Capítulo XLIX: Un salvador

El hierro se volvió a levantar. Adair cruzó los brazos sobre sus costillas, con los puños cerrados para cubrir su cabeza. Cerró los ojos.

¡Pa!

Su espalda ardió. Una sensación caliente subió por su garganta. El sabor a óxido inundó su boca; pero sus labios se mantuvieron cerrados. Sellados como una caja fuerte guardando secretos. Ni un sólo gemido escapó. Los golpes llovieron sobre su piel, junto con las maldiciones bajas que su padre escupía en su cara.

De repente, un grito sonó - ¡¿qué está pasando?!, ¡Detente! - la voz parecía familiar; pero la conciencia de Adair ya había sido tomada por el dolor. Sus ojos se abrieron en una rendija fina. La figura de Nicolás se movía borrosa a un costado. Con una mano en la espalda se acercó para intentar dialogar - ¡Basta!, ¡es suficiente!.

 

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