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EL VALLE DE LOS DRAGONES segunda parte

No sé bien por qué razón lo hicimos así. Supongo que era contrario a los instintos supersticiosos de aquellas épocas. Pero nos dirigimos confiadamente hacia aquellas desoladas tierras desiertas...

 El lugar era sin duda mágico. Una tierra cargada por aromas agridulces, donde el brillo de las estrellas era mayor y más enigmático que en otras regiones. Dicho brillo iluminaba místicamente los follajes y las plantas, dándoles un extraño brillo plateado.

 Acampamos en un mágico paraje, un claro en el bosque rodeado por exuberante vegetación, que formaban un semicírculo. Una parte del semicírculo, cual diamante en una sortija, era una pequeña laguna con una hermosa caída de agua cuyo constante repicar en las piedras al caer, provocaba un hipnótico zumbido.

Hicimos el amor y luego dormimos (siempre alertas) toda la noche.

 Cuando el sol comenzó a brillar por entre el impenetrable follaje y las cristalinas aguas cercanas, nos despertó el retumbar estrepitoso de unos pasos pesados y hondos. Pisadas sigilosas que serpenteaban con estupor a lo largo de la flora exótica.

 Observamos parvadas de aves huyendo despavoridas conforme los retumbos de la marcha se les acercaban. Las plantas eran azotadas de acuerdo a como la enorme criatura se abría paso dentro de la floresta.

 Notablemente alarmados, mi esposa y yo esgrimimos nuestras lanzas y observamos expectantes la monstruosa bestia que se nos aproximaba.

 De entre los troncos emergió un ser cuyo aspecto nos heló la sangre. Se trataba de una cabeza de serpiente de unos cuatro metros de diámetro. La criatura de ojos serpentinos, lengua bífida y largos colmillos filosos nos miró con curiosidad, y en su monstruosa mirada se observaba una inteligencia propia de una mente razonable.

 Conscientes de que era imposible vencer a tan temible enemigo, huimos a toda velocidad internándonos en el bosque. Corríamos a través de los troncos y las raíces, hasta que en la enloquecida carrera dimos con la ladera de un valle pedregoso. Mi esposa resbaló y se soltó su mano de la mía. Su cuerpo cayó por la ladera, y me vi forzado a seguirla.

 Llegamos a un profundo valle amurallado, rodeado por enormes colinas de piedra caliza, repletas de cavernas por todo lado. Cavernas hondas y oscuras donde cabrían cientos de familias humanas fácilmente. El enorme valle del tamaño de un estadio mundialista moderno, era como una bóveda enclavada en pedregosas colinas. Mi mente moderna me hacía suponer que la sinuosa y sofisticada forma del valle sugería que había sido, de alguna manera, tallado a punta de fuego.

 Caímos dentro del valle como si fuéramos moscas en un plato de comida. Observamos con un terror indescriptible como de entre las cavernas y los bordes montañosos emergían gigantescos seres reptilescos. Se trataba de criaturas de entre diez y veinte metros de altura, con dimensiones titánicas. Sus largos cuellos terminaban en cabezas de serpiente, con una espina de púas a través de su espalda. Dos largos alerones sobresalían de cada costado, así como cuerpos cuadrúpedos con largas y filosas garras. Para provocarnos aún más horror, algunos de los reptiles procedieron a lanzar funestos rugidos ensordecedores al tiempo que escupían llamaradas de fuego por sus bocazas.

 A sabiendas de que nos era imposible salir vivos de aquél enfrentamiento, mi esposa y yo nos besamos y abrazamos dulcemente, esperando la inminente muerte.

 Pero ésta no llegó. Sino que uno de los seres nos habló en nuestra lengua. Por supuesto que los conceptos expresados por la bestia eran muy diferentes a los modernos pero trataré de dar una traducción lo más cercana posible a las grandes diferencias entre la lengua primitiva y el idioma moderno.

 —Soy Grael —dijo uno de los más grandes, y cuyas escamas carcomidas mostraban que era el más viejo de todos— Rey de los Dragones. Bienvenidos sean al Valle de los Dragones. Una polémica ha surgido entre mi pueblo con respecto a ustedes los humanos. Cuando los primeros humanos comenzaron a caminar por la faz de esta tierra, siendo una especie joven y reciente, un extraño fenómeno surgido en un instante de tiempo, los dragones ya éramos tan antiguos como montañas. Nuestros ancestros gobernaron este planeta hace muchos eones, hasta que un castigo del cielo los asoló y exterminó. Nosotros, que a través de muchas edades desarrollamos habla e inteligencia, fuimos regentes de esta tierra. Sin embargo, las diversas guerras entre fuerzas divinas han diezmado a nuestra clase. Es ahora que reconocemos, gracias a nuestra experiencia y nuestra sabiduría, que los humanos tienen el potencial de gradualmente adueñarse de la tierra y arrinconar a todas las demás razas hasta la extinción o la marginación totales. Hemos discutido mucho sobre si es nuestro deber como dragones el borrar a la raza humana de este planeta, para librar a los demás seres de su flagelo o, si por el contrario, debemos apoyarlos y entregarles nuestra sabiduría para su desarrollo. Hemos decidido que ustedes (los primeros humanos que han sido lo suficientemente valientes como para adentrarse aquí), serán los que nos ayuden a decidir. Les pondremos una prueba, que de superarla con éxito, salvarán a toda la humanidad de nuestro fuego incandescente. De ser derrotados, a sus horribles muertes seguirá un holocausto que consumirá la raza humana en el olvido.

 La prueba que nos impusieron consistía en derrotar a un monstruo espantoso. Nos dijeron que fuéramos a un extenso acantilado, en cuyo interior se ocultaba la horrenda bestia que debíamos ultimar armados sólo con nuestras lanzas e inteligencias.

