rozaba el límite entre lo agradable y lo frío. Su plan de ir por empanadas se vio frustrado cuando llegaron a la esquina y encontraron que el “vecino” y su carreta ya no estaban allí, por lo que en su lugar prefirieron encaminarse hacia un local de salchipapas cercano. Él, sin pensar en nada negativo por primera vez en muchos meses, se dejó llevar por lo que su cerebro aun consideraba una trampa mortal. “Qué diablos”, dijo sin embargo su corazón.

Los chicos caminaron sin percatarse de las nubes negras que se cernieron sobre ellos y “el sol de aguas” que como todo buen Ecuatoriano sabía, anunciaba que pronto caería la lluvia. Al llegar al pequeño local, pidieron dos platos y mientras esperaban, la conversación surgió fluida, natural, como el encuentro de dos almas que se han buscado largo tiempo. ¿Qué más se le podía pedir a la vida? Una buena compañía, una comida nada saludable pero deliciosa, un diálogo que trascendía la banalidad. Él tomó la mayonesa y la repartió en abundancia sobre las papas, ella tomó la salsa de tomate e hizo lo mismo. Ambos sonrieron al notar lo opuesto que resultaba.

— ¿No te gusta la salsa? —Preguntó ella con voz divertida.

—La que sirven aquí, no. Me gusta cuando es más espesa. Prefiero por el momento esta mayonesa, que esta medio buena. —Él la miró con ojos coquetos. Su expresión cambió cuando notó que se estaba dejando llevar demasiado.

—Estás en el norte —afirmó ella—. Acá todo es bueno.

—Lo dices porque no has probado las salchis del sur.

—Dudo que sean mejores.

—Pues te equivocas.

— ¡Pues habría que verlo!

Ambos se midieron con la mirada, él con sus ojos oscuros y ella con sus ojos de chocolate. El cabello le cayó como una cascada con la que jugó mientras miraba a Emilio.

Cuando quieras las probamos —pronunció lentamente él, sin quitarle los ojos de encima.

—Pero tendría que ir al sur —exclamó ella—, y por allá roban. No, ¡qué miedo!

—Sí estás conmigo, —explicó él— no te pasaría nada.

Julieta tomó una papa y se la llevó a la boca, disfrutando cada bocado; Emilio hizo lo mismo. Durante todo el tiempo, ninguno de los dos bajó la mirada.

—Así que señor, ¿no me pasaría nada? —El tono de su voz pasó de ser divertido a ser serio, casi como si le interrogara.

—Pues no, señorita, Podemos ir a cualquier lugar de mis barrios y estaríamos felices —se acercó susurrando para que el dueño del local no le escuchase—. Y ahí probaríamos una salchipapas de ha de verás, sin que nadie le intenté robar ni nada.

—No negaré que es interesante —admitió ella— pero, ¿qué eres invencible o qué cosa?

Él por un segundo casi cedió a la provocación. Se controló y durante instantes pensó decenas de respuestas para darle. Al final, se decidió por lo más simple que se le ocurrió. —No, Julieta. Solo soy guapo.

Ella le devolvió una mirada fría y muy seria, al menos durante algunos segundos. Por fin, una sonrisa se le escapó y llevó su mano hacia su rostro en el gesto universal de “este idiota me encanta”. Emilio lo supo y se río a carcajadas, más porque entendía que ella no sería capaz de admitirlo. El resto de la comida transcurrió entre miradas coquetas y sonrisas ladeadas, él feliz, ella expectante. Cuando terminaron, a pesar de que él insistió en pagar la cuenta completa, ella no se lo permitió. “Está bien, mujer independiente”, dijo él cuando cedió y tomó el dólar de las manos de la chica.

Caminaron meditando hasta llegar a la esquina.

A su derecha, el edificio del instituto se elevaba por sobre los demás, ominoso. En la calle, el tráfico de Quito llenaba de ruido la ciudad y los troles pasaban uno tras otro, repletos de personas que miraron con mal humor a los muchachos.

—Más allá cojo mi bus —contó ella, cuando llegaron a un semáforo y se plantaron en el paso cebra—. Me voy.

—Te acompaño —exclamó él, sin pensarlo.

—Ha sido un gusto comer esta “papa” contigo, Emilio, pero sí puedo llegar solita a mi bus. No te preocupes. Aparte, el sur está lejos. —Sin esperar respuesta, ella se encaminó hacia su parada, sin mirar siquiera los autos que cruzaban.

— ¡Ahora tú te crees invencible! —Gritó él, a modo de despedida, sin saber si seguirle o no.

— ¡No! —Volteó ella— ¡Solo soy guapa!

Emilio no lo resistió más y se derritió por dentro, mientras se imaginaba besando suavemente esos hermosos labios color durazno. Embelesado, también cruzó la calle sin mirar a los lados, siguiendo el sutil aroma femenino de esa bella mujer.

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