Capítulo6
La situación era complicada, y aunque Hudson quería cenar con Galilea, no le quedó más remedio que apurarse y regresar a Villa de la Vista Bella.

La villa, que aún era devorada por las llamas, se había convertido en un infierno antes de que llegara el equipo de rescate.

Las ventanas estallaron por el calor, lanzando pedazos de vidrio por todas partes con un estruendo ensordecedor. Dentro de la casa, los muebles y las decoraciones se retorcían y se deformaban, convirtiéndose en humo negro que se perdía en el cielo nocturno.

Los gritos desesperados de los vecinos, el ulular de las sirenas de los camiones de bomberos y el crujir de las llamas se mezclaban en una caótica y trágica sinfonía.

El comandante que llegó corriendo, furioso, y regañó duramente a Hudson por hacer mal su trabajo, dejándolo abatido.

—¿Qué diablos has estado haciendo estos días? ¡Ya varios compañeros se han quejado de que no te tomas el trabajo en serio! ¿Eres imbécil o qué? ¿Cómo carajos se te ocurre dejar un incendio sin apagar, y encima en tu propio vecindario? ¡Parece que respirar tanto humo estos años te atrofió el cerebro!

—El capitán Hudson no lo hizo a propósito... —intervino Galilea, tratando de defender a Hudson.

—¡Y tú, cállate también! ¡Con lo lenta que estuviste apagando el fuego, la gente ya se había ido y tú aún no llegabas! ¡El tiempo es oro, niña! ¡Si hubieras llegado antes, podríamos haber salvado a más personas!

El comandante no le tuvo compasión a nadie. Gritó desesperado, sin filtros, mientras el ambiente se impregnaba de humo y tensión.

Vi a Galilea quedarse sin palabras por el regaño. Y, aunque sentí algo de empatía por ella, no pude evitar soltar una pequeña risa.

Los bomberos sin ética profesional eran lo peor. No podían compararse con aquellos que sí se tomaban en serio su trabajo.

Los verdaderos rescatistas, los que llegaron a tiempo, ignoraron el calor sofocante y comenzaron las labores de rescate.

Al final, cuando se confirmó que había un muerto y nueve heridos, un silencio sepulcral se apoderó del lugar. Todos bajaron la mirada.

Alguien cubrió mi cuerpo con una manta blanca y lo alzaron, llevándoselo y dándome una última muestra de respeto.

—Cuando llegamos… ya estaba totalmente calcinada... —dijo uno de los bomberos, con la voz quebrada—. Se quemó viva, ¡Qué forma tan horrible de morir! Si hubiéramos llegado antes, tal vez podríamos haberla salvado…

Quien hablaba entre sollozos, era Asher Caruso, el primer estudiante que Hudson había entrenado, a quien todos llamaban «conejo».

Aunque trabajaba en una profesión de alto riesgo, tenía un corazón de oro. Lo había visto muchas veces cuando le llevaba el almuerzo a Hudson. Siempre con los ojos rojos, conmovido por el sufrimiento ajeno. Pero también sabía que esa era una prueba que todos los bomberos debían enfrentar. Solo al atreverse a mirar a la muerte de frente, podían salvar vidas en futuras misiones de rescate.

Hudson, desconcertado, escuchaba las palabras de Asher, mientras miraba el cuerpo cubierto con la manta blanca, sin realmente ver nada.

No sabía quién era…

Pero, justo en ese momento, el anillo que llevaba en mi dedo —marchito por el fuego—cayó al suelo, y rodó hasta detenerse bajo los pies de Hudson.
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