 Bajamos por los empinados muros del acantilado utilizando la ayuda de unas lianas. Después comenzamos el cauteloso viaje a lo largo del cavernoso fondo del acantilado, donde innumerable cantidad de osamentas de humanos y animales yacían desperdigadas por el suelo.

 Doblando por una esquina de la laberíntica estancia, observamos al monstruo que nos encomendaron asesinar. Era un ser horrible, cuyo habitáculo estaba repleto de huesos. El esperpento tenía un cuerpo antropoide, pero medía cinco metros de altura, de piel anaranjada, gruesa y callosa. Su cabeza era muy grande y de su frente emergía un largo cuerno curvo y picudas orejas. Un solo ojo redondo —en ese momento cerrado pues dormía cabeceando— se observaba en su rostro. Su nariz, aplastada y deforme, estaba encima de una boca con dos colmillos de jabalí curvos hacia arriba brotando de ambas comisuras. Su cuerpo era una rechoncha masa de grasa gorda y flatulenta, pero con innegables músculos grandes y tensos como raíces. Sus manos y piernas tenían sólo tres dedos con filosas uñas y vestía un taparrabo con un solo tirante que se sostenía de su hombro derecho.

 Ambos temblábamos ante la espantosa monstruosidad que debíamos matar, y nos sentimos tentados de regresar y huir. Sin embargo, ya fuera porque temíamos más la ira de los dragones, o porque no queríamos —en un primitivo instinto de supervivencia de la especie— que los dragones mataran a todos los humanos y entregaran esta tierra fértil a los estúpidos ogros, decidimos quedarnos y luchar.

 Entonces, urdimos un plan.

 Mi esposa salió de entre su parapeto y despertó al cíclope con un grito insultante. El monstruo la observó aturdido y sorprendido. No comprendía en su minúsculo cerebro que una presa llegara voluntariamente al matadero. Un atisbo de razonamiento le hizo sentir un cierto recelo. ¿Se trataba de una trampa? En los recónditos abismos de su mente había algo que no estaba bien. Que era extraño y misterioso. Inusual.

 Pero su hambre y su naturaleza violenta impero sobre los vestigios informes de razón, y se lanzó hambriento contra mi esposa sosteniendo un gigantesco mazo de madera en su mano derecha.

 De otro extremo emergí yo, quedando a espaldas del cíclope. Le tiré una lanza con todas mis fuerzas, pero el grosor de su piel hizo que esta rebotara sin provocar más que un leve rasguño. El ser se giró para observarme, y una ira enardecida brotó en su deforme rostro. Meció el mazo hacia ambos lados con intención de aplastarme, pero escapé saltando en el momento en que el mazo destruyó el suelo donde golpeó, generando un profundo cráter, en medio de un ensordecedor estrépito.

 Mi esposa le lanzó algunas piedras con el fin de molestarlo y que me dejara. Pero el ser continuaba en sus intentos de aplastarme. Pude esquivar de nuevo el mazazo que destruyó una pared del acantilado. Hasta que la molestia pedregosa que generaba mi esposa bastó para llamar su atención. En ese momento, Iva le disparó la lanza con un certero tiro en el ojo del cíclope. El monstruo gritó enfurecido aferrándose el rostro en medio de dolor y sangre, y gritó estrepitosamente.

 Enloquecido de dolor e ira, prosiguió a ciegas sus deseos de aplastarnos. Por medio de gritos lo llamábamos para que caminara hacia donde queríamos. El espantajo entonces llegó hasta cruzar la esquina donde lo observamos la primera vez. Caminaba a dos metros de una filosa estalactita que brotaba del suelo y ciego como estaba, no notó la liana en el suelo, que mi esposa y yo jalamos para que tropezara.

 Al perder el equilibrio por efecto de nuestro ardid, cayó atravesando su dorso con la estalactita.

 Su agonizante cuerpo muerto se removía epilépticamente conforme su sangre se derramaba en el suelo provocando un asqueroso charco maloliente.

 Mi mujer y yo nos besamos felices y celebrantes de nuestro triunfo.

 Poco a poco dejo las imágenes de esta antigua vida, y mi aletargada mente regresa a nuestro tiempo. A esta edad, con sus avenidas siempre transitadas y sus calles adoquinadas de pavimentos agujerados. A este tiempo tan diferente de aquél como dos universos uno del otro. Poco a poco despertaba recordando quien era y la época donde vivía. Tiempos modernos de edificios altos como torres, cables eléctricos, contaminación ambiental y todo tipo de comodidades modernas. Ya no soy un guerrero prehistórico que luchaba por sobrevivir en un mundo hostil y primitivo, donde cada día era una ardua batalla por vivir, sino que era un sencilla oficinista en su cómoda existencia, que este día en particular descansaba en su confortable cama viendo la televisión, y que esa noche de sábado saldría con su perfumada novia a ver alguna película en el cine. Mi regresión llegaba gradualmente a su fin, y se disolvían las imágenes como una humareda evanescente.

 Sin embargo, recordé unas cuantas escenas más. Iva y yo, en aquellas épocas perdidas en abismales distancias de tiempo, llegábamos victoriosos con los dragones. Grael, el Rey de los Dragones, Portador de la Luz, éste antiguo y poderoso reptil nos premió entregándonos una antigua reliquia que contenía la sabiduría ancestral de los propios dragones. Una gema que contenía los secretos de los conocimientos científicos más fundamentales. Con ella mi esposa y yo nos convertimos en reyes de muchas tribus, y creamos una poderosa nación, consolidando las más primordiales bases para la civilización.

 La reliquia era un curioso zafiro rojo que los dragones llamaban “La Manzana”.

